a partir de los elementos más simples, sino también de dividir los problemas complejos con el fin encontrar sus partes más sencillas, ya que así sería más fácil alcanzar la solución.
De manera análoga los entrenadores suelen gustar de jugadores que, sin complicarse y sin hacer demasiadas florituras, cumplan correctamente con su obligación en el campo, es decir, prefieren futbolistas que hagan las cosas fáciles y sencillas eludiendo el riesgo y las complicaciones.
Pero si hay un pensador que ha destacado por buscar la sencillez y por tratar de eliminar todos aquellos conceptos que no son operativos a la hora de explicar la realidad, ese fue Guillermo de Ockham.
Guillermo de Ockham nació en la ciudad de la cual tomó su nombre, en 1285 y desde su más tierna infancia demostró un carácter un poco díscolo y rebelde. Pronto ingresó en la orden de los franciscanos, pero ese carácter le llevó en no pocas ocasiones a tener problemas serios con las autoridades eclesiásticas. En concreto, en el año 1324 el filósofo fue llamado a la sede papal de Avignon con el fin de responder a unas acusaciones que se le habían hecho a raíz de sus comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo, un texto que se utilizaba a modo de manual en los centros de estudio de la Edad Media.
La acusación principal que se le hacía tenía como base el hecho de que Ockham había afirmado que ni Jesucristo ni los apóstoles habían tenido propiedad privada y que, por tanto, ni el papa ni ningún cristiano deberían tenerlas tampoco.
Cómo es lógico esta posición no era aceptada de muy buen grado por la jerarquía eclesiástica, y como consecuencia Ockham tuvo que huir a Pisa antes de que las cosas se pusieran más feas de lo que ya estaban.
La fuga parece que fue bastante espectacular, en plan Tom Cruise, de noche y con caballos robados; y es que míster William era un tipo de carácter. Desde allí marchó a Munich donde el emperador Luis IV de Baviera le ofreció su protección. A partir de ese momento Ockham tuvo multitud de problemas con los papas que ocuparon el trono de San Pedro y aunque al final intentó reconciliarse con Clemente VI no está claro si llegó a conseguirlo.
Lo cierto es que Guillermo de Ockham es un pensador esencial para entender el paso de la Edad Media al Renacimiento. La obra del filósofo británico va a significar una crítica muy dura frente a la concepción de la realidad que tenía la filosofía escolástica encabezada por Tomás de Aquino que a partir de esta época va a entrar en una profunda crisis.
Pensemos además que el siglo xiv, en el que transcurre la mayor parte de la vida del filósofo inglés, es un siglo en el que la burguesía empieza a tener cierto poder e influencia en Europa, y en este sentido el pensamiento de Ockham pretendió ser una reacción frente a las inmoralidades y excesos que los primeros brotes del capitalismo estaban introduciendo en la jerarquía eclesiástica.
La labor de nuestro protagonista es muy importante ya que sobre sus anchas espaldas filosóficas va a caer el peso del giro intelectual de la historia, al igual que sobre las espaldas de Beckenbauer recayó el de Alemania durante mucho tiempo. Es pues Ockham tanto el último pensador medieval como el primero moderno. Su contribución a aspectos como el origen de la ciencia moderna, la separación del poder civil y eclesiástico o la valoración del lenguaje como principal campo de reflexión filosófica, son indudables. Don Guillermo va a lanzar una nueva mirada hacia la realidad, hacia al mundo.
Recordemos a la escolástica representada como figura clave por Tomás de Aquino. Esta forma de pensamiento trataba de ordenar la realidad desde la fe, desde la trascendencia, en una palabra, desde Dios. Sin embargo Ockham pretendió cambiar la perspectiva; su mirada hacia el mundo se sitúa a nivel de las cosas, es una mirada que se proyecta desde la razón, desde el propio sujeto.
Razón y fe van a dejar de configurar la armonía ideal que venían manteniendo durante buena parte del Medievo y van a empezar a tener ámbitos de trabajo totalmente diferentes. Para la razón quedará el mundo que nos rodea, todo aquello que podamos calificar de natural, mientras que la fe ve reducido su campo al ámbito de lo sobrenatural.
En realidad el problema de las relaciones entre la fe y la razón se llevaba arrastrando desde toda la Edad Media. El asunto llegó a su colmo con el averroísmo latino representando por Sigerio de Brabante, al que se le ocurrió sugerir que a pesar de que las verdades de la razón y de la fe eran contradictorias, se hacía necesario aceptar las dos. Según lo que afirmó Sigerio, el alma sería, por medio de la razón —Aristóteles— mortal, y por medio de la fe, inmortal. Casi nada.
Le corrieron a gorrazos al bueno de Sigerio que tuvo que salir por piernas de París huyendo de la Inquisición. En esto saltó a la palestra Tomas de Aquino, que en cuestiones teológicas se apuntaba a todas las broncas, en plan Di Canio, entre italianos anda el juego, diciendo que eso era inconcebible y que aunque fe y razón eran dos caminos distintos, nunca podían ser contradictorios ya que eso nos alejaría de la única verdad absoluta que, para el aquinatense, era Dios.
En la medida en que fe y razón no eran contradictorias había una zona de confluencia que permitía que ciertas verdades, como la existencia de Dios, fueran alcanzadas por ambos caminos: fe y razón.
Es esa zona de confluencia la que destierra Ockham afirmando que fe y razón son fuentes de información distintas con contenidos también diferentes. Cada una tiene su campo de trabajo de tal forma que no pueden ser ni confluentes ni contradictorias. El británico llega a afirmar que ni siquiera la existencia de Dios puede ser demostrada racionalmente. Es algo que hay que creer y punto.
En esta nueva perspectiva, que no es otra cosa que el germen de la modernidad, se obliga a la razón a salir a escena, igual que a un suplente que está en el banquillo y sobre él recae la tarea de solucionar el partido. La razón va a ser a partir de ahora la que va a tener que sacar las castañas del fuego. Se acabó lo de ser comparsa de la fe.
Daría la impresión de que Ockham está atisbando la necesidad de que el hombre abandone su minoría de edad intelectual, afirmación que mucho tiempo después se convirtió en uno de los lemas de la Ilustración.
La cuestión es que para que el hombre empiece a utilizar de manera conveniente y autónoma su razón, es necesario que empiece a conocer las cosas a través de una nueva ciencia. Una nueva ciencia de la que Ockham no es en realidad creador, pero sí indiscutiblemente impulsor.
Conviene no olvidar que las ideas del inglés fomentaron la investigación empírica, esto es, basada en los datos de los sentidos, ya que él estaba convencido de que solo la observación permitiría conocer las leyes que intervienen en cada proceso. Pensaba que solo se puede conocer científicamente aquello que es controlable y verificable mediante la experiencia. Frente a la descripción metafísica de la escolástica, Ockham trata de conseguir un conocimiento del mundo basado en la observación y en la experiencia.
La navaja
Para ello, y aquí es donde entra a jugar un papel muy importante el criterio científico conocido como navaja de Ockham, que no quiere decir que el franciscano fuera por ahí machete en mano amenazando al personal, sino que era necesario acometer la tarea de simplificar y de esta manera eliminar aquellas nociones y conceptos con los que la filosofía escolástica quería explicar el mundo.
La navaja de Ockham es pues un criterio filosófico científico que viene a decir que lo más sencillo es lo más racional. Se hacía preciso entonces cortar con esa afilada navaja todos los conceptos y categorías que el lenguaje filosófico y científico anterior había utilizado para tratar de explicar la realidad. Conceptos que más que aclarar lo que hacían era complicar más la situación.
Según nuestro filósofo todos esos conceptos tales como los de sustancia, esencia, universales, materia, forma, entendimientos... más que explicar el mundo nos los ocultaban. Creo que sería parecido a lo que pasa con un equipo que multiplica los pases en el centro del campo sin buscar la verticalidad y acaba perdiendo la pelota en peligrosa situación.
La navaja de Okham entonces propone no multiplicar los conceptos sin necesidad, no se puede hacer difícil lo fácil, no tiene sentido, y por tanto su método, actuando como un afilado cuchillo, acabará con toda aquella jerga filosófica que considere innecesaria.