haber tenido suficiente. Decir cuál de los dos había sufrido más castigo era harto difícil. Me lo llevé al fregadero donde, en la medida de lo posible pues no había jabón ni otros elementos adecuados, se limpió como pudo y luego lo mandé a su casa.
Puse la bicicleta en un carruaje y la llevé al taller de reparación más cercano. El encargado se quedó mirándola.
—¿Qué quiere usted que haga con eso? —preguntó.
—Quiero que la arregle en la medida de lo posible.
—Está realmente mal —dijo—, pero haré lo que pueda.
Hizo lo que pudo, que ascendió a dos libras y diez peniques. Sin embargo, la bicicleta nunca volvió a ser la misma. A fines de verano la dejé en manos de un vendedor a comisión. No quería engañar a nadie, y le dije que la publicitara como una máquina comprada el año anterior. Sin embargo, aquel hombre me aconsejó que no mencionara fecha alguna.
—En este negocio —dijo—, no se trata de qué es verdad y qué no, sino de lo que puedes lograr que se crea la gente. Ahora, entre usted y yo, no veo una bicicleta con un año de uso. Por lo que se refiere a su aspecto, más bien parece que tenga diez años. No diremos nada sobre la fecha. Simplemente veremos qué podemos sacar por ella.
Dejé el asunto en sus manos y más tarde me dio cinco libras que, según él, eran mucho más de lo esperado.
Hay dos maneras de hacer ejercicio con una bicicleta: puedes repasarla o puedes montarla. Después de todo, no estoy seguro de que un hombre que se entrega al placer de repasarla no obtenga el mayor beneficio. No depende del clima y el viento, y el estado de los caminos no le preocupa. Dale un destornillador, un par de trapos, una lata de aceite y algo para sentarse y será feliz durante el resto del día. Pero también tiene ciertos inconvenientes, por supuesto. Quien algo quiere algo le cuesta. Su aspecto será siempre el de un hojalatero, y su bicicleta dará la impresión de que, después de robarla, ha intentado disimularlo, pero como raramente se aventura más allá del siguiente poste del camino, eso importa poco.
El error que cometen algunas personas consiste en creer que pueden practicar ambas formas de deporte con la misma máquina. Es imposible, ninguna bicicleta resiste ese doble juego. Primero hay que decidir si uno quiere ser repasador o ciclista. Personalmente, prefiero pedalear, por eso tengo la precaución de no acercarme a nada que pueda tentarme a repasar la bicicleta. Cuando a mi bicicleta le pasa algo la llevo al taller más cercano. Si estoy muy apartado de la ciudad o del pueblo para llegar caminando, me siento en la cuneta y espero a que pase un carro. El mayor peligro, siempre amenazante, es el repasador errante. La vista de una bicicleta estropeada es para el repasador lo que un cadáver en una zanja para un cuervo, se abalanza encima con amables gritos de triunfo. Al principio solía ser educado y decía:
—No es nada, no se moleste. Pase de largo y diviértase, se lo pido por favor, tenga la amabilidad de marcharse.
De todos modos, la experiencia me ha enseñado que la cortesía no sirve en dichas ocasiones. Ahora digo:
—¡Lárguese y deje en paz mi bicicleta o voy a partirle esa cara de bobo!
Y si pareces decidido y llevas un buen garrote en la mano, por lo general consigues ahuyentarlo.
George vino más tarde y me dijo:
—Bueno, ¿crees que estará todo listo?
—Estará todo listo para el miércoles, excepto, quizá, tú y Harris.
—¿El tándem está bien?
—El tándem está bien.
—¿No crees que necesita que lo repasen?
—Los años y la experiencia me han enseñado que hay pocas cosas sobre las que un hombre hace bien siendo positivo —repliqué—. Consecuentemente, me queda un limitado número de cuestiones sobre los que tengo cierto grado de certeza. Entre estas aún sólidas creencias está la convicción de que el tándem no necesita ser repasado. También tengo el presentimiento de que, a menos que sea por encima de mi cadáver, de hoy al miércoles por la mañana ningún ser humano va a repasarlo.
—Yo en tu lugar no me pondría así —dijo George—. Llegará un día, quizá no tan lejano, en que esa bicicleta, con un par de montañas entre ella y el taller más cercano, necesite, a pesar de tu deseo crónico de dejarla en paz, ser reparada. Entonces clamarás a la gente para que te diga dónde has puesto la lata de lubricante y qué has hecho con el destornillador. Entonces, mientras te esfuerces en sostener la máquina contra un árbol, sugerirás que alguien te limpie la cadena o te hinche la rueda trasera.
Me pareció que había cierta justicia en la reprimenda de George y también una buena dosis de sabiduría profética. Así que le dije:
—Perdóname si te he parecido insensible. La verdad es que Harris ha venido esta mañana…
—No digas más, te comprendo. Además, he venido a hablarte de otro asunto. Mira esto.
Me entregó un pequeño libro encuadernado en tela roja. Era un manual de conversación inglesa para uso de los viajeros alemanes. Comenzaba con «En un barco de vapor» y terminaba «En la consulta del médico». El capítulo más largo estaba consagrado a la conversación en un vagón de ferrocarril que al parecer iba repleto de beligerantes y maleducados lunáticos: «¿Puede apartarse un poco de mi lado, caballero?» «Me es imposible, señora, mi vecino, este de aquí, es demasiado gordo.» «¿Podríamos acomodar mejor las piernas?» «¿Tendría la amabilidad de bajar los codos?» «No tenga inconveniente, señora, en que mi hombro le sirva de apoyo.» Y nada indicaba si todo aquello debía decirse de un modo sarcástico o no. «Realmente he de suplicarle que se aparte de mí un poquito, señora, casi no puedo respirar.» La idea del autor, presumiblemente, era que a esas alturas todo el mundo ya estaba revolcándose por los suelos. El capítulo concluía con la frase: «¡Ya hemos llegado a nuestro destino, gracias a Dios!» (Gott sei Dank!), una piadosa exclamación que bajo aquellas circunstancias debía de cantarse a coro.
Al final del libro había un apéndice en el que se daban consejos al viajero alemán concernientes a la protección de su salud y comodidad durante su estancia en las ciudades inglesas. Entre estos destacaban viajar siempre con una buena provisión de polvos desinfectantes, echar siempre el cerrojo de la puerta de la habitación por las noches y no dejar nunca de contar cuidadosamente la calderilla.
—No es una publicación muy brillante —señalé, devolviéndole a George el libro—. No se la recomendaría personalmente a ningún alemán que tuviera que visitar Inglaterra. Creo que haría que resultara antipático. No obstante, he leído libros publicados en Londres para el uso de viajeros ingleses por el extranjero que abordan la cuestión con la misma estupidez. Parece que algún idiota con educación, malentendiendo siete idiomas, ha escrito estos libros para crear confusión y desinformar a la Europa moderna.
—No negarás —dijo George— que existe gran demanda de ese tipo de libros. Sé que se venden a miles. En las ciudades europeas debe de haber personas que van diciendo ese tipo de cosas.
—Es posible —dije—, pero por suerte nadie las entiende. Yo mismo he visto hombres de pie en los andenes de las estaciones y en las esquinas de las calles leyendo esos libros en voz alta. Nadie sabe en qué idioma hablan, nadie tiene la menor idea de lo que dicen. Quizá sea mejor así, porque si los entendieran probablemente serían agredidos.
—Quizá tengas razón. Sería interesante ver qué ocurriría si los entendieran —contestó George—. Propongo ir a Londres el miércoles temprano y pasar una hora o dos de compras con la ayuda de este libro. Hay un par de cosas que necesito: un sombrero y un par de zapatillas. Nuestro barco no sale de Tilbury hasta las doce, y eso nos da el tiempo justo. Quiero probar ese estilo de conversación en un lugar donde pueda juzgar sus consecuencias. Quiero ver qué efecto surte en los extranjeros que les hablen de esta manera.
Me pareció una idea divertida. En mi entusiasmo, me ofrecí a acompañarlo y esperar fuera de las tiendas. Le dije que pensaba que a Harris también le gustaría estar dentro, o más bien fuera.