el espectáculo: observan el trabajo que se hace entre bastidores en un establecimiento con reconocimiento mundial. El personal con traje y corbata del gastronómico se mezcla con la clientela de los padres, y todos juntos desayunan, toman el café, almuerzan, cenan o, incluso, ven los partidos del Barça. «Aquel era también nuestro espacio», concluye Joan. Quizá por esta razón es tan difícil cortar el cordón umbilical que les une a la casa de los padres y hacer el traslado al que será el tercer y definitivo Celler de Can Roca.
LOS POSTRES, EL ÚLTIMO VÉRTICE DEL TRIÁNGULO
El Celler de Can Roca se convierte en un triángulo perfecto cuando Jordi completa el vértice de la cocina dulce. En 1997 el pequeño de los tres hermanos se incorpora definitivamente al restaurante, llevado aún —y una vez más— por la inercia. En aquel momento los postres se resumen en el carro clásico, escaparate de delirios dulces que no acaba de encajar en el discurso de la casa. Son tiempos en que los pasteles van acompañados en el plato con filigranas trazadas con alguna salsa dulce como la crema inglesa o el coulis de frutos rojos. Joan no está satisfecho con esta parte de la oferta del restaurante, no se encuentra cómodo: «La cocina es anarquía y la pastelería es precisión. Y se notaba mucho que nosotros hacíamos una pastelería de cocinero. En aquel momento, los postres eran para nosotros un mal necesario que teníamos que pasar». Necesita que alguien impulse esta partida. Y entonces aparece una persona que será determinante en la historia de El Celler: el galés Damian Allsop.
Allsop es uno de los mejores cocineros de postres que hay en aquel momento en Europa. Ha pasado por las cocinas de Alain Ducasse, Joël Robuchon o Gordon Ramsay y conoce perfectamente las técnicas de la pastelería tradicional. Llega a Girona por motivos personales y comienza a trabajar en el restaurante La Magrana, entabla amistad con los Roca y se llevan bien. «Íbamos allí a comer y nos encontrábamos con esos postres fantásticos», recuerda Joan.
Cuando Allsop decide volver a su tierra, Joan le ofrece la oportunidad de quedarse a trabajar con ellos y el galés acepta. Ese día representa un punto de inflexión. Jordi, que ha pasado por diferentes partidas, enseguida se pone a sus órdenes como ayudante, se siente atraído por este personaje singular que le descubre un mundo desconocido. «La primera vez que lo vi en acción me pareció particular, diferente. Todo lo que quería hacer, yo lo veía muy técnico, muy complicado, pero al mismo tiempo muy divertido y potente. Recuerdo que, cuando trabajaba, sus manos eran ligeras, repasaban cada plato, colocaban bien cada componente y, finalmente, entregaba los postres con un gesto de perfección, de punto final», recuerda Jordi.
Damian le transmite, con pasión y constancia, las bases de la cocina dulce: los milhojas, los soufflés, las cremas, las sablées… Y El Celler pasa de ofrecer postres clásicos como la TATIN DE HIGOS o el PASTEL DE MIEL Y MATÓ, a añadir en la carta, con el carro ya desterrado, propuestas innovadoras como la MANZANA, DENTRO DE UNA MANZANA, DENTRO DE OTRA MANZANA.
«Durante el año en que Damian estuvo aquí, nuestros postres cogieron otro aire, otra importancia, y nos dimos cuenta de que realmente se trataba de otro tipo de cocina, otra historia», reconoce, agradecido, Joan. El pastelero galés aporta rigor y método a la cocina dulce de El Celler, introduciendo técnicas como la del azúcar soplado, que hasta entonces solo han visto en referencias en algún libro antiguo. Él les enseña que una manzana Royal Gala no tiene nada que ver con una Golden cuando se trata de determinadas elaboraciones; es exacto tanto con la técnica como con el producto.
Para Jordi aquella temporada con Damian es como un máster intensivo, no solo de cocina, sino también de humildad: para conseguir un buen soufflé lo tiene que repetir una y otra vez, y se da cuenta de la dificultad de las técnicas pasteleras y de la importancia de dominar las bases para poder crear cosas nuevas: «Hacíamos un soufflé increíble, técnicamente perfecto. Pero yo quería hacerlo más ligero, a mi manera, e hice una adaptación. Evidentemente, me lo cargué». Un, dos, tres, cuatro errores… cada uno es una prueba que debe superar, un ejercicio de paciencia, de obediencia a los maestros y de sencillez. Y poco a poco Jordi va aprendiendo. Pero deberán pasar dos años más para que sus propias creaciones revolucionen esta parte de la cocina de El Celler.
A principios de 1998 Allsop sufre un accidente y es hospitalizado. Jordi debe enfrentarse —por primera vez— a una gran responsabilidad en el restaurante de sus hermanos. Y es entonces cuando decide coger el toro por los cuernos, demostrar lo que ha aprendido y aprovechar la oportunidad para dejar claro que él también tiene mucho que aportar a esta casa.
En la primera etapa al frente de la partida dulce reproduce las creaciones del maestro Allsop, y tímidamente va introduciendo novedades. Sus primeros postres son la MOUSSE DE CHOCOLATE CON FRUTOS ROJOS o el MOJITO, ambos del año 2000. Por primera vez Jordi ve claro que aquello es lo que quiere hacer, que le gusta, le motiva, que tiene talento. Los hermanos mayores se dan cuenta de que el pequeño de la casa ya no es tan pequeño y que tiene unos conocimientos teóricos y una práctica adquirida en los postres muy superior a la de ellos. «Jordi descubrió un mundo que ni Josep ni yo dominábamos. Y gracias a ello pudo tener su propia parcela en este triángulo. Un espacio que le ha dado seguridad y también, con el tiempo, protagonismo e importancia», apunta Joan.
De esta misma manera lo vive Jordi, que se siente afortunado: «Si hubiera estado sometido a las enseñanzas de casa, habría llegado a ser el segundo maître o el segundo de cocina, siempre de forma más acomplejada. Me habría quedado con este papel del niño que no sabe qué hacer. Pero tuve la suerte de que pasara por El Celler una persona ajena a la familia muy interesante. El hecho de que me pudiera enseñar cosas que no sabían ni Joan ni Josep me aportó un conocimiento propio. Por fin tenía un valor añadido, un espacio en mi propia casa, un discurso».
No es nada fácil integrarse a la pareja formada por los dos hermanos mayores, cuando ellos ya son dos referentes en su trabajo. La diferencia de edad crea, además, una distancia emocional difícil de salvar, pero que se diluye a medida que pasa el tiempo y cada uno va formando su personalidad, con sus propias experiencias.
Jordi asume enseguida que su misión es imprimir en la cocina dulce el mismo sello que Joan ha dado a la cocina salada del restaurante: «Mi obsesión era acercar la cocina de El Celler a los postres y esto es lo que he ido haciendo: elaborar un discurso propio, que complementa las partes de Joan y Josep, pero con mi carácter». Quizás a él le cuesta un poco más pero, como sus hermanos, en cuanto visualiza el sueño se lanza a conquistarlo.
Un año después de atreverse con las primeras creaciones, entra en el mundo de los helados de la mano de Angelo Corvitto, un siciliano establecido en Torroella de Montgrí. De él aprende la necesidad de la pureza del aire a la hora de elaborar el helado, y es a partir de esta idea que a Jordi se le ocurre la reflexión opuesta: contaminar el aire para conseguir, por ejemplo, helado de humo. Con la ayuda de Josep —los dos comparten la habilidad y la afición por los inventos— Jordi fabrica una bomba para fumar un puro sin necesidad de hacerlo con la boca, y trasladar el humo a un recipiente. De esta manera nace una de sus creaciones más estelares: el PURO HELADO DE PARTAGÁS, que junto con el MOJITO formarán el VIAJE A LA HABANA, dúo de postres cubanos que ya dan una idea del nuevo estilo dulce de El Celler.
Con 23 años Jordi pasa un verano en la partida de postres de El Bulli, una experiencia que supone para él una revelación parecida a la que tuvieron los hermanos con los primeros viajes a los grandes restaurantes franceses: «Yo aún era un niño y ese verano me impresionó mucho… Estaba en un gran restaurante con una proyección brutal. Aún no era un referente mundial, pero ya oías a la gente de la cocina hablar orgullosa de trabajar en el mejor restaurante del mundo. Ya se percibía aquel espíritu de equipo, aquel simbolismo. ¡Como