del Nuevo Mundo, ya se habían colocado en la situación de no poder volver, como el infante Argüello, quien igual que Alvarado se ganaba la vida persiguiendo a los indios que escapaban de las haciendas. Les seguía el rastro como un perro de caza hasta que los devolvía a sus patrones, vivos o muertos. En el primer caso le pagaban siete pesos, en el segundo, muertos, las provisiones para los días de persecución. Sólo sobre Bartolomé de Olmedo no circulaban rumores en la tropa, y ya esto era suficiente para dar prueba de que era un hombre muy prudente. Era un fraile conocido en Cuba, nativo de la ciudad de Olmedo, cerca de Valladolid, de temperamento alegre y bueno para el canto, bien instruido y de maneras afables.
Pero si la mayoría no eran hombres intachables, eran sí gente de valor, y si su conducta merecía objeciones, el coraje los hacía aptos para aquella expedición. Lo suficiente, cuanto menos, para honrar el contrato estipulado y cumplir las órdenes que habían recibido: encontrar a los hombres de Grijalva que no habían vuelto; buscar y rescatar a los españoles de una expedición anterior que se creía habían caído en manos de los nativos; explorar la tierra y reunir noticias sobre sus habitantes, los animales, las plantas y las riquezas minerales. Los soldados no queríamos tierras y no íbamos en busca de noticias, sino de oro por encima de todo; y de piedras preciosas y de perlas y de cualquier otra cosa que nos permitiera vivir como señores por el resto de nuestros días. La sed de oro y de amor no se pueden ocultar mucho tiempo y ésos precisamente eran nuestros evidentes deseos. Queríamos ser ricos, ¡quién puede culparnos! Para los pobres eran mejores las Indias donde había oro que Italia donde había guerras y discordias. Pero tampoco deseábamos contrariar a sus majestades, el rey Fernando y la reina Isabel, que habían dispuesto que los indios de las islas del Nuevo Mundo vivieran libres y no fueran oprimidos, sino instruidos en la santa fe y gobernados con justicia. Mucho menos hubiera querido desilusionar a Santiago, quien una vez que llegamos a la isla La Española había empezado a frecuentar a un fraile predicador de las islas del mar océano, uno de los que el Consejo de Indias enviaba a las nuevas tierras para enseñar la verdadera doctrina a los infieles. Era éste de la orden de Santo Domingo, todavía joven, de noble y rica familia, alto y de tan bella presencia que donde fuera los ojos de las mujeres lo seguían. Vivía en extrema pobreza con otros religiosos, vistiendo un sayo de tela rústica y un manto para cubrir los hombros en los días fríos. Cuando él y sus hermanos llegaban a una aldea hacían sonar la campana y todos acudían. Si los indios eran pocos, esperaban que llegaran más; después predicaban, confesaban, bautizaban sin interrupción, durante horas y horas. Se iban a otra aldea cuando estaban seguros de que el Creador del mundo y Jesucristo su Hijo habían sido conocidos. Creo que su nombre era Pedro, Pedro de Córdoba, y Santiago, cuando estábamos todavía en La Española, entre un tiro y otro de ballesta lo seguía a todas partes, hasta las aldeas de los indios. Después, cuando regresaba, se inclinaba sobre el papel y escribía, como yo le había enseñado en Santillán cuando mi oficio me lo permitía.
IV
La porción de océano que protegía la ensenada estaba en calma, tan serena como nunca la había visto hasta el momento. Poco a poco, surgiendo de la oscuridad como fantasmas, los hombres se congregaban en la explanada del puerto. Al toque de la campana de bronce los últimos durmientes abandonaban el lecho y los retrasados apuraban el paso. Desde las naves ancladas a poca distancia respondía el repique de las campanas pequeñas, más agudas y sonoras, que acostumbraban marcar el ritmo de la jornada a bordo de los bergantines. El cielo comenzaba a teñirse de rosa, las golondrinas de mar cortaban el aire quieto como las aguas de la bahía.
Soldados y marineros formaron un semicírculo. Fray Bartolomé de Olmedo se colocó frente a un altar adornado con telas blancas bordadas. Lo roció con agua bendita y giró hacia la multitud silenciosa para repetir el mismo gesto. Cortés, vestido de terciopelo, con espada y cadena de oro al cuello, estaba dentro del semicírculo, a la derecha del celebrante. Fray Olmedo se arrodilló, y cien hombres junto con él. El coro se había transformado en un frente compacto de notas, el Salve Regina colmaba la ensenada… Ad te suspiramos, gementes et flentes… Bartolomé de Olmedo acomodó los ornamentos sobre el sayo e impulsó el cuerpo robusto sobre un cajón colocado a su lado, elevándose lo suficiente como para que lo vieran desde cualquier punto de la explanada. Allí hizo un gesto con la mano; todos estábamos arrodillados y nos pusimos de pie. Su voz un poco ronca rompió el silencio.
–Escucharéis en unos momentos que San Lucas el apóstol relata que Cristo Nuestro Señor había preparado una gran cena invitando a la mesa a los hambrientos que buscan el pan que sacia… –La tenue claridad sobre el horizonte anunciaba el amanecer–. …Pero no todos los comensales se alimentaron con sencillez de corazón, con la gratitud que hubieran debido sentir hacia el huésped que los convocaba a la mesa y por el alimento que se ofrecía a su apetito… –Miré a Santiago del otro lado del semicírculo, con sueño pero bien derecho, como si el Hijo de Dios en persona fuera a bajar del cielo para pasar revista a su tropa. Bartolomé de Olmedo elevó la voz.
–Del mismo modo Nuestro Señor no ha sido servido como corresponde en la isla de La Española, que su Providencia había ofrecido para ser descubierta, a fin de que la caridad de los cristianos pudiera tener una base desde la cual lanzarse hacia espacios más grandes y más valerosas empresas –afirmó severamente el fraile forzando la garganta–. Los españoles que llegaron a estas tierras vieron que podían conseguir oro en abundancia, que la gente que las habitaba podía ser sometida con facilidad; entonces se dedicaron a despojar a los nativos de sus pertenencias en vez de enseñarles la fe en Jesucristo. Los que se gloriaban del nombre de cristianos han sido causa de ruina para los indios, y ellos han aborrecido su Nombre como una maldición.
Bartolomé Olmedo reorganizó sus ideas; el silencio se llenó con el ruido de las olas que rompían en la playa. –Hasta el día de hoy, por culpa de la avidez de algunos de nuestros compañeros, los nativos que viven en las islas sienten horror por la ley de Dios, que muy pocos les han ilustrado con belleza de ejemplo y mansedumbre de corazón. –Aspiró el aire húmedo, hinchando el pecho bajo el sayo–. Estos hombres sin Dios trataron después de difundir la idea de que los indios de los cuales abusaban son gente bestial, sin juicio ni entendimiento, repletos de vicios y abominaciones, y que no son capaces de entender la doctrina cristiana ni llevar a cabo cosa alguna merecedora de recompensa eterna.
En la explanada todavía a oscuras, dos velas a punto de apagarse despedían chispas a su alrededor, iluminando con una luz temblorosa la estatua de la Virgen de Monserrat. Volví a mirar a Santiago, que seguía la prédica con concentración, como si quisiera encontrar confirmación o desmentida a cosas que ya había oído en otra parte de otros predicadores, y que con ellos ya había discutido.
–El demonio enemigo de Dios y la concupiscencia que hay en nuestros corazones fácilmente podrían convencer a algunos de nosotros de que los indios no deben ser cristianos. ¡No se dejen engañar por el maligno! Procurar almas para el cielo es tan importante que nuestro Dios, desde que ha creado a los hombres, trata de atraerlos hacia Él con inspiraciones, signos y castigos…
Estas y otras cosas nos dijo aquella mañana el buen fraile y las repitió en muchas ocasiones los días que siguieron. Era bueno para nosotros que hubiera alguien que nos las recordase, porque soldados y marineros teníamos la memoria corta, presa fácil para las pasiones que nublan el intelecto.
Era bien incierta la vida en aquellas regiones del Nuevo Mundo y más aún lo era el destino de nuestras almas, asediadas por peligros de todo tipo y en primer lugar la lujuria. En el tiempo que estuve en San Yago vi cómo arrastraban a la ciudad a una mujer que vivía en una aldea de la costa del poniente, poblada por indios cristianizados. La desventurada había acuchillado a su marido por orden de su amante, un soldado más joven que ella llamado Paredes, con el cual después había huido. El soldado, cuando se hubo apoderado de su dote y ya antes de su virtud, abandonó a la mujer a su suerte, que no era otra que el cadalso. En efecto, la apresaron y la condenaron a morir en la horca. Ella siguió maldiciendo a su amante con todas sus fuerzas. Rechazaba los sacramentos, gritaba que quería ir al infierno porque allí –estaba totalmente segura– encontraría al soldado: en las llamas a las que son condenados los infames traidores. No escuchaba razones, no se preocupaba por su alma, sólo pensaba en gozar de la perdición eterna de quien la había