no entiende la diferencia.
Tampoco entiende lo que hacemos con las chicas.
Al principio yo creía que venían a que les sacáramos los vientos malos de montaña. Que llegaban tristes por culpa de los malaires, enfermas, con el pelo sucio y la mirada apenas flotando sobre el monte. La abuela siempre las trataba bien. Les acariciaba la cabeza y les preparaba un remedio para que vomitaran antes de meterles la mano en el vientre.
Yo vi a Reptil hacer casi lo mismo con algunos animales de la finca.
Extraía potrillos.
Extraía terneros.
Pero con las chicas era distinto porque ellas tiraban coágulos y trozos densos sobre la cama. Era como un parto pero al revés, porque en lugar de salir algo vivo salía algo muerto. «La muerte también nace», decía la abuela, y yo recogía los coágulos como niños pequeños. Algunas chicas nos miraban mal, se limpiaban rápido y ni siquiera se detenían a observar su interior sobre las sábanas. No tenían ninguna curiosidad, ninguna gana de conocerse. Se marchaban rápido dejando parte de sus cuerpos con nosotras. Según Reptil eso era porque al otro lado del río contaban que la abuela era una bruja.
Que su cabeza volaba sobre los tejados por las noches.
Que ponía sangre coagulada bajo las camas de los dormidos.
Yo recuerdo la primera vez que me cayó un coágulo de entre las piernas. Estaba en el corral, junto a las gallinas. Lo sostuve en mis manos y lo miré por horas: parecía un huevo roto, crudo, recién salido de un lugar tibio y con plumas. Me puso contenta que mi vientre me diera ese regalo, que ya no tuviera que caerme, cortarme o golpearme todos los días para disfrutar de mi propia sangre.
Si eres una mujer puedes sentarte sobre las piedras y mancharlas.
Reptil jugó conmigo el primer día que me vio manchar la naturaleza.
Él cuidaba de los caballos, las vacas, los cerdos, las cabras. A cambio, la abuela le daba de comer y le regalaba trozos jugosos de carne. Sus brazos tenían manchas y su barriga era peluda como la de un oso. Le faltaba un ojo, el derecho. Yo le decía: «Mira cómo mancho, ¿viste?, ya soy grande». Y él me respondía: «Mentira, Ranita, eres chiquitita».
Él me llamaba Ranita porque me la pasaba saltando.
Yo lo llamaba Reptil porque tenía la piel escamosa.
Juntos atrapábamos lombrices y veíamos la sangre correr por mis muslos. Él me abrazaba, me hablaba de su hija y de lo difícil que era ser padre de una niña guapa. Yo le contaba que nunca había conocido al mío, pero que algún día le preguntaría a mami, que algún día sabría cómo era. Entonces él me decía: «Pobre Ranita que no tiene papi», y me daba besos distintos a los de la abuela. Besos babosos con mal aliento.
En ese tiempo Reptil hacía mucho por nosotras. Ayudaba a parir a los animales. Repartía el abono. Alimentaba a los cerdos. Le quitaba las garrapatas al ganado y las aplastaba con sus uñas contra la valla. Mantenía lejos a los niños que cruzaban el río para insultarnos. Comía con nosotras y jamás preguntaba por las chicas. Frente a la abuela él apenas me dirigía la palabra, pero a veces, si estábamos solos, me pedía que le hablara de Firulais y yo lloraba porque lo extrañaba mucho y en la finca no teníamos perro. Otras, me daba de beber algo amargo que me hacía dormir en los matorrales. Cuando despertaba volvía a casa con cansancio y dolor entre las piernas, pero fingía estar bien para que la abuela no se enojara.
«¡Trabaja!», me exigía si me veía ociosa.
Dejé de ir al colegio porque la maestra gritó que ella solo educaba a niñas normales. Mami le gritó de vuelta: «¡Puta asquerosa!». Y luego a mí: «¡Vas a irte con la abuela a aprender lo básico!».
A respirar por la nariz.
A contar hasta cien.
Aquí he aprendido que si te echas dos gotas de leche de cabra en el ojo se te cura la infección. Que el agua de culebra envenena y el agua de caballo sana. Que un lechón puede nacer sin romper la placenta, protegido en el ámbar tibio de su madre, y que si lo sostienes en tus manos es igual que aguantar un globo lleno de pis. Que las vacas lloran. Que los mosquitos jamás le pican a la abuela porque tiene la piel dura como una iguana. Que los genitales duelen. Que las personas saben pensar y yo no porque tengo el cerebro redondo. Que el tiempo es como el sol que se repite cada día y se enferma cada noche.
Que los hombres jadean: aj, aj, aj.
Que las niñas lloran: ai, ai, ai.
Una vez vino una niña con su mami, soltó sangre y coágulos en mi barreño y le escupió a la abuela en la cara. Eso me dio mucha rabia. Eso me hizo enfadar. Quise darles un beso en el cogote y cortarles la cabeza, pero la abuela no me dejó vengarme. Dentro del barreño había coágulos y restos muy rojos del tamaño de un diente de ajo. Al tocarlos empecé a sudar. A veces sudo aunque no haga calor. Cuando se fueron le pregunté a la abuela: «¿Por qué las ayudamos si son malas?». Y ella me dijo: «Aquí somos así, mijita».
También recuerdo que una noche alguien nos dejó un bebé en el establo y los cerdos se lo comieron. Por la mañana encontramos sus partecitas y tuve que limpiarlo todo yo sola porque la abuela se enfadó un montón. Entonces pensé que si algún día nos comíamos a los chanchos nos estaríamos comiendo sin querer al bebé muerto.
«La vida se come a la vida», decía Reptil echándome su aliento a legumbres rancias. «El hambre es violenta».
A mí me sangraban los genitales en la maleza oscura y el color era rojo bebé, rojo arrebol. Mi menstruación en cambio es rojo lava, rojo zorro. Conozco la diferencia. Sé que las criaturas nacen y mueren y que algunas ni siquiera nacen, por eso no pueden morirse. Esto lo entienden las chicas, lo entendemos nosotras: sabemos distinguir entre el golpe y la biología. De nuestros vientres sale la muerte porque lo que heredamos es la sangre. Y según la abuela alguien tiene que meter la mano con cuidado allí donde duele. Alguien tiene que acariciar la herida. Por eso ella mete la mano muy adentro de las chicas y me enseña a acariciar bien. Su cama huele a fetos y a ombligos sucios, pero a nadie le importa. Todas descansamos en la cama de mi abuela, cerramos los ojos, abrimos las piernas. Respiramos lento en las alturas.
«Cuidado con lo que aprendes», me advirtió la mami de la niña del escupitajo.
Yo sé que hay cosas de las que uno debe protegerse en este mundo, pero no de la abuela que se trenza el cabello para alejarlo de la comida. Antes se paseaba por el monte con el machete en el cinto, ahora va encorvada y ligera hacia el interior de la casa, lista para rezar con las rodillas desnudas. A su lado aprendí a temerle al ojo de grasa de los hombres, a parecer más grande de lo que soy, a imitar su rutina y hacerla mía, a escuchar el río en mi almohada, a comer los coágulos que cuelgan del pelaje de los animales, a caminar sobre mis pensamientos sin vergüenza, a no escuchar las palabras duras de las mujeres, a hervir renacuajos, a decapitar aves, a degollar vacas.
«Esto es lo único que yo puedo enseñarte», me dijo un día triste en que los niños entraron al gallinero y rompieron los huevos que estaban a punto de reventar. «Solo puedo enseñarte lo que sé». No conseguimos hacer nada. Las plumas de las gallinas se pegaron a nuestros cabellos y yo pisé los cascarones como orugas blancas sobre la tierra. Cloc, cloc, cloc, cacareaban las madres saltando de un lado a otro desquiciadamente. Nadie lo sabe, pero un pollito que parecía soñar me susurró que morir es como enterrarse en uno mismo, algo privado y secreto, igual que lo que cubren mis calzones. Luego le pregunté: «¿Puede un huevo romperse dentro de una gallina?». Y él no supo qué responderme.
Por culpa de ese pollo hubo noches en las que soñé que a la abuela se le despegaba la cabeza. Era una cabeza amable y quieta, como la de las gallinas, y volaba en círculos.
Geometría divina.
También hubo noches en las que me pregunté cosas. Por ejemplo, por qué el rojo decapitación y el rojo degollación son tan distintos. O por qué Dios hace un círculo con las cabezas de los animales que matamos en la finca. O por qué cuando mi barriga se puso un poco redonda la abuela me desnudó