Joaquín Vergara

Aullidos


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por lo que se pasa la mayor parte del día —y, por supuesto, toda la noche— dormitando, mientras sueña miles de locuras, cobijado en la minúscula vivienda que posee en las cámaras de mi casa, entre baúles viejos y trastos de antaño.

      (Porque un moderno apartamento, de estilo minimalista y dotado de los últimos adelantos de la técnica no hubiera sido el escenario más adecuado para él.)

      Los demás, mis hijos en este caso, prefieren ignorarlo. Y, a veces, hasta me parece que no les gusta demasiado que lo mencione.

      ¿Creerán que el duende soy yo mismo, que no me acuerdo dónde he puesto las cosas?

      Llevo tiempo sospechándolo.

estrellas

      En esta época, agitada y convulsa —aunque de casi todos los tiempos se ha dicho, más o menos, algo similar—, que va transformándolo todo a un ritmo vertiginoso, los seres mágicos, capaces de transportarnos a un universo distinto, el de la fantasía, no gustan ya. No gozan de prestigio en la actualidad.

      No venden.

      Nuestro mundo ha ido sustituyendo la atracción que suscitaban en épocas pasadas por la de, por ejemplo —aparte de la descontrolada difusión de noticias lacrimógenas y esperpénticas, que, por supuesto, deben encantar a alguna gente—, conocer mil y un detalles de la vida de vulgares sujetos de carne y hueso, carentes del menor interés, de los que, cada día, se cruzan con nosotros por docenas.

      Además, un exagerado sentido práctico lo domina todo. No interesa más que lo concerniente a la realidad. Por eso —al estar tan adormecida, tan aletargada, la imaginación— casi todas las historias que se cuentan ahora están basadas en hechos reales.

      Pero, con este cambio radical hacia el realismo puro y duro, creo que hemos perdido una multitud de valores, que, de verdad, merecían la pena…

      De niños —aparte de la maravilla, el portentoso milagro, que supone despertar a la vida— contábamos con infinitos alicientes para aprender a soñar: seres fantásticos de toda índole acompañaban nuestra infancia a través de los cuentos. O, también, de los mágicos relatos de nuestros mayores: brujas, ogros, sirenas, magos, hadas, alfombras mágicas, lobos feroces, dragones, árboles de tronco hueco —habitados por viejísimos gnomos barbudos—, antiguas buhardillas —para albergar las viviendas de los duendes, como el mío—, babuchas mágicas —que andaban solas, haciendo su santa voluntad—, doncellas encantadas, paladines, divertidos bufones —con sus atuendos de color rojo escarlata, y sus gorros puntiagudos, adornados de cascabeles—, gentiles pajes, caballos voladores…

      Y esas fantasías nos remontaban, sin duda, a un mundo hermosísimo.

      Luego, tuvimos que crecer…

      Es un poco triste —aunque inevitable— que, por el hecho de llegar a ser adultos, vayamos dejando tantas cosas mágicas en el camino, renunciando a nuestros antiguos sueños.

      Es como una dolorosa, aunque necesaria, mutilación.

      Sí, resulta frustrante, en cierto modo, que ese cúmulo de tesoros, acumulados día a día, que constituyeron la urdimbre de nuestros primeros años, los vayamos cambiando, poco a poco, por la vulgaridad, la sensatez, la cotidianeidad, el gesto serio, la obligación de hacer un tremendo esfuerzo…, para terminar siendo casi un calco de los demás.

      Por supuesto, no vamos a estar toda nuestra vida anclados en la niñez, ni intentando vivir eternamente en un Cuento de Hadas, porque seríamos enfermos psíquicos. Pero, ¿por qué muchos de nosotros nos consideramos obligados a ser tan aburridos, tan graves, tan monótonos, tan repetidos y tan carentes de originalidad, solo por el hecho de hacernos mayores?

      Es cierto que, al crecer, un mundo nuevo se abre ante nosotros, lleno de infinitas posibilidades, de un sinfín de aventuras por vivir, de misterios y atracciones, de nuevas perspectivas. Aunque, también, de dudas, miedos y enigmas que resolver.

      Luego, al resultar la vida de los mayores tan distinta de la que nos habíamos forjado cuando éramos niños, al derrumbarse tantas ilusiones, solemos echar mano, como tabla de salvación, del entrañable rescoldo que nos quedó de nuestros primeros años, que —por lo menos, en mi caso— es imposible apagar del todo. Y surgen los frecuentes “retornos a la infancia”.

      Expresándolo de otro modo: los múltiples, innegables, valores que nos ofrece el mundo de los adultos, ¿son capaces de sustituir por completo nuestros antiguos paraísos de la niñez? ¿O nos quedará, para siempre, la añoranza de una belleza irrepetible, que se fue de nuestro lado —sin apenas darnos cuenta— mientras íbamos creciendo?

      …En primer lugar, creo que por el hecho de madurar no hay por qué renunciar a los sueños. Ni tampoco extender el oscuro manto del olvido sobre aquellos días, únicos y exclusivos, de nuestra niñez.

      Y no se trata de que yo padezca del llamado “complejo de Peter Pan”.

      De ningún modo. Porque nunca he pretendido seguir siendo niño toda la vida. Los niños suelen ser, por naturaleza, caprichosos. En cambio, yo, desde mi más temprana juventud, no me he permitido el más leve capricho. Los caprichos, aparte de indicar inmadurez, suelen ser muy costosos. Y jamás he sido derrochador.

      La mayoría de los niños, además, adolecen de lo que se conoce en psiquiatría como “sentimiento infantil de omnipotencia”. Creen que todo lo pueden con solo desearlo; y si no lo consiguen patalean y gritan.

      En ese aspecto, he sido siempre lo contrario. Jamás, ni siquiera durante mis primeros años, me consideré omnipotente. Sabía que no podía alcanzar la Luna o las estrellas, por mucho que lo intentara. Que era obligatorio renunciar a muchas cosas.

      Aprendí la lección muy pronto. Demasiado pronto, quizás…

      Lo que no deja de ser probable es que, en mi caso, la renuncia a los mencionados paraísos resultara más dolorosa de lo que suele ser para la inmensa mayoría. Puede que ello se debiera, por una parte, a mi forma de ser —en la que iba incluida la atracción por lo fantástico, por crear y recrear mitos, por remontarme a un mundo de ilusión— y, por otra, a una reminiscencia de graves contratiempos, no superados, cuando me encontraba, todavía, en plena adolescencia.

      Sea como fuere, lo que no estoy dispuesto a hacer es dejar arrinconadas las alas de mi imaginación, que siempre me han ayudado a volar —para eso son alas—, a remontarme, a soñar despierto. Sería muy triste.

      La fantasía puede ser hermosísima —es hermosísima, sin duda— y, además, no cuesta un céntimo.

      Y me duele pensar, sobre todo, que los niños, contagiados por el ejemplo de los mayores, se acostumbren a ser, únicamente, seres prácticos desde el momento de nacer. A no ver más allá de lo que sus sentidos alcanzan. Y dejen que sus pequeñas alas —aunque no todos cuentan con la dicha de poseerlas— queden olvidadas en un rincón.

      Cierto es que los avances técnicos experimentados en las últimas décadas son asombrosos: descomunales pasos de gigante, que avanzan en progresión ascendente. De los que yo, por supuesto, también participo y disfruto.

      Pero, de haber progresado la humanidad al mismo ritmo en otras facetas, nuestro mundo sería hoy completamente distinto: más humano, más libre y más hermoso.

      Algo está fallando. Algo primordial.

      Por mucho que la tecnología nos abra nuevas puertas cada día, se palpa hasta en el aire la necesidad de valores trascendentes: de poesía, de música —sin berridos—, de cultura —sin pedantería—, de altos ideales, de fantásticas leyendas, de relatos mágicos, de originalidad, de ideas propias, de sueños, de personajes extraordinarios…

      De otras aspiraciones del alma, capaces de remodelar nuestro mundo interior, ofreciendo una alternativa a esta forma de vivir, práctica y realista, en la que solo parece contar —aparte del trabajo, naturalmente— la cansina política, los deportes, la caza y la pesca, los viajes sin fin, el dominó, los juegos de cartas…

      Y,