en detrimento del resto de comunidades. Tras la independencia, este sistema confesional perduró, así como la preeminencia de los maronitas sobre sus compatriotas musulmanes en toda la estructura política, social y económica. En realidad, la comunidad religiosa había quedado instituida como estructura principal de descentralización del poder ya desde época otomana, pero en un marco de convivencia y coexistencia pacíficas.[7] La cristalización de la división en función de las confesiones fue, en gran medida, la base del proyecto colonizador francés y británico, que desde un principio se sirvió de las minorías y de una supuesta protección de éstas con respecto a la mayoría musulmana para minar desde dentro el poder otomano e insertarse en la zona. Un sistema confesional que se plasmó en la mentalidad de un segmento de la sociedad libanesa y que llevó incluso a algunos líderes religiosos maronitas a reivindicar un Estado libanés sólo maronita.[8] Es decir, quedó una sociedad basada y articulada en torno al énfasis sobre la diferenciación religiosa, en lugar de en torno a los puntos comunes. Hablaba el intelectual libanés Samir Kassir de una historia articulada en función de “desfases”: desfase ideológico entre la población, entre la conciencia de sí mismos y la visión del mundo, y, sobre todo, “entre un sistema político cargado de problemas estructurales esquivados demasiado tiempo y una sociedad civil hirviendo en potencialidades”.[9] Apuntaba también Georges Corm a que el problema del Líbano había consistido “en enarbolar la bandera de la democracia al tiempo que enraizábamos nuestro sistema político y administrativo en actitudes sectarias”.[10]
Otro aspecto a considerar al hablar de identidad libanesa sería la creación de Israel y su historia contemporánea, pues esto ha sido también trascendental para la historia libanesa. Desde la instauración del primero en 1948, el Líbano ha padecido una violencia casi constante debido a sus afanes expansionistas, especialmente en el sur (región ocupada por Israel desde 1978 hasta el año 2000). Además, la mentalidad sionista y su proyecto nacional invitaban a la fragmentación y división de la región árabe: “Israel no podía prosperar y legitimar su existencia como Estado más que rechazando el pluralismo al demostrar que su entorno también lo rechazaba”.[11] Es decir, deseaba un Oriente Próximo dividido en pequeños Estados excluyentes y de base confesional que, a semejanza de sí mismo, le diesen legitimidad y aliados en la zona. De ahí el apoyo israelí a las aspiraciones nacionales maronitas. Igualmente, sobre el Líbano recayeron importantes consecuencias de las guerras árabe-israelíes, entre ellas la llegada masiva de refugiados palestinos y la presencia de la olp y su estructura militar en suelo libanés. Finalmente, todo esto acabó filtrándose y superponiéndose a las tensiones entre las diferentes comunidades confesionales con alineamientos políticos también confrontados: por un lado, el apoyo de los líderes de las comunidades musulmanas, especialmente shiíes, a los palestinos y, por otro, el de los grupos mayoritariamente maronitas y de ideología fascista a Israel.
En fin, se podría decir que el camino a la guerra civil lo trazaron precisamente la estructura sociopolítica confesional que limitaba las posibilidades de desarrollo y emancipación de cada ciudadano individualmente, así como los problemas derivados de la injerencia permanente de Israel. También la injerencia siria, un país que vio durante mucho tiempo al Líbano como una parte expropiada de su territorio, ejerció una influencia desestabilizadora y determinante en la evolución de la guerra civil y en la posterior creación de la II República libanesa en 1990. Su tutela sobre el Líbano, bendecida inicialmente en ambas ocasiones por Estados Unidos, limitó la capacidad del pequeño Estado para controlar su propio devenir. Cuando se puso fin a la tutela siria en 2005, se llevó a cabo de manera tan poco soberana y consensuada democráticamente que esta transición volvió a dividir de nuevo a la sociedad. Entretanto, Israel no puso fin a sus ataques tras la llegada de la paz en 1990, antes bien, se repitieron en 1993 y 1996 y, de manera devastadora, en 2006. En realidad, se podría decir que el Líbano ofrece a través de su historia “una avanzadilla de los males que afectan después a otras sociedades, llámeselas plurales o segmentadas, que no tienen la armadura de autodefensa de los Estados modernos”,[12] una característica que ha afectado a la evolución, la práctica y la identidad no sólo de la historia del país, sino también de su cinematografía, que, como veremos, es un fiel reflejo del ser poliédrico de este pequeño y complejo Estado. Así, todos éstos fueron, en esencia, los hechos vertebradores del país y de su producción cinematográfica.
Son dos los marcos conceptuales esenciales desde los que se analiza el cine libanés. Por un lado, tal como postula Marc Ferro, primero se parte de la concepción del cine como una herramienta de “contraanálisis de la sociedad”,[13] ya que posee la capacidad de elaborar un discurso propio de la historia. A lo largo del texto se deja constancia de cómo la producción libanesa revela las vidas diarias de los ciudadanos, cinceladas, en gran medida, por los episodios violentos que ha sufrido el país: la guerra civil de 1975 a 1991 y la ocupación israelí de parte del país desde 1978 hasta 2000. Por otro, la expresión más apropiada para enunciar la segunda disposición desde la que se ha partido a la hora de analizar las películas, respondería a la concepción propuesta por Michele Lagny de considerar el “cine como territorio”,[14] pues se propone una reflexión en torno a las producciones como si fueran el texto y el contexto en sí mismo.
En consecuencia, en este libro se siguen dos líneas de análisis: una contextualización sociohistórica y política que pretende ser “una historia de las mentalidades cuyo objetivo es reconstruir el utillaje mental de un grupo social en una época determinada”,[15] así como “considerar los hechos culturales de una época como uno de los componentes de una complicada red en la que se mueven hechos sociales en constante interacción”;[16] y el análisis fílmico realizado para ir levantando capas a las narrativas hasta llegar a lo más hondo, la historia de los individuos o aquello que expresaba Boureau de manera ciertamente gráfica: “lo que queda en la olla de la historia cuando se retiran la carne y las verduras (es decir, acontecimientos y objetos ‘duros’) justamente en la espuma del caldo: el pueblo, las mujeres, el sexo, los cuerpos, etc.”.[17] En fin, a lo largo de estas páginas se hace patente cómo el cine libanés de autor deja constancia, esencialmente, de esa “espuma”.
Por ello este libro se centra en la temática de las producciones y la capacidad de una filmografía para construir y archivar audiovisualmente la memoria íntima y plural de su sociedad civil. El valor intrínseco que se da a estas obras parte, en gran medida, de considerar al cineasta y su obra como fuentes o huellas que cuestionan y proponen una manera distinta y radical de valorar la Historia. Como apuntaba Marc Ferro, hemos llegado a una época en la que la cámara se considera una herramienta facultada para revelar el funcionamiento real de una sociedad, “pues tiene capacidad para decir más sobre esas instituciones y personas de lo que ellas querrían mostrar, desvela sus secretos, muestra la cara oculta de una sociedad, sus fallos, y ataca, en suma, sus mismas estructuras.”[18] Si bien, más que desvelar secretos de naturaleza política, aquí se deja constancia de la historia no narrada por los noticiarios, de las producciones, ficciones sobre todo, que han sido creadas desde y por la realidad más cotidiana. Se manejan dos niveles o paradigmas en constante diálogo: lo audiovisual, como fuente y objeto de reflexión, y lo sociológico e histórico, como el contexto fundamental sin el cual sería imposible entender lo primero de manera profunda.
Se ha reflexionado ampliamente sobre la importancia de abordar las filmografías no occidentales desde una perspectiva multidisciplinar, pues, como