Jordi Roca

El Celler de Can Roca


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del triángulo Roca.

      EL PRIMER CELLER: 1986-1997

      Joan tiene 22 años y acaba de volver del servicio militar. Ha tenido que preparar tantas tortillas a la francesa para el capitán general de Valencia, que tiene más claro que nunca que él quiere cocinar de verdad. A Josep, con 20 años, le comunican que es excedente de cupo y que, por lo tanto, no tendrá que vestirse de soldado. Es el momento. Los dos están en casa, los dos han terminado sus estudios de hostelería y a los dos les ronda por la cabeza la idea de abrir un restaurante gastronómico, sin saber muy bien qué quiere decir eso.

      «Para nosotros era simplemente hacer algo más divertido de lo que hacían nuestros padres, el mismo menú que todavía hacen hoy: lunes arroz a la cubana, martes macarrones», apunta Joan.

      «En la Escuela habíamos aprendido la demi-glace, la salsa holandesa, la tártara, todo lo que representa la cocina de Escoffier y la cocina académica más potente de finales del siglo XIX y principios del XX. Empezamos con la voluntad de mostrar a la gente todo lo que habíamos aprendido. Es un gran cambio pasar de hacer una ensalada verde o una ensalada catalana a una ensalada de gambas con vinagreta de frambuesa. Es extraordinario, no tiene nada que ver una cosa con la otra», matiza Josep.

      Los dos hermanos quieren, sobre todo, que la gente disfrute de la experiencia de comer en El Celler: «Nosotros veíamos que la gente en casa disfrutaba. Aunque comieran un menú de mil pesetas eran felices. Y queríamos lo mismo. Que la gente comiera bien y se lo pasara bien. Y poco a poco lo fuimos construyendo».

      Piden permiso a sus padres para poner en marcha su propio proyecto en la casa que unos años antes les habían comprado justo al lado de Can Roca, para cuando se casaran. Y efectivamente, Joan y Josep se casan, pero el primer matrimonio que presencian aquellas paredes es el de los dos hermanos mayores con la cocina. «Jamás pensé en poner un restaurante allí. No entraba en mis planes. Pero mis hijos me tumbaron los planes y también la casa», reconoce, divertida, Montserrat, la madre.

      Abrir un restaurante gastronómico a mediados de los años ochenta y en un barrio obrero de las afueras de Girona parece una idea de locos. Una línea de barracones provisionales, construidos para acoger a los inmigrantes que llegaban del sur de España, separa el barrio de Taialà de la Girona acomodada. «Para la gente era una frontera difícil de traspasar. Nuestro barrio, en definitiva, no era más que una tierra de acogida e inmigración. Estábamos entre Sant Gregori, que era un pueblo de toda la vida, de pagès autóctono, y la Girona de la burguesía más íntima e introvertida. La gente tenía que hacer un gran esfuerzo para venir a vernos», apunta Josep.

      La madre intenta entenderlo y los anima: «El esfuerzo, el sacrificio y, sobre todo, la valentía son valores que hemos aprendido de nuestra madre. Ella nos ha animado a seguir adelante, entiende el concepto de “audacia”, nuestro padre no. Él, en aquel momento, estaba desconcertado: tenían un restaurante que funcionaba bien con tres servicios diarios. Le parecía absurdo hacer algo diferente», recuerda Joan. «El jefe» —Josep Roca padre— siempre ha sido un hombre pragmático. Conductor de autobús, suya es la idea de abrir Can Roca justo delante de una de las paradas por donde pasa cada día, porque ve que el ir y venir de gente puede ser una oportunidad de negocio. Y ahora que la casa de comidas funciona perfectamente y se llena cada día, los niños, que han estudiado para continuar el oficio, quieren abrir otro establecimiento al lado. No le queda otra que preguntarse si han perdido el juicio.

      A pesar de las dudas, las reticencias familiares y la poca lógica que pueda tener a priori la idea, Joan y Josep la ponen en marcha. Con sus propias manos y la ilusión de empieza a gestar, inician las obras: «Echamos abajo los cuatro tabiques que separaban las habitaciones, se veía la marca de las paredes en el suelo, que tapamos con Griffi; ¡toda la obra era un auténtico churro!». Joan recuerda con una media sonrisa aquel churro entrañable que era el primer Celler, decorado también por ellos mismos, con plantas colgadas por toda la sala y unas luces con borlas que desempolvan de algún baúl.

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      Y un día del mes de agosto de 1986 el sueño da el primer paso para convertirse en realidad: El Celler de Can Roca abre sus puertas. «No recordamos el día que abrimos. Seguramente fue el día en que nos pusieron un neón que decía “El Celler de Can Roca”. Y no entró nadie». Es significativo que, como dice Joan, no recuerden la fecha, porque da una idea de la inocencia, la sencillez y la humildad con la que ponen en marcha aquel primer restaurante propio sin pensar que crecerá y sin ningún tipo de pretensión. «No nos parecía que la fecha fuera importante, no queríamos hacer una inauguración, no queríamos decirlo a la gente. Pensamos que teníamos que abrir a nuestra manera y que luego ya vendrían los clientes. Sabíamos que si no salía bien, podíamos volver al restaurante de nuestros padres», explica Josep, que, por el contrario, recuerda perfectamente quién fue el primero en entrar en el nuevo local: «Fue el entonces alcalde de Girona, Quim Nadal, que seguramente iba a Can Roca, pero vio lo que habían hecho los chicos y entró para echar un vistazo».

      El Celler de aquellos inicios es muy diferente del que ahora ocupa los primeros puestos de los rankings mundiales de restaurantes; es un Celler que empieza a caminar con una infraestructura muy precaria, con una parte de las máquinas en la cocina de Can Roca y el resto en la de su establecimiento. «Nosotros mismos fabricamos una plancha de cromo duro. Fuimos al herrero, nos pusieron una capa de cromo sobre una plancha de acero, la colocamos sobre unas flaneras que hacían desnivel sobre un fregadero para que cayera la grasa de la plancha ¡Era una auténtica chapuza!», exclama Joan.

      En aquellos tiempos las funciones de cada uno aún no están del todo definidas, hay que arremangarse y echar una mano donde sea necesario. Josep no solo se encarga de la sala sino también de los pedidos, y se pone la chaqueta corta si es menester, sin dejar de lado nunca su carácter: «Entraba en la cocina para ayudar donde hiciera falta. Intentaba combinar el pelar patatas con la máquina peladora y jugar al fútbol dentro de la cocina, porque sabía que tardaba equis minutos por patata. Al principio la cuestión es ayudar, sacar la energía de donde sea». Lo cierto es que se atreve a hacer mucho más que pelar patatas. Cuando Joan empieza la docencia en la Escuela de Hostelería de Girona, es él quien organiza la mise en place, siempre bajo la dirección culinaria de su hermano mayor.

      El primer plato de El Celler es la MERLUZA A LA VINAGRETA DE AJO Y ROMERO, inspirado en un viaje que Joan ha hecho a Euskadi pocas semanas antes de abrir el restaurante. En las primeras cartas se ven claramente las influencias de esta cocina tradicional pero también de los platos clásicos franceses, mucho más barrocos, que han aprendido de los libros, como la LUBINA RELLENA DE MARISCO: «Pobre lubina ¡cómo la maltratábamos! Recuerdo que le quitábamos la espina, la rellenábamos de una pasta de marisco, la albardábamos y, por si fuera poco, la cortábamos en rodajas y después la volvíamos a calentar y echábamos por encima una salsa al vino blanco. La gente alucinaba. Era un plato nuevo y muy elaborado, nada habitual». En aquel tiempo la gente está acostumbrada a comer y cocinar calamares rellenos, pero nunca una lubina como la que empiezan a ofrecer los Roca. Es alta cocina, en un momento en que en Girona aún no hay una cultura gastronómica.

      Los gerundenses que prueban el primer Celler de Can Roca se sorprenden también con el POLLO CON GAMBAS O EL FIDEUEJAT CON ALMEJAS, una interpretación de la fideuà que han aprendido en casa pero que todavía no es habitual en los restaurantes. De aquellos primeros años de experimentación destacan también el PARMENTIER DE BOGAVANTE (1988) o el CARPACCIO DE MANITAS DE CERDO (1989). Más adelante, aparecerá el TIMBAL DE MANZANA Y FOIE GRAS CON ACEITE DE VAINILLA (1996), una de las creaciones más destacadas y trabajadas de la historia del restaurante.

      La traca final de las comidas en aquella época es el carro de los postres, un lujo que hace años que ofrecen otros establecimientos de renombre como El Bulli o el Hotel Empordà. Los pasteles, mousses, flanes, cremas y frutas se presentan al comensal como un espectáculo de frescura y dulzura,