Jean-Yves Camus

Las extremas derechas en Europa


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de Blut und Boden), Francia ve cómo se desarrollan nuevas ciencias, como la antroposociología y la psicología social, impregnadas de un racismo que es una especie de «sentido común» de la época y que durante mucho tiempo construye la creencia en una esencia «racial» de la nación francesa. Al utilizar y deformar la teoría darwiniana de la evolución desde la óptica de la «lucha de razas», Arthur de Gobineau y Georges Vacher de Lapouge teorizan acerca de la importancia de la selección de la especie. Su perspectiva higienista es seguida por Alexis Carrel y se mezcla con el mito ario, que también debe mucho al inglés Houston Stewart Chamberlain, promotor de la idea de que es posible crear una nueva raza. Se borra el mito de las dos razas francesas (el Tercer Estado que desciende de los galos y la nobleza, de los francos), que se establece desde comienzos del siglo XVIII, a favor de la idea, central en los escritos de Maurice Barrès y Édouard Drumont, de una «raza» francesa de sustrato intangible, corrompida por el elemento extranjero, en particular el judío. Esta doctrina concibe la pertenencia a la nación solo como una herencia y de sangre, y en consecuencia se opone absolutamente a la noción de ciudadanía contractual y voluntaria que funda la nación republicana. El racismo, así revestido de una garantía científica, viene a legitimar al mismo tiempo la política de colonización actual con el apoyo de la izquierda parlamentaria, cuando decreta la inferioridad natural de los pueblos de color o de los árabes y reduce a los «indígenas» al rango de sujetos de derecho diferenciado en el marco del Imperio o de los departamentos de Argelia. Otra mutación importante: aquí también el antisemitismo racial poco a poco va suplantando al antijudaísmo teológico, aunque durante los últimos veinte años del siglo XIX este es relevado, con eficacia y virulencia, por el periódico La Croix. Este antisemitismo se encuentra también en los revolucionarios de izquierda —de todas las extracciones—, que alimentan en él una identificación permanente del judío con el capitalismo, el dinero y la usura haciendo síntesis, de este modo, del viejo fondo religioso y del socialismo.

      El politólogo israelí Zeev Sternhell tiene mucha razón al afirmar que, a partir de esta época, la distinción que estableció René Rémond entre las tres derechas (contrarrevolucionaria, orleanista y bonapartista) ya no se sostiene: se está elaborando una síntesis de ellas, que junto con él podemos llamar «derecha revolucionaria» y que después se prolonga en los movimientos antidemocráticos de los años 1918-1940, y luego en la ideología de la Revolución Nacional de Vichy y —según Sternhell— en los fascismos. ¿En qué se apoya, entonces, esta «derecha revolucionaria»? En la modernización actual del continente europeo, la revolución tecnológica, la llegada al mercado electoral de las clases obreras. La «derecha revolucionaria» busca responder a las reivindicaciones de los estratos populares en cuanto a su estatus y sus condiciones de trabajo, y al mismo tiempo a la muy fuerte oposición al marxismo de buena parte de la clase obrera, que se encuentra, junto con otros componentes de la sociedad, en el culto a «la tierra y los muertos» de Barrès, especie de equivalente francés del Blut und Boden alemán. Crisis intelectual, rechazo del orden social establecido, con algunos caprichos revolucionarios y tonos anticapitalistas, dimensión populista que retoma la tradición plebiscitaria, justificación —incluso apología— de la violencia como modo de acción, pero también de regeneración individual y colectiva: tales son los rasgos más salientes de esta vía que proclama «ni derecha ni izquierda». (26) Es esta derecha, junto con los antidreyfusianos, los maurrasianos, Georges Valois y Georges Sorel entre otras figuras, la que a comienzos del siglo XX da cuerpo a una radicalización que Zeev Sternhell considera un fascismo, e incluso el primer fascismo.

      Así, desde fines de la década de 1970, Zeev Sternhell opone a la idea de una cuasi ausencia del fascismo en Francia en beneficio de la santa trinidad de las derechas —y a la visión común de que el fascismo habría surgido en la Italia de la Primera Guerra Mundial— la concepción de que el fascismo provendría de la Francia de fines del siglo XIX. Sus trabajos reposicionan el debate sobre el fascismo francés, a la vez que rompen el yugo de lo que Ernst Nolte llama «la época fascista», que transcurre entre la salida de una guerra mundial a la otra. Estas investigaciones, al sacar a la luz la particular alquimia del fascismo y la importancia de revisar tanto el marxismo en su fundación como el rechazo de fin de siglo a la herencia de las Luces, contribuyeron a desmarxizar y desitalianizar la historia del fascismo. En estos trabajos, la Primera Guerra Mundial no se concibe como la madre del fascismo, y este último es considerado un sistema ideológico coherente y estructurado. Para Zeev Sternhell, el Estado fascista es «el Estado totalitario por excelencia y el totalitarismo, la esencia del fascismo».(27)

      Históricamente, es cierto que si bien Georges Valois (1878-1945), referencia importante en la reflexión de Sternhell, reconocía que Italia había dado al fascismo su nombre y sus maneras, nunca dejó de afirmar que esta ideología era la del nacionalismo de fin de siglo en Francia y que su fundador era Barrès, socialista nacionalista republicano y antiparlamentario que supo reunir a su alrededor a hombres de izquierda y de derecha. Pero, además de que existen muchos argumentos fácticos para refutar la idea de que Barrès fuera fascista, no se trataría de que esta búsqueda de una esencia primaria del fascismo omita la «plasticidad» del fascismo (para retomar la caracterización de Pascal Ory), (28) dimensión que permite situar en él muchos elementos contradictorios. Así, Georges Valois afirmó que el fascismo encontraba su fuente en los jacobinos y que era la experiencia de la Gran Guerra la que había convertido a los fascistas en lo que eran… Además, el hecho de que la vanguardia fascista francesa provenga de Acción Francesa no convierte a esta última en un movimiento «fascista» (lo que equivaldría a transformar sucesión cronológica en causalidad). Valois, Brasillach o Drieu la Rochelle son fascistas porque rompen con el pensamiento de Maurras, no porque provengan de él. ¿Qué está diciendo Valois cuando pide que los fascistas franceses sigan siendo fieles a sus fuentes argumentando que los «jacobinos forjaron la noción de Estado totalitario»? ¿Qué está diciendo Doriot cuando exclama: «No hemos esperado la victoria de Alemania sobre Francia para descubrir el nacional-socialismo ni para proponer soluciones socialnacionales a nuestro país»? (29) Se legitiman produciendo un conjunto de signos donde se entremezclan la importación de elementos extranacionales y la afirmación de una tradición nacional específica, de desarrollo más extenso que el de los modelos italiano y alemán. Estas son perspectivas que nos acercan más a los aportes de Georges Mosse —que abrió el camino al análisis del fascismo como cultura, como «estilo», y no como simple reacción negativa— sobre la importancia en la producción del fascismo de la violencia ejercida contra las sociedades entre 1914 y 1918, y sobre las relaciones entre Revolución francesa y fascismo en el marco de una ideología de masas que sea también una religión cívica.(30)

      Esta es, en efecto, la experiencia de la guerra total que radicaliza los márgenes a la vez que les permite encontrarse con las masas. En Italia, en Alemania, en Francia, el deseo de hacer que la sociedad viva como una comunidad de combate, que tenga la misma unidad en tiempos de paz como en tiempos de guerra, encuentra una salida política en los fascismos. (31) No es hasta después de 1918 cuando algunos elementos de derecha comienzan a decirse «revolucionarios»: en este punto, la «derecha revolucionaria» de Sternhell es un error de historia de la lengua. Habría sido mejor hablar de «reacción» antes que de «revolución», ya que el primer término no necesariamente significa una simple protesta conservadora, pues lo que se llamó «la reacción» en 1795 fue un episodio de ataques contrarrevolucionarios, también llamado «el Terror Blanco».

      Si el debate interpretativo es tan rico, es también porque se produce una proliferación ideológica y taxonómica en un espacio-tiempo reducido. Porque, en definitiva, la palabra «extremista» aparece en el debate público francés en 1917, cuando la prensa francesa la utiliza para fustigar a los bolcheviques que acababan de tomar el poder en Rusia. Es en reacción a la «extrema izquierda» como se posiciona en adelante el campo de «extrema derecha». (32) Ahora bien, esta denominación en realidad aparece prácticamente en el momento en que este campo experimentaba una bipartición. La extrema derecha como campo ciertamente ha encontrado su coherencia. El centro de la visión del mundo de la extrema derecha es el organicismo, es decir, la idea de que la sociedad funciona como un ser vivo. Las extremas derechas transmiten una concepción organicista de la comunidad