Alver Metalli

Los dioses inútiles


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del mes de noviembre de año mil quinientos diecinueve, con rumbo a Trinidad, donde llegamos cinco días después.

      V

      Las casas blancas de Trinidad temblaban como un espejismo en la línea del horizonte. El viento era suave, las velas se aflojaban con frecuencia. La impaciencia del comandante aumentaba cuanto más disminuía la distancia de la costa. Brillaban las barcas fondeadas en la playa, las gaviotas dormían al sol con la cabeza bajo el ala. Cortés no parecía sentir el efecto del calor. Desde el puente de la nave almirante rastrillaba con la vista la gente que se había reunido en el puerto, advertida de la llegada de la flota. Rezumaba impaciencia por todos los poros, controlaba que todo estuviera en orden y volvía a mirar el muelle, impartía órdenes y de nuevo registraba la costa. Quiso que el puente estuviera reluciente, con los cajones y barriles bajo cubierta, el cordamen enrollado entre los palos, las velas bien dobladas y atadas, libre el parapeto de las ropas que acostumbrábamos tender al sol para que se secaran. Algunos marineros tuvieron un buen trabajo para sujetar el estandarte al asta. “Más alto, tiene que verse bien”, bramaba con la excitación de un novato. “Subidlo hasta que llegue bajo la gavia, vamos, vamos”, los incitaba estudiando la posición del estandarte y al mismo tiempo la gente reunida en la explanada del puerto.

      Tiramos el ancla muy cerca de la orilla, porque las aguas son profundas y claras casi hasta el muelle y una nave puede flotar en ellas hasta la distancia de un tiro de ballesta desde el embarcadero. Nos preparábamos para desembarcar cuando Hernández se le acercó para recordarle algo que ya debía saber.

      –Alonso de Ávila, Gonzalo de Sandoval y Pedro Sánchez deberían haber llegado a Trinidad, o por lo menos eso fue lo que mandaron a decir antes de que dejáramos San Yago. Gonzalo Mejía, Martín López, Bartolomé Guerra, hicieron saber que ellos también quieren venir, pero que llegarán aquí mañana o pasado mañana desde el interior, donde fueron a cazar cerdos. Los Alvarado no respondieron a vuestra carta, pero no es probable que renuncien…

      Hernández no tuvo tiempo de terminar el informe; Cortés saltó y se subió a un cajón de madera mirando atentamente un punto más allá del parapeto. En ese momento no comprendí la razón del sobresalto y el secretario también calló. “¡Allí están, allí están!”, gritó como si retomara el hilo de una idea que en su cabeza no se había interrumpido. Recién entonces, siguiendo la dirección de su mirada, pude ver de quién se trataba.

      Lejos, apenas reconocibles, avanzaban hacia la nave los cinco hermanos Alvarado, llevando en el medio al rubio Pedro. Cortés no podía controlar su impaciencia mientras se acercaban, después saltó a la chalupa ya dispuesta y se dirigió al muelle. Desembarcó apenas pudo y corrió a abrazarlos. Pedro el primero y después los otros: Jorge, Gonzalo, Alonso y Juan.

      ¡Qué fiesta hicieron ese día! ¡Cuánta felicidad en aquellos abrazos! ¡Qué alegría en las manos que tocaban los rostros! Seguían dándose palmadas en la espalda y abrazándose como hermanos que no se han visto por mucho tiempo.

      –Tenemos lo mejor, estamos casi todos –empezó a decir Cortés con euforia, enumerando a los que ya habían llegado–: Portocarrero está en camino desde Espíritu Santo; a Martín López y Andrés de Tapia los recogeremos en San Cristóbal de La Habana…

      –¿Ávila? –lo interrumpió Alvarado.

      –Ya está aquí, con Escalante y Olid –le contestó Cortés–. Asomarán la cabeza cuando hayan terminado de engullir y no quede trabajo por hacer; las fatigas de los preparativos no son para ellos, así como cultivar la tierra no es lo tuyo.

      –Debería tomar la decisión y echar raíces –rió Alvarado–. Cada día son menos. Los nativos no resisten el trabajo…

      –Y el tuyo disminuye… –observó Cortés.

      –Ya no es como antes –admitió Alvarado–. Los frailes están por todos lados; nos controlan como delincuentes. En cuanto a los colonos, ellos prefieren otros métodos.

      El de Alvarado era bien conocido: perseguía a los indios rebeldes con saña; los rastreaba días y días, como un mastín detrás de su presa, hasta que devolvía los fugitivos a los encomenderos. Los administradores lo buscaban por su coraje y solicitaban su intervención siempre que la situación escapaba a su control. Pero también lo temían por su impulsividad; con buenas razones, debo decir ahora que lo he conocido. En audacia nadie lo superaba, y por su vehemencia y su arrojo era el primero de los capitanes de la expedición.

      Pedro Alvarado quiso saber quiénes eran los hombres de confianza del gobernador Velázquez; Cortés dio los nombres de Ordás, Morla, Escudero, Montejo y Juan Velázquez de León, pariente del gobernador, que tenía apuro por dejar Cuba en razón del gentilhombre que había matado. “Los mantendrán a raya tus hermanos”, agregó con una mueca burlona y espió a los restantes Alvarado de soslayo, hasta que todos estallaron en una sonora carcajada.

      Gruñidos de cerdo cubrieron las risas y cualquier otro ruido. En ese momento estaban empujando la manada de puercos dentro de la bodega de la nave; provocaban un estruendo tan ensordecedor que Cortés no escuchó a su secretario, Hernández, que lo estaba llamando.

      Hernández tenía un trabajo agotador en esos tiempos. Seguía al comandante como una sombra, desde la salida del sol hasta el ocaso, armado con papel, pluma de oca y tintero: anunciaba visitas si se las esperaba y las rechazaba cuando no eran bienvenidas, enviaba y llevaba embajadas, recibía y consignaba, regalaba y adquiría, siempre obedeciendo las órdenes del comandante. A un gesto de este último, Hernández alcanzó a Cortés con unos papeles en la mano.

      –Es la lista del señor Morla, está aquí y no puede quedarse: quiere ochocientos pesos. ¿Qué debo hacer? ¿Hago embarcar todo?

      Cortés revisó la lista con una rápida ojeada; con igual rapidez dispuso lo que se debía hacer: –Todo, haz cargar todo, pero no es suficiente. Necesitamos más pólvora, más fusiles, más ballestas. Dile a Morla que busque más, de las buenas, de caoba o de haya, y con el surco en el centro. Para el pan de mandioca escribiré a La Habana. Lo cargaremos allí.

      El secretario recuperó la lista de manos de Cortés y le entregó otra. –El vino de la propiedad de Dávila está en el depósito junto con quinientas piezas de tocino, mil quinientas raciones de pan, quinientos pollos salados…

      –Hazlos embarcar –ordenó Cortés sin esperar el resto–, y busca más pan.

      Lo del pan era una verdadera obsesión. Y también la sal. Ni uno ni otro podían faltar, y su escasez era motivo suficiente para atrasar o anular cualquier expedición. Allí donde hiciera escala, Cortés buscaba raciones de pan. Y junto con el pan, sal y tocino.

      –Hay un tal Sedeño de San Cristóbal de La Habana que tiene una nave llena de pan y de tocino –siguió diciendo Hernández llamando la atención de Cortés que había vuelto con los Alvarado–. Ha venido a venderlo a los mineros de esta zona, pero dice que si le compramos toda la carga de una sola vez lo pasa directamente a la bodega de la Santa María. ¿Le compramos el tocino? Podría sernos útil; pan ya tenemos, y cargaremos más en San Cristóbal de La Habana, pero tocino…

      –No, no, compra también el pan… el tocino y el pan… y la nave, la nave y todo lo que contiene –le contestó Cortés–. Y cómpralo también a él, que venga. Esto será suficiente para convencerlo. –Se sacó del cuello la pesada cadena de oro y se la dio junto con otras recomendaciones.

      –¿Qué han decidido Jaime y Gerónimo Tría?

      –Los cuatro mil pesos en oro os lo harán llegar dentro de dos días. El señor Pedro Jerez os manda otros cuatro mil, pero en mercaderías; quiere una hipoteca sobre la hacienda, con la seguridad de que le transferirán los indios en encomienda.

      –¡Usurero! Todo. Dale todo lo que quiere, a él y a sus socios, que en ésta perdemos honor, vida y haberes, o Dios nos devolverá todo cien veces.

      –Ah, comandante, ha llegado el señor Duero. ¿Lo hago venir?

      –¿Qué