ambos, ya que a Dios se le considera como ser Necesario, lo que significa que no puede no existir, mientras que a las criaturas se las califica como contingentes, es decir, seres que existen pero podrían no haber existido. Este planteamiento lo único que intentaba era apuntalar filosóficamente la creación del mundo y, de los seres que en él habitan, por parte de Dios, con la consiguiente diferencia de realidad en entre uno y otros.
El cuarto asunto tiene que ver con las disputas entre el papa y el emperador por sus parcelas y ámbitos de poder. Esto me recuerda en dimensión futbolera a las broncas que hoy en día se montan entre el director deportivo y el entrenador. La última célebre ha tenido a Valdano y a Mourinho como protagonistas y se ha saldado con la salida por parte del argentino del Real Madrid hace ya unas temporadas.
Pero bueno, vamos al grano. En aquella época la inmensa mayoría de los pensadores cristianos propuso una autonomía clara entre ambas esferas —vamos, que cada uno a lo suyo—. Si bien y en la medida en que el fin del hombre no es terrenal sino espiritual, el poder del Estado estaba teóricamente subordinado al de la Iglesia, con lo que el papa tenía una cierta preeminencia sobre los reyes. Cosa que en la práctica no ocurría siempre, ni mucho menos.
Fe y razón: dos caminos hacia la verdad
Y así llegamos al tema de reflexión por excelencia en la Edad Media y el que más nos interesa ahora. Este no es otro que las relaciones entre la fe y la razón. Un tema que anticipamos en el capítulo de la navaja de Ockham, pero que vamos a estudiar ahora con mayor profundidad.
Ya hemos mencionado más arriba cómo ambas instancias llegan representando a las dos tradiciones culturales de las que somos herederos: el mundo grecolatino y la religión cristiana. De esta manera, y desde muy pronto, se abrirán en torno a ellas muchos y variados problemas. Los pensadores medievales se preguntarán si son compatibles o contradictorias, cuál tiene más importancia de las dos y a cuál corresponde la última palabra..., estas y otras serán las cuestiones que se intentará responder con respecto a este asunto.
Desde principios de la Edad Media ya surgieron ambas corrientes de pensamiento, y hubo quien dio una importancia fundamental a la razón, los llamados dialécticos, mientras que otra línea priorizaba la fe. Estos eran los llamados antidialécticos.
Una de las figuras más importantes del pensamiento medieval fue Agustín de Hipona (354-430). El filósofo cristiano reflexionó, como no podía ser de otra manera, acerca de las relaciones entre la fe y la razón. Su opinión al respecto se resume con la famosa fórmula: Intellige ut credas, crede ut intelligas, lo que viene a significar «entiende para creer y cree para entender». Con este planteamiento San Agustín dejó muy claro que la fe ya no es algo irracional, por lo que ambas instancias pueden colaborar trabajando en armonía con el fin de alcanzar la última y definitiva verdad para un cristiano, que no es otra que Dios.
El problema es que este planteamiento de Agustín de Hipona, lo mismo que va a pasar más tarde con el de san Anselmo, no acaba de diferenciar claramente entre fe y razón por lo que se acaban confundiendo los dos caminos. En definitiva, no hay una separación clara y eso complica las cosas.
Por si fuera poco en el siglo xiii aparecerá el averroísmo latino con su principal representante, Sigerio de Brabante, del que ya hemos hablado. Sin embargo me vais a permitir que abordemos ahora su planteamiento con algo más de detalle.
El averroísmo latino era una corriente filosófica formada por pensadores cristianos seguidores de Averroes, uno de los principales comentaristas y conocedor del pensamiento aristotélico.
La cuestión es que el averroísmo latino defendía la teoría de la doble verdad, planteamiento según el cual había dos verdades no solo distintas sino también contradictorias: una, la verdad de la fe y otra, la de la razón. Así las cosas, el averroísmo venía a decir que afirmaciones como la eternidad del mundo era verdadera según la razón, es decir, según Aristóteles, mientras que era falsa de acuerdo con la fe, ya que para la teología cristiana el mundo es creado.
Lo mismo ocurría con la supuesta inmortalidad del alma, ya que según la razón y Aristóteles el alma humana es mortal, mientras que según la fe cristiana, el alma es inmortal.
La teoría defendida por el averroísmo era un intento desesperado por mantener la autonomía de la razón frente a la fe, sin embargo complicaba extraordinariamente las cosas hasta dejar el problema en un callejón sin salida.
En este estado de cosas es cuando aparece Tomás de Aquino (1225-1274) en plan Vicente del Bosque, intentando encontrar una solución que pase necesariamente por el equilibrio y conciliación entre ambas instancias. Una solución que reconozca la diferenciación clara entre razón y fe pero negando radicalmente su carácter contradictorio.
Tomás de Aquino era un crack de esto de la filosofía y el estudio. Nació en una familia con posibles, pero era el más pequeño de sus hermanos, así que con cinco años le tocó ir a estudiar a la abadía de Montecassino, donde su tío manejaba el cotarro. Era tan pequeño el amigo que parece que tuvo que acompañarle su nodriza para que no se muriese de frío y de hambre.
Ahora, al poco tiempo de estar allí el pequeño Tomás empezó a dejar con la boca abierta a todo el personal con su capacidad para aprender y memorizar lo que fuera menester.
A medida que se fue haciendo mayor comenzaron las desavenencias con su familia. Tomás quería hacerse dominico y decidió marcharse a Bolonia para seguir sus estudios, pero la familia pretendía que sucediera a su tío en el control de Montecassino. Su madre, que no andaba con bromas, mandó a sus hermanos, militares de profesión, en su busca. Dieron con él y a punta de espada fue obligado a regresar.
Por si esto fuera poco, el castillo familiar de Roccaseca era la prisión que se le había preparado. Allí estuvo recluido más de un año, tiempo que su familia utilizó para intentar doblegar su voluntad.
Se cuenta que con la intención de hacerle abandonar los hábitos, alguien de su entorno introdujo en su aposento a una joven —que no debía de estar nada mal—, con la intención de seducir al bueno de Tomás. Pero a este no se le ocurrió otra cosa que coger un tizón ardiente de la lumbre que calentaba su habitación y esgrimirlo ante la joven, que salió como Gento por banda en sus tiempos. (Hay que tener valor para hacer eso del tizón, lo del valor entendedlo como queráis.)
Cuando la joven salió profiriendo alaridos parece que Tomás trazó una cruz en la pared y se postergó ante ella.
Tremendo.
La vigilancia de su madre se fue relajando y un buen día el joven Tomás se descolgó por la ventana bajo la que le esperaban sus amigos dominicos con unos caballos a punto. Ya no le volvieron a ver el pelo.
Un hombre con las ideas claras este santo Tomás.
Pero volvamos al asunto. El primer punto que Tomás establece es la neta distinción entre razón y fe. En su opinión son dos caminos independientes y autónomos. La fe conoce de arriba abajo, partiendo de la revelación divina, mientras que la razón conoce de abajo arriba, partiendo de los datos de los sentidos.
En segundo lugar nuestro filósofo afirma que estos dos caminos no pueden ser contradictorios, es decir, las verdades de la fe y de la razón no se contradicen, ya que la verdad es una sola y solo lo falso es lo contrario de lo verdadero.
Como tercer punto marca una zona de confluencia. Esto significa que aunque Tomás de Aquino reconoce la existencia de una verdad total, establece dentro de esta varios tipos de verdades. Vamos con ellas.
Habrá verdades que se alcancen solo por medio de la razón, como por ejemplo, a cuántos grados equivalen los tres ángulos de un triángulo. Estas son las verdades naturales.
Por otra parte habrá verdades que se alcanzarán exclusivamente mediante la fe, ya que no son asequibles a la razón humana. A estas las llama Tomás de Aquino artículos de fe; son verdades como la Encarnación o la Trinidad y se encuentran en la revelación divina, es decir, en los textos sagrados.
Llegamos así a la zona de confluencia, y es que existe un tercer tipo de verdades que serán accesibles por ambos caminos, tanto por medio de la fe