por la vida haciendo el indio
He aquí el extraño epitafio que tengo encargado que inscriban en mi tumba. Pero mucho me temo que mis hijos, en lo que respecta a tan singular capricho, no quieran obedecerme.
Lo comprendo. ¡Es que un padre… es un padre!
(Aunque hacer tal afirmación no sea más que una perogrullada como la copa de un pino.)
Mis razones para lucir sobre mi losa esta frase lapidaria son una infinidad. Y lo peor es que la mayor parte de las veces que he hecho “el indio” —muchísimas, no me importa confesarlo— ha sido debido a mi buena voluntad. A causa de ella, ¡he dado tantos batacazos, me he llevado tantas desilusiones…!
Al parecer, no se puede ir de buena fe por el mundo; porque hay gente que se aprovecha de ello para hacerte la vida imposible. Es doloroso admitirlo, pero es verdad.
Probablemente, a consecuencia de haber nacido idealista, soñador, quimérico y fantasioso —como una reminiscencia del Caballero de la Triste Figura y de los ingenuos ilusos que siguieron sus huellas—, desde diversos frentes he ido recibiendo golpes, embestidas, palizas —mentales, no físicas, algo es algo— y denuestos.
Me he pasado la vida ofreciendo perlas —o arrojando margaritas— a los cerdos, una y otra vez, para que ellos las pisotearan con sus sucias pezuñas.
Y sin escarmentar por mi parte durante largos años, que es lo más grave…
Mucho más tarde —harto hasta la saciedad de soportar tantos golpes, sin merecerlo— aprendí a recubrirme de esa necesaria dosis de ironía, de la que ya hice mención, unida a una eficaz, aislante, impermeabilidad. Todo ello acompañado de mi innato y arraigado sentido del humor, que me protege, mal que bien, de las adversidades de la vida.
A veces, si paso un disgusto grave, noto un punzante dolor entre el pecho y la espalda, que me preocupa…, hasta que se me pasa. Una vez que ha remitido ni me acuerdo.
¿Será el aviso de un infarto? ¿Estaré amenazado de muerte en esta edad madura, tan interesante para vivirla…, aunque sea solo para seguir envejeciendo?
Y lo más extraño del caso es que, a pesar de los pesares, me encuentro muy bien de salud, sin dolores habituales, ni achaques. ¡Qué resistencia debo tener: tan frágil, tan torpe, tan poca cosa como algunos me creían…!
Sí, reconozco que he hecho, con frecuencia, “el indio”.
Y, para colmo, cuando me hice mayor, —y es que eso de “hacerse mayor” suele ser un poco aburrido— ni siquiera he contado con la parte agradable que conlleva lo de realizar semejante juego: la regocijante diversión de ponerme unas plumas de colorines en la cabeza, corretear alrededor de las cabañas, lanzando fuertes gritos de guerra, y portar el carcaj, repleto de flechas, disparando a diestro y siniestro contra mis implacables enemigos.
O sea, que, encima, he hecho “el indio” a palo seco, sin recompensa de ninguna clase, como única recompensa a mi actitud recta hacia los demás, y a mi buena voluntad.
¿Está mal que me reconozca algo bueno?
…Sé que no es elegante hacerlo, pero supongo que bastante me habrán denostado ya mis detractores, que intuyo que dirán de mí, entre otros “piropos” y “lindezas”: “Ese no sabe hacer ni la o con un canuto”.
Y puede que sea verdad. Entre otras cosas, porque nunca se me ha ocurrido perder el tiempo en semejante tontería.
No suelo, además, tener canutos guardados en mi casa, como es lógico. ¡Bueno, como no sean los que van dentro del rollo de papel higiénico! Pero no me parece apropiado ponerme a hacer oes alrededor de ellos, con el peligro de que metros y más metros del necesario papel, de sedosa textura, queden desparramados por el suelo.
¡Qué estupidez!
En lugar de dedicarme a esas sandeces, aprovecho el tiempo para emplearlo en actividades que considero más adecuadas a mi forma de ser, y que son capaces de enriquecerme por dentro. Porque la otra riqueza, la que se muestra “cara al público”, —el trono de oropel, la vana ostentación— se encuentra en las antípodas de mi pensamiento.
…Ya que no encuentro la menor diversión en ponerme a dibujar círculos alrededor de los dichosos canutos, sé hacer otras cosas —que aquellos que con tanta dureza me critican no son capaces ni de vislumbrar— para mí mucho más importantes.
Aunque, ¡qué pena de buena voluntad malgastada!, ¿verdad?
Y lo peor es que no sé actuar de otra forma.
…Ser buena persona durante toda la vida para recibir, a cambio, golpes bajos es muy triste, casi trágico.
Decía el doctor López Ibor que la única justicia que existe en el mundo es que ante Dios todos los hombres somos iguales. Esta frase me consuela, me sirve de alivio.
Mientras tanto, aparte de continuar en el mundo acompañado de mi buena fe —me es imposible lo contrario—, no me queda más remedio que aguardar, provisto de resignación y esperanza.
A partir de ahora, para olvidar ofensas y traiciones, zancadillas y desprecios, en lugar de perder el tiempo coleccionando vulgares canutos, me haré construir una pequeña cabaña, tipo Apache o Comanche —como las que levantábamos, siendo yo niño, en el jardín de mi casa—, y me pondré a jugar a los indios, como un chiquillo cualquiera, un desharrapado pilluelo callejero, con mis vistosas plumas, mi faldellín, mi carcaj y mis flechas, divertido y libre, salvaje y desmadrado, dando extraños alaridos… aunque me tomen por loco.
A estas alturas de mi vida, no me importa que nadie me acuse de una posible demencia senil al verme de esa guisa, en absoluto. Porque, en el peor de los casos, no pasaría de ser un loco inofensivo, incapaz de hacerle daño a una mosca.
En cambio, ¡hay tantos “cuerdos” sueltos por ahí…!
Y, sin duda, infinitamente más peligrosos.
Candilejas
He de confesaros una cosa, aunque me dé cierto pudor hacerlo: todavía, con lo mayor que soy, termino llorando cada vez que vuelvo a ver el final de la película Candilejas, esa inmortal obra de arte que nos dejó Charles Chaplin. Es, a estas alturas de mi vida, casi lo único que consigue arrancar lágrimas de mis ojos.
Ahora, en esta noche oscura y fría, al regresar de uno de los ensayos de La casa de Quirós, de Carlos Arniches, donde voy a representar, por tercera vez, el papel de don Benigno, un viejo cura —porque si hago de joven no se lo cree nadie—, venía pensando en lo hermoso que debe ser para un actor vocacional morir en escena, como le ocurrió al pobre Calvero, el viejo payaso, el entrañable protagonista de Candilejas.
Se me pone el vello de punta —no exagero— cada vez que veo las escenas finales de la película, en las que, apenas pasados unos minutos desde que Calvero exhaló su último suspiro, Thereza, la protagonista —Claire Bloom—, danza al compás de la hermosísima música, girando, de puntillas, una y otra vez, con una belleza y armonía impresionantes.
El payaso acaba de morir…
La vida continúa.
¡Ojalá, también, yo hubiera sido Payaso! (Fijaos que lo escribo con mayúscula.)
Lo digo en serio. De los que se ganan la vida ejerciendo esa hermosa profesión que es hacer reír a los demás —o, al menos, soñar— logrando que sean felices durante unas horas.
Los admiro.
Quizás esta hubiera sido una de mis verdaderas vocaciones. Aunque, posiblemente, mis aptitudes no me lo hubieran permitido.
Pero, al menos, ya que nunca logré tan bello sueño, he llegado a ser actor… aficionado. He tenido la inmensa satisfacción de pisar un escenario, encontrándome muy a gusto en él.
Hace mucho tiempo, en el colegio de María Inmaculada.
Ahora, ¡quién me lo iba a decir, a estas