haciendo las dos cosas a la vez. Creo que si una mujer quisiera una tiara de diamantes diría que la quería para ahorrarse el gasto de un sombrero.
—¿Cuánto calculas que te va a costar la cocina? —le pregunté. Me interesaba el tema.
—No lo sé —respondió Harris—, otras veinte libras, supongo. Luego hablamos del piano. ¿Alguna vez te has fijado en las diferencias entre un piano y otro?
—Parece que unos suenan más alto que otros —dije—, pero uno acaba acostumbrándose.
—Al nuestro le fallan los agudos. Por cierto, ¿qué son los agudos?
—Es lo más chillón del cachivache —le expliqué—, la parte que suena como si le pisaras el rabo. Las piezas brillantes siempre acaban con una floritura aguda.
—Pues quieren más —dijo Harris—, nuestro piano no tiene bastante de eso. Lo pondré en el cuarto de las niñas, y compraré uno nuevo para el salón.
—¿Algo más? —pregunté.
—No —dijo Harris—, no creo que se le ocurra nada más.
—Ya verás como cuando vuelvas a casa ya se le habrá ocurrido algo —señalé.
—¿Como qué? —dijo Harris.
—Como una casa de verano en Folkestone.
—¿Para qué va a querer una casa en Folkestone? —exclamó Harris.
—Para vivir en ella —sugerí—, durante los meses de verano.
—Pero si en vacaciones se va con las niñas a Gales a ver a los suyos. Nos han invitado.
—Probablemente —señalé—, se irá a Gales antes de ir a Folkestone, o quizá pase por Gales de regreso a casa, pero querrá una casa de verano en Folkestone de todos modos. Puede que me equivoque, por tu bien espero que así sea, pero tengo el presentimiento de que no.
—Este viaje va a salir caro —reflexionó Harris.
—Fue una sugerencia estúpida —dije—. Desde el principio.
—Fuimos tontos al hacerle caso —dijo Harris—. Uno de estos días nos meterá en un verdadero lío.
—Siempre ha sido un atolondrado —señalé.
—Un testarudo —añadió Harris.
En ese preciso instante oímos su voz en el vestíbulo, preguntando si había llegado el correo.
—Mejor no le decimos nada —sugerí—, ya es demasiado tarde para echarnos atrás.
—No habría ninguna ventaja en ello —replicó Harris—. Tendría que pagar el baño y comprar el piano de todos modos.
George entró de buen humor en la habitación.
—¿Ha ido todo bien? —preguntó—. ¿Lo habéis conseguido?
Algo en su tono no me gustó demasiado, y noté que Harris también se había fijado.
—¿Conseguir el qué? —dije.
—Pues, vaya, lo del viaje.
Pensé que era el momento de hablar claro con George.
—En la vida de casado —dije—, el hombre propone, la mujer obedece. Es su deber, todas las religiones lo enseñan así.
George juntó las manos y fijó la mirada en el techo.
—Podemos bromear un poco sobre eso —continué—, pero cuando llega el momento de la verdad, es lo que siempre ocurre. Hemos dicho a nuestras esposas que nos vamos. Naturalmente, se han entristecido. Preferirían venir con nosotros. O, en su defecto, que nos quedáramos con ellas. Pero les hemos explicado nuestros deseos al respecto… y ahí se ha acabado la cosa.
—Perdonadme, no lo había entendido —dijo George—. Solo soy un soltero. La gente me cuenta esto y lo otro y lo de más allá, y yo simplemente escucho.
—Ahí es donde te equivocas —dije—. Cuando quieras información ven a mí o pregúntale a Harris y te diremos la verdad sobre estas cuestiones.
George nos lo agradeció y procedimos a tratar el asunto que teníamos entre manos.
—¿Cuándo partimos? —preguntó George.
—Por lo que a mí respecta, enseguida —replicó Harris—. Cuanto antes mejor.
Su idea, imagino, era irse antes de que a la señora Harris se le ocurrieran otras cosas. Acordamos partir el miércoles.
—¿Qué hay de la ruta? —dijo Harris.
—Tengo una idea —dijo George—. Aventuro que estáis deseosos de aumentar vuestra cultura, ¿verdad?
—No tenemos deseos de convertirnos en fenómenos —puntualicé—. Hasta un grado razonable, sí, siempre y cuando no implique grandes gastos y a ser posible con poco esfuerzo personal.
—Puede hacerse —dijo George—. Ya conocemos Holanda y el Rin. Pues bien, sugiero que tomemos un barco hasta Hamburgo, visitemos Berlín y Dresde y sigamos hasta la Selva Negra, pasando por Núremberg y Stuttgart.
—Hay lugares preciosos en Mesopotamia, según me han dicho —murmuró Harris.
George dijo que Mesopotamia estaba muy apartada de nuestro camino, y que la ruta de Berlín a Dresde era más practicable. Para bien o para mal, nos persuadió para que aceptáramos su propuesta.
—Supongo que llevaremos las bicicletas como siempre —dijo George—, Harris y yo en el tándem, y J…
—No me parece bien —interrumpió Harris con firmeza—. Tú y J. en el tándem y yo solo.
—A mí me da lo mismo —encajó George—. J. y yo en el tándem, Harris…
—No tengo inconveniente en turnarnos —interrumpí—, pero no voy a cargar con George todo el camino, deberíamos repartirnos la carga.
—Muy bien —dijo Harris—, nos la repartiremos. Pero bajo la ineludible condición de que él también tenga que esforzarse.
—¿De que tenga que qué? —dijo George.
—Esforzarse —insistió Harris—. A lo largo de todo el camino, pero especialmente en las subidas.
—¡Por favor! —exclamó George— ¿Es que vosotros no pensáis hacer nada de ejercicio?
Siempre se generan situaciones desagradables en torno a este tándem. La teoría del que va delante es que el que va detrás no hace nada. La del que va detrás es que solo él aporta la fuerza motriz y que el otro se limita a resoplar. Es un misterio que nunca se resolverá. Es muy molesto que cuando la Prudencia te susurra a un oído que no te excedas en tu esfuerzo para no enfermar del corazón mientras la Justicia te pregunta al otro oído: «¿Por qué deberías ser tú quien lo haga todo? Esto no es una calesa. Él no es tu pasajero», oigas al otro refunfuñar:
—¿Qué pasa? ¿Has perdido los pedales?
En cierta ocasión, durante sus primeros días de casado, Harris se disgustó mucho debido a esta imposibilidad de saber lo que hace el que va detrás. Iba pedaleando con su esposa por Holanda. Las carreteras estaban llenas de baches y el tándem saltaba continuamente.
—Agárrate —dijo Harris sin volver la cabeza.
Pero lo que entendió la señora Harris cuando él dijo «agárrate» fue «bájate», algo que ninguno de los dos puede explicar.
La señora Harris razonaba así: «Si me hubieras dicho agárrate, ¿por qué iba a bajar?».
Harris, en cambio razonaba así: «Si hubiera querido que te bajaras, ¿por qué iba a decirte agárrate?».
La amargura del suceso se desvaneció, pero hasta la fecha siguen discutiendo sobre aquello.