Los aficionados del atlético han sido y son bien conscientes de este hecho y normalmente ya saben a qué atenerse con su equipo.
Cuesta acercarse a las esencias. Cuando intentamos definirlas se nos escapan de las manos como el agua de un río; y con la esencia del Atlético pasa lo mismo que cuando Sócrates nos cuestionaba acerca de la bondad, de la piedad si queréis, en el diálogo platónico Eutifrón.
Si hay que definir la esencia del Atlético, es posible que todos estemos de acuerdo en algunos aspectos entre los que podrían estar: una cierta tendencia a jugar al contragolpe; ser el «pupas» con todo lo que eso significa y tener la capacidad de hacer lo mejor y lo peor. Pero esto último no de cualquier manera, pensemos que hay muchos equipos capaces de lo mejor y lo peor, lo propio del Atleti es que tiene la específica propiedad de hacer lo mejor cuando se espera lo peor, y lo peor cuando se espera lo mejor.
Con estas afirmaciones nos estaremos acercando a la esencia del Atleti, pero solo acercándonos. De igual manera que nos acercamos a la esencia de la piedad cuando digo que alguien lo es por el hecho de ayudar a quien lo necesita, o por no ser prepotente o agresivo con los más débiles.
Ahora bien: ¿cómo dar con la llave que nos defina esa cualidad presente en los autores de ambas acciones? ¿Cómo ser capaces de llegar hasta la esencia del Atlético de Madrid?
Por eso cuando le preguntas a alguien que por qué es del Atleti, te responde con presteza que el Atleti es un sentimiento, que es algo que no se puede explicar. Me recuerda esto al intuicionismo de Scheler cuando afirma que los valores, las esencias, simplemente se captan, y se captan con una facultad que no es propiamente hablando la razón, sino una especie de intuición emocional. Señores, con el corazón hemos topado; ya decía Platón que el amor era una poderosa fuerza para llegar hasta las ideas, que al fin al cabo son esas esencias de las que venimos hablando.
Así pues, puede que al final esas esencias, ese ser de las cosas, más que definirse se acabe sintiendo, pero no como se siente un pinchazo o una quemadura, sino como se siente la belleza, la bondad, como se siente el Atlético.
Soy madridista, para qué ocultarlo, pero en mi juventud la mayoría de mis mejores amigos eran del Atlético, y aunque la vida después me ha ido alejando de algunos de ellos, aún guardo de los mismos un gratísimo recuerdo.
Gente entrañable la atlética. Desde aquí les mando un fuerte abrazo a todos ellos.
¡Forza Atleti!
Por cierto: puede que alguien piense que con Antic las cosas cambiaron porque el Atleti hizo doblete, o que en los últimos tres años se ha dejado atrás el calificativo de «pupas» al conquistar dos copas de la uefa. Cierto, pero eso es el Atleti, capaz de hacer lo mejor cuando nadie lo espera, y hacerlo a lo grande, sí señor.
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A hombros de los pequeños gigantes
Si alguna vez visitáis Dundee, en la costa este de Escocia, y preguntáis a algún lugareño que acierte a pasar cerca por The Little giants, «los pequeños gigantes», lo más probable es que ocurra una de estas dos cosas: que muestre una cierta indiferencia; o bien que sonría con marcado aire de nostalgia.
Todo dependerá de si es seguidor del Dundee o del Dundee United; los dos equipos de la ciudad y que mantienen entre sí una importante aunque deportiva rivalidad.
Si habéis tenido suerte y es del United, es muy posible que se detenga y con un cierto brillo en su mirada pase a relataros una de las gestas más brillantes que ese club ha escrito a lo largo de su historia.
Aún es un hombre joven, tiene aproximadamente 39 años, y mientras empieza a hablaros, su memoria vuelve hacia atrás en el tiempo. En concreto 22 años atrás, y de repente estamos en un día de mayo de 1987. Esa tarde él está en Tennedice Park, el estadio del Dundee United. Ha ido con su padre, los dos orgullosos con sus bufandas y camisetas naranjas. Lo que hoy va a ocurrir allí es algo que no pueden perderse. Su modestísimo equipo juega el partido de vuelta de la final de la copa de la uefa contra el Goteborg de Suecia.
En realidad es un milagro que haya llegado tan lejos, y por si eso fuera poco, tienen el título relativamente cerca; solo deben remontar el 1-0 del partido de ida, y la mitad de la ciudad de Dundee cree que el milagro es posible.
Pero dejemos a este simpático escocés con sus sueños y con sus recuerdos, porque yo también quiero hablaros de los míos. Y es que, de alguna manera, yo también estaba ese día en Tennedice. Bueno, realmente estaba en mi casa, pero puntual y expectante delante del televisor dispuesto a comprobar si el modesto Dundee United remontaba la eliminatoria y se alzaba con el título.
Sí, yo estaba allí, porque en aquel entonces yo era un adolescente idealista que aún creía en el fútbol. En verdad no solo creía en él, sino que lo amaba por encima de otras muchas cosas.
Tal vez sea esa la razón por la que aún recuerdo con toda claridad los dos acontecimientos extraordinarios que marcaron mi juventud futbolística, si es que puedo llamarla así.
Cuando hablo de dos acontecimientos extraordinarios, quiero decir justamente eso, dos hechos fuera de lo normal, lejos de lo ordinario, pero de naturaleza absolutamente dispar. En uno de ellos pude ver las sombras, el horror más absoluto; en el otro, la luz, la belleza en el fútbol.
El primero de ellos había tenido lugar dos años antes, en 1985.
En la primavera de ese año se enfrentaron en el estadio Heysel de Bruselas, el Liverpool y la Juventus de Turín. Por entonces eran los dos mejores equipos del continente y en esa final se jugaban la Copa de Europa. No se podía pedir más.
Sin embargo, pronto el fútbol quedó en un segundo plano dando paso al drama y a la desolación.
Unos cuantos hinchas del Liverpool echaron a correr intentando amedrentar a los seguidores rivales, cosa por cierto relativamente frecuente por entonces en los campos ingleses. Este hecho, unido a una pésima organización provocó la tragedia. Muchos aficionados, la mayoría italianos, intentando huir de los ingleses que se les echaban encima, se apelotonaron contra las vallas y murieron aplastados.
Nick Hornby, escritor inglés y futbolero de pro, sostiene la curiosa teoría de que la relación entre una hinchada y su equipo es mucho más profunda de lo que se pudiera pensar en un principio, y llega a afirmar que aquellos clubs que tienen unos seguidores con un comportamiento negativo o violento acaban perjudicando a su club desde un punto de vista deportivo.
Yo no sé si eso es cierto o no, pero sí tiendo a pensar que aquel día cambió la historia del Liverpool y no precisamente para bien.
Es, desde luego, indiscutible que la gente del Liverpool nunca ha destacado, en general, por su mal comportamiento, es más, en muchas ocasiones ha dado grandes muestras de deportividad. Pero aquel día, con su terrible actitud, un puñado de hinchas ingleses hirieron a su club en lo más profundo del alma.
Como decía, la historia pareció girar a partir de entonces, y después de que la inercia que el Liverpool llevaba se fuera agotando, dejó de ser poco a poco y como en silencio el equipo más fuerte de Inglaterra, y por supuesto de Europa, donde no pudo competir por sanción durante muchos años. Su lugar lo ocupó el Manchester, que acabó convirtiéndose en el rey de las islas.
La crisis del Liverpool ha sido tan profunda que nunca ha ganado la Premier League desde que lleva ese nombre. A veces ha intentado levantarse, y momentáneamente lo ha conseguido, fue campeón de Europa con Benítez, pero no ha podido volver a ser lo que fue.
Llevando estas cuestiones de los comportamientos y las actitudes al ámbito personal, que es el que en puridad les corresponde, con el paso del tiempo me voy convenciendo de que los actos que a las personas nos comprometen moralmente, por poco trascendentes que puedan parecer, no deben ser reducidos en su importancia y tenidos por algo poco relevante.
Lo que quiero decir es que, aunque a veces no le demos especial valor a hacer lo que debemos, tiene seguramente mucha más trascendencia de lo que pensamos.
No es ya que sea necesario ser virtuoso para ser feliz,