buscando aquí y allá las causas del éxito y viéndome a mí ahora más desvalido que cualesquiera de las veinticinco mil personas a las que yo había juzgado como fracasos.
Este pensamiento era casi enloquecedor. Además era extremadamente humillante porque había estado ofreciendo conferencias por todo el país, en escuelas y universidades y ante organizaciones mercantiles, presumiendo de decirle a otros cómo aplicar los 17 principios del éxito, mientras que aquí estaba, incapaz de aplicarlos yo mismo. Estaba seguro de que jamás podría volver a enfrentarme al mundo con una sensación de confianza.
Cada vez que me veía en un espejo notaba una expresión de autodesprecio en mi cara, y no pocas veces le dije al hombre en el espejo cosas que no se pueden imprimir. Había comenzado a colocarme yo mismo en la categoría de charlatán que ofrece a otros el remedio contra el fracaso que ellos mismos no han logrado aplicar.
Los criminales que habían asesinado al señor Mellett, habían sido juzgados y enviados a la cárcel de por vida; por lo tanto, era perfectamente seguro, en lo que a ellos respecta, que yo saliera de mi escondite y reanudara mi trabajo. Sin embargo, no podía salir porque ahora me enfrentaba a circunstancias más atemorizantes que los criminales que me habían obligado a ocultarme.
Esa experiencia había destruido toda iniciativa que había tenido. Me sentía en las garras de alguna influencia depresiva que parecía una pesadilla. Estaba vivo, podía moverme; pero no podía pensar en un sólo movimiento mediante el cual pudiera seguir con la meta ––a sugerencia del señor Carnegie–– que me había impuesto. Me estaba volviendo apático, no sólo hacia mí mismo, sino aún peor, me estaba volviendo gruñón e irritable con aquellos que me habían ofrecido un techo durante mi emergencia.
Me enfrenté a la mayor emergencia de mi vida. A menos que hayas pasado por una experiencia similar, no podrías saber cómo me sentía. Ese tipo de experiencias no se pueden describir. Para entenderlas, deben sentirse.
Nota de Sharon: “Mi capacidad de razonamiento casi se había paralizado”. Hill se sentía paralizado, primero, por el temor a un daño físico y, posteriormente, por la vergüenza de haberse paralizado por ese temor. ¿Alguna vez te ha paralizado el temor o la vergüenza por el temor? El temor ––o la vergüenza por el temor–– evitan que actúes de manera positiva al enfrentarte a tu propia emergencia. El temor puede motivarte o paralizarte.Al reconocer esto y reaccionar de manera distinta a tus temores, podrás cambiar tu vida de manera permanente para bien. Hay muchas personas hoy en día que están teniendo esos mismos sentimientos de enfado, seguidos por la irritabilidad y la debilitante sensación de apatía. Se sienten desanimadas y con una falta de confianza en sí mismas debido a una depresión económica. Se sienten enfadadas y permiten que el enfado las paralice. ¿Acaso te suena familiar tanto para ti como para algún ser querido? Ahora compara cómo Napoleon Hill superó su miedo, apatía y logró encontrar la esperanza, la inspiración y la motivación para recuperar y generar el éxito en su vida.
El momento más dramático de mi vida
El vuelco surgió de repente, en el otoño del año 1927, más de un año después del incidente de Canton. Salí de casa una noche y caminé hacia la escuela pública, en la cima de una colina sobre la ciudad.
Había tomado la decisión de enfrentar la situación antes de que terminara esa noche. Comencé a caminar alrededor del edificio, intentando obligar a mi confusa mente a pensar con claridad. Debo haber dado cientos de vueltas alrededor del edificio antes de que cualquier pensamiento sistemático comenzara a surgir en mi mente. Mientras caminaba, me repetía a mí mismo una y otra vez: “Existe una salida y la encontraré antes de volver a casa”. Debo haber repetido esa frase miles de veces. Además, quise decir exactamente lo que estaba diciendo, estaba completamente disgustado conmigo mismo, pero mantenía una esperanza de salvación.
Entonces, como un rayo en el cielo, una idea surgió en mi mente con tal fuerza, que el impulso hizo que mi sangre subiera y bajara por mis venas:
“Éste es tu momento de prueba. Has sido reducido a la pobreza y has sido humillado a fin de obligarte a descubrir tu otro yo.”
Nota de Sharon: si los tiempos económicos actuales te han asestado un golpe, conduciéndote a la pobreza, avergonzándote y dañando tu confianza, considéralo una prueba, tal y como Napoleon Hill lo hizo a finales de los años veinte y principios de los treinta. Oblígate a descubrir tu otro yo.Trabajando en las debilidades de tu vida y perseverando. Por lo general podrás obtener la lucidez necesaria para triunfar realmente.
Por primera vez en años, recordé lo que el señor Carnegie había dicho sobre este otro yo. Ahora recuerdo que dijo que lo descubriría al final de mi tarea de investigación sobre las causas del fracaso y del éxito, y que el descubrimiento por lo general surge como resultado de una emergencia, cuando los hombres son obligados a cambiar sus hábitos y a ingeniárselas para salir de la dificultad.
Seguí caminando alrededor de la escuela, pero ahora caminaba en el aire. Inconscientemente, parecía saber que estaba a punto de ser liberado de la prisión autoimpuesta dentro de la cual yo mismo me había colocado.
Me di cuenta de que esta grave emergencia me había brindado una oportunidad, no sólo para descubrir a mi otro yo, sino para probar la validez de la ideología del éxito, la cual había estado enseñando a otros como algo factible. Pronto yo sabría si funcionaría o no. Decidí que si no funcionaba, quemaría los manuscritos que había escrito y que nunca más sería culpable de decirles a otros que ellos eran los amos de su destino, los capitanes de sus almas.
La luna llena comenzaba a aparecer sobre la cima de la montaña, Nunca antes la había visto tan brillante. Mientras la observaba, otro pensamiento surgió en mi mente. Y fue éste:
“Le has estado diciendo a otros cómo dominar el miedo y cómo superar las dificultades que surgen de las emergencias de la vida. A partir de hoy podrás hablar con autoridad porque estás a punto de resurgir de tus propias dificultades con valor y propósito, decidido y sin temor.”
Con ese pensamiento surgió un cambio en la química de mi ser que me llevó a un estado de euforia que jamás había conocido. Mi mente comenzó a deshacerse del estado de apatía en el que había caído. Mi capacidad de razonamiento comenzó a funcionar nuevamente.
Por un breve instante me sentí feliz por haber tenido el privilegio de pasar por esos largos meses de tormento, ya que la experiencia me brindó la oportunidad de probar la validez de los principios del éxito que tan laboriosamente había desviado de mi investigación.
Cuando este pensamiento vino a mí, me detuve, junté mis pies, hice una reverencia (no supe a qué ni a quién) y me concentré durante varios minutos. Al principio esto parecía algo tonto; pero mientras estaba ahí parado otro pensamiento surgió en la forma de una orden, tan breve y tan concisa como cualquier orden dada por un comandante militar a un subordinado.
La orden decía: “Mañana aborda tu automóvil y conduce hasta Filadelfia, donde recibirás ayuda para publicar tu ideología del éxito.”
No hubo mayor explicación y ningún cambio en la orden. Tan pronto como lo recibí, volví a casa, me fui a la cama y dormí con una tranquilidad que no había conocido por más de un año.
Al despertar a la mañana siguiente, salí de la cama y de inmediato comencé a empacar mi ropa y a prepararme para viajar a Filadelfia. Mi razón me decía que me estaba embarcando en una misión de tontos. ¿A quién conocía en Filadelfia que pudiera solicitarle apoyo financiero para publicar ocho volúmenes de libros con un costo de veinticinco mil dólares?, me preguntaba.
De inmediato la respuesta a esa pregunta destelló en mi mente tan explícitamente como si hubiera sido pronunciada con palabras audibles: “Ahora estás siguiendo órdenes, no haciendo preguntas. Tu otro yo estará al mando durante este viaje”.
Había otra situación que hacía parecer absurdos mis preparativos para ir a Filadelfia. ¡No tenía dinero! Este pensamiento apenas había surgido en mi mente, cuando mi otro yo explotó dando otra orden rotunda, diciendo: “Pídele a tu cuñado cincuenta dólares y él te los