mundo gastronómico que vivimos activamente. En esta nueva realidad, emerge una suerte de triángulo del conocimiento formado por los ámbitos de la física, la biología y las nuevas tecnologías, con la creación de sinergias fascinantes entre unos y otros, que nos ofrecerán momentos de gran bienestar emocional.
Tratamos de escenificar los colores de las emociones, tanto de tipo interno como externo, a través de los gustos, de los olores y del aspecto visual. Queremos que nuestra cocina flirtee con la poesía. Queremos despertar un anhelo, un deseo, y conseguir saciarlo de memorias. Es aquí donde la cocina tecnoemocional toma el relevo de la nouvelle cuisine, y nosotros apostamos decididamente por ella. Disfrutar cada vez más del olor y del gusto, así como del tacto de nuestros recuerdos. Incidir en la insinuación y la esencialidad nos acerca al sentido más evocador, el más vinculado a las emociones, a las imágenes, recuerdos y relatos: el olfato. Las líneas abiertas de la cocina que proponemos pretenden mostrar color, temporalidad, conciencia, ciencia, atrevimiento y agricultura social, además de exhibir una localización geo-climática concreta, eso sí, dejando rezumar también el mestizaje que nos ha llegado desde generaciones pasadas y lugares lejanos. Recibimos la inspiración del Mediterráneo, de la luminosidad, del espíritu de libertad, del liderazgo cultural ancestral, con el sabor como hilo conductor. Asimilamos una luz que no ciega, una luz que no se esconde, una luz privilegiada. En una sociedad de tendencias globales, procuramos mostrar los hábitos culturales más cercanos con orgullo. Pensar universalmente y actuar destacando los productos agroalimentarios de proximidad.
A nuestro entender, la cocina futura se moverá entre la tendencia productivista y la elaboracionista, como siempre ha ocurrido en la historia de la gastronomía. Estamos convencidos de que los canelones, las croquetas de jamón y el gazpacho pueden convivir con la esferificación y los artificios miméticos. La cocina de El Celler de Can Roca quiere ser una propuesta fresca y reflexiva, que se desnuda y se viste (como si desnudarse y vestirse fueran una sola cosa) con técnicas utilizadas desde la madurez conceptual, pero meramente insinuadas y priorizando siempre el sabor.
El proceso creativo, plasmado en los dieciséis capítulos de este libro —Tradición, Memoria, Academicismo, Producto, Paisaje, Vino, Cromatismo, Dulce, Transversalidad, Perfume, Innovación, Poesía, Libertad, Atrevimiento, Magia y Sentido del humor—, es una realidad vital y de pensamiento conformada a partir de lo que hemos hecho los últimos veinticinco años.
Aunque la vocación del cocinero nos lleve por los caminos de la artesanía, el objetivo se acerca más a la orfebrería, con la actitud artística e innovadora como incentivo fundamental. En nuestra opinión, el cocinero no es exactamente un artista, pero sin duda debe actuar con libertad, reivindicando constantemente la creatividad y navegando en una cocina cálida, donde tenga cabida la alternativa acústica de formato directo así como la opción sinfónica de construcción más compleja. La tendencia culinaria que nosotros queremos seguir tiene cuatro puntos cardinales: autenticidad, audacia, generosidad y hospitalidad. Apostamos por una actitud sencilla y proactiva hacia los nuevos horizontes culinarios de revolución emocional. Nosotros «cocinamos para hacer sentir».
Este libro quiere ser una prueba de nuestro compromiso tenaz y de nuestra convicción de que hay que saber vivir sabrosamente y creer que la cocina es un camino de felicidad, de cultura y de país. Pasad la página y os acompañaremos hacia los secretos de cocina de El Celler a través de una puerta abierta de par en par.
CRECER EN UN BAR
Que se dedicarían a la cocina estaba escrito en el destino de los hermanos Roca. O tal vez el destino lo han escrito ellos mismos, de su puño y letra, con el esfuerzo, la paciencia y el rigor que les ha caracterizado a lo largo de estos veinticinco años y que aún los define. Se han ganado a pulso los reconocimientos y la posición que ocupan, pero sin duda el entorno en el que crecieron ha sido determinante en su trayectoria.
Can Roca, la casa de comidas que sus padres abrieron en 1967 en Taialà —barrio periférico de la inmigración andaluza de Girona— es la sala de estar donde los tres hermanos crecen, juegan a las chapas, hacen los deberes y miran el Un, Dos, Tres en la televisión. «Nuestra mesa en el bar estaba al lado de una estufa de gasoil», recuerda Joan. Con un bar siempre abarrotado de gente es difícil que sus padres les dediquen tardes y fines de semana —al menos solo para ellos—, por eso la cocina y el comedor del restaurante se convierten en el lugar perfecto para pasar las horas, primero como espectadores del trajín y después, muy pronto, como parte del mismo. Josep apunta: «Nos cuidaban los abuelos, incluso los clientes, que muchas veces también eran amigos. Aquella casa era muy divertida, convivíamos con mucha gente y pasaban muchas cosas». En el piso superior del bar hay cinco o seis habitaciones que hacen las veces de fonda donde se alojan trabajadores navarros, andaluces o aragoneses que vienen a ganarse la vida en fábricas de Girona como la Nestlé, al lado de casa, o en la construcción de la autopista AP-7. «De repente nuestra familia era muy grande. Compartíamos techo e incluso, a veces, mesa con todos esos señores que venían a casa. Convivíamos con ellos y esto, para nosotros, era gratificante y enriquecedor», explica Joan.
El hermano mayor cuida de los pequeños; es el responsable, el concienzudo, el del rigor y el orden. Desde pequeño, Joan Roca es un «niño-hermano mayor». Aplicado, trabajador, serio y apasionado por la profesión de la abuela Angeleta y de su madre, Montserrat, cocinera de Can Roca. Cuando Joan tiene solo nueve años, su madre le encarga una chaquetilla de cocinero a medida, que aún guarda y que en alguna ocasión ha servido de disfraz para su hijo. Se pasa las tardes en la cocina y, de forma inconsciente, empieza a fraguar su futuro. Cuando llega el momento, no duda en decidir qué quiere ser de mayor: «Yo veía que en el restaurante de mis padres la gente era feliz». Con esto es suficiente, él quiere seguir haciendo feliz a la gente.
Los olores de su infancia son el de la escudella i carn d’olla, el de los caldos y, por las tardes, el de la vainilla de los flanes. En aquella época hay mucho trabajo en Can Roca, nunca se descansa, y cuando terminan los tres turnos de comidas del mediodía, es la hora de preparar los platos para el día siguiente o para toda la semana. Al salir del colegio, Joan ayuda en lo que haga falta: «Cada martes por la tarde hacía las butifarras con mi padre. Picábamos la carne, después la sazonábamos y la embutíamos. ¡Practicaba tanto con la picadora manual que ganaba todas las competiciones de pulso que hacíamos en la escuela!». En la cocina siempre están la abuela Angeleta, la abuela Francisca y otras señoras mayores, amigas de las abuelas, que mientras pelan ajos, cebollas o habas, pasan la tarde charlando y arreglando el mundo. Es, al fin y al cabo, la cocina de casa.
Pese a tener clara su vocación, Joan saca buenas notas, y en aquella época, un niño aplicado tiene que estudiar una carrera. La Formación Profesional está estigmatizada, pero el destino le echa una mano y hace que una de las dos únicas escuelas de hostelería del Estado se abra en Girona, a pocos kilómetros de casa. «La vida está llena de circunstancias que hacen que todo vaya en una dirección, y seguramente la Escuela de Hostelería fue lo que condicionó que yo pudiera estudiar cocina en aquel momento. Si no lo hubiera hecho entonces, todo habría sido distinto». La Escuela no solo condiciona el futuro de Joan, sino también el de sus hermanos, que siguen sus pasos años después.
No esperem el blat,
NO ESPEREMOS EL TRIGO
sense haver sembrat,