Jean-Yves Camus

Las extremas derechas en Europa


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de la Cámara Inhallable (1814), a la Carta Constitucional, e incluso a su soberano. Se expresan a través de periódicos, como Le Drapeau blanc [La bandera blanca], o folletos, como el de Chateaubriand: De la monarchie selon la Charte [La monarquía según la Carta]. Solo encuentran la victoria en la llegada de Carlos X al trono en 1824, comprometido con su causa. Vuelven a ser minoría en 1830, con el inicio de la Monarquía de Julio, para nunca volver al poder. Es en esta época cuando el campo monárquico se divide en dos familias: los orleanistas, detrás de Luis Felipe, partidarios de una monarquía liberal, y los legitimistas ultracistas. Los primeros, favorables a una monarquía parlamentaria, de alguna manera son los precursores del liberalismo, de un centrismo que privilegia el equilibrio entre conservación social y progreso económico, y que se apoya a la vez en la industrialización, el avance del poder de la burguesía y la financierización de la economía. Los segundos se encuentran, por su propia intransigencia ideológica, y ya desde entonces, en el campo de los vencidos de la historia.

      Para el jurista Stéphane Rials, (6) los legitimistas desarrollan, a lo largo del siglo XIX, ideas basadas en el sentido de la decadencia, en un catolicismo intransigente y en un providencialismo que, en autores como Blanc de Saint-Bonnet o Louis Veuillot, deriva con facilidad en un inmenso pesimismo. Los legitimistas casi no creen en la posibilidad de que sus ideas triunfen a través de medios humanos. Tienen una confianza ciega en el «milagro», en lo sobrenatural, que luego se encuentra en escritores cercanos a ellos, como Léon Bloy, Jules Barbey d’Aurevilly o Ernst Hello. Este pesimismo místico es un rasgo destacado de la mentalidad de extrema derecha, cuyo fascismo se distingue, sin embargo, por su vitalismo y su valoración del progreso.

      En el último cuarto del siglo XIX, se produce la marginalización definitiva de la corriente contrarrevolucionaria. Cierto es que las elecciones complementarias del 2 de julio de 1871, que siguieron a la elección de la Asamblea Nacional del 8 de febrero del mismo año, instalaron una mayoría monárquica. Paradójicamente, es un católico liberal, monseñor Dupanloup, quien en ese entonces se sienta en la extrema derecha de la Asamblea. Inmediatamente a su lado se ubican los Chevau-légers (los más intransigentes de los legitimistas), comandados por Armand de Belcastel, Cazenove de Pradines y Albert de Mun. Tomaban su nombre del pasaje de Versalles donde se reunían. Partidarios de una monarquía fidelísima a sus símbolos —ya que no habían podido restablecer íntegramente el Antiguo Régimen—, estaban marcados por un catolicismo rígido, que solía hacerles ver la derrota de 1870 ante Prusia como un castigo divino. Representaban a una pequeña nobleza provinciana, con sus sirvientes plebeyos, que estaba perdiendo terreno. Fracasaron en su cometido cuando en 1873 se produjo la «restauración fallida» de su aspirante al trono, el conde de Chambord (Enrique V de Francia). Víctimas de un líder sin verdaderos deseos de poder, en 1892 se someten a la consigna de unir al papa a la legitimidad republicana. En adelante, el realismo ya no vuelve a expresarse con cierta visibilidad sino hasta tomar la forma de Action Française [Acción Francesa].

      Cierto es que, en la época de la Contrarrevolución —cuando finalmente las elites nobiliarias e intelectuales se globalizan ampliamente por Europa y el Estado-nación no estaba del todo constituido—, el campo liberal y el de los contrarrevolucionarios trascienden las fronteras. De este modo, existe en España, desde comienzos de la Guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas (1808), un grupo absolutista de fuerte componente aristocrático y clerical. Se manifiesta en especial en las Cortes de Cádiz, que se oponen en 1810 a que el Consejo de Regencia reconozca que el principio de la soberanía nacional se encarne en la Cámara. Se radicaliza incluso después del regreso al trono de Fernando VII (1813) y se encarna a partir de 1833 en el carlismo, que, al igual que el legitimismo, se estructura en torno a una reivindicación dinástica a la vez que a una ideología. El movimiento absolutista da inicio a la teoría de las «dos Españas» y al tema de la «cruzada», que volveremos a encontrar en 1936 en el franquismo. Dejó a varios pensadores importantes: Jaime Balmes (1810-1848), pero sobre todo Juan Donoso Cortés (1809-1853), Juan Vázquez de Mella y Félix Sardá y Salvany, cuyo libro traducido al francés (Le libéralisme est un péché, 1886) es un buen resumen de esta doctrina. La edad de oro de la vicerrealeza española y el pensamiento contrarrevolucionario, junto con el misticismo católico integrista, inspiraron en México la obra literaria y la acción política de Salvador Abascal Infante (1910-2000) y del Movimiento Sinarquista, vástago tardío de la rebelión popular de los Cristeros (1926-1929) contra la República laica, consagrada por la Constitución de 1917.

      En síntesis, aquello que históricamente se ha llamado la «primera globalización» permitió la circulación de ideas y de hombres. Con 180 millones de migrantes entre 1840-1940, (7) se trata de un período masificador que termina en una superación de la forma nacional en beneficio de imperios y teorías y prácticas jurídicas discriminatorias entre los miembros de estos imperios. Pero muchas de las ideas que constituyen hasta hoy la base común de la ideología de extrema derecha (nacionalismo, populismo, antisemitismo, en particular) también son defendidas en aquellos tiempos por la izquierda revolucionaria.

      La confusión léxico-ideológica es todavía mayor porque quienes promueven la extrema derecha no se llaman a sí mismos «nacionalistas», sino «patriotas». Sobre todo, se apropian repetidamente de esa palabra imprecisa, pero a la moda desde la década de 1820: «socialismo». Maurice Barrès (1862-1923), figura intelectual y política de aquel movimiento, lo escribe sin rodeos en 1889: «¡Socialismo! En esta palabra ha puesto Francia su esperanza. Seamos, pues, socialistas». (8) Esta dinámica no se detiene, más bien lo contrario. En Italia, el fascismo encuentra sus raíces dentro de la corriente socialista revolucionaria, a la que pertenece Benito Mussolini, y del sindicalismo revolucionario promovido por Antonio Labriola, corriente que, entre 1902 y 1918, se aleja progresivamente del Partido Socialista hasta dividirse en una línea nacionalista. Como muchas figuras de las extremas derechas alemanas, Mussolini era un gran lector de Georges Sorel, cuyas Réflexions sur la violence (1908) también fueron una referencia del anarco-sindicalismo (el propio Sorel había realizado varias idas y vueltas entre los extremos, lo que llevó a Lenin a considerarlo un «espíritu borrador» para él, y que Mussolini afirmara: «A quien más debo es a Sorel»). (9) La Revolución rusa de 1917, además, ofreció un modelo de toma del poder a través de una organización revolucionaria. De esta manera, el fascismo era en parte «una aculturación a la derecha de las lecciones de la Revolución de Octubre». (10) En Alemania, el filósofo Arthur Moeller van den Bruck expresa la posición de esta nebulosa de la «Revolución Conservadora» que se opone a la República de Weimar: existiría una carrera entre nacionalistas y comunistas para «ganar la revolución» por venir. En cada país, algunos revolucionarios buscarían establecer un «socialismo nacional», como el bolchevismo en Rusia o el fascismo en Italia. La extrema derecha, pues, debe hacer un «desvío revolucionario» para instaurar un Tercer Reich socialista en el sentido en que «el socialismo es el hecho de que una Nación entera sienta que vive en conjunto». (11) Esta tendencia llevó a imitaciones a veces un tanto serviles de las extremas izquierdas —por ejemplo, cuando después de 1968 los neofascistas alemanes, italianos o franceses toman prestados elementos de la comunicación de izquierda—, pero nunca cambió esta concepción interclasista del socialismo. El ideal es la organización de la unidad superior de la nación, no la lucha de clases. Para las extremas derechas, el socialismo siempre fue un remedio para el comunismo y el anarquismo. Si puede pensarse una congruencia entre lo nacional y lo social en la extrema derecha, es porque los años que separan la guerra franco-prusiana de la Gran Guerra cambiaron por completo el paisaje político e ideológico francés y europeo.

      La derrota militar de 1870 puso fin a un Segundo Imperio que era un cesarismo popular. Antes de convertirse en Napoleón III, Luis Napoleón Bonaparte había planteado en 1840 que «la idea napoleónica consiste en reconstituir la sociedad francesa, alterada por cincuenta años de revolución, en conciliar orden y libertad, derechos del pueblo y principios de autoridad». (12) Para el historiador Philippe Burrin, este bonapartismo participa de la familia política de la «agrupación [rassemblement] nacional», que trasciende la división derecha-izquierda (en la actualidad se pueden citar, dentro de esta última, a Jean-Pierre Chevènement a la izquierda, Nicolas