su llanto de ratita. Le abracé las piernas peludas con culebras y le pedí un perro bonito parecido a Firulais.
Ella aceptó.
Dos días después comimos con Reptil. Recuerdo su lengua engordando como un gorrión, la sangre púrpura sobre la mesa, las venas de su cuello del tamaño de gusanos fríos, el machete limpio y brillante cortando el viento. Recuerdo que canté duro mientras la abuela lo veía retorcerse. Canté: «Ai, ai, ai, las niñas lloran, las ranas saltan, los pollitos pían, pío, pío, las vacas mugen, muuu, los hombres jadean, aj, aj, aj, las lechuzas ululan, uuu, uuu, las niñas lloran, ai, ai, ai». Recuerdo que lo enterramos entre los matorrales.
Un hombre sangra igual que un cerdo y su cabeza rueda en el mismo sentido que las de las gallinas. La gente no lo sabe, pero es así: la sangre nunca se queda quieta.
Poco después la abuela empezó a adelgazar hasta secarse como una rama. Mis caderas se robustecieron. Nadie me dijo que crecer dolería tanto por debajo del ombligo, ni que el agua de vientre es una ciénaga en la que nada se mueve. Por esas verdades aprendí a aguantar insultos, a sembrar, a no extrañar a mami, a meterle la mano a las chicas, a contarle cosas a las plantas, a matar y a querer lo que mato. También aprendí a contar hasta cien, pero a veces se me olvida.
Aprendí que la sangre de gallina es un tipo de rojo.
También que hay rojo cerdo, rojo vaca y rojo cabrito.
Aprendí a defender a la abuela cuando vienen los chicos. Una vez le lanzaron piedras y le abrieron la frente. Yo nunca había visto su sangre: era rojo martillo, rojo clamor. La vi caerse y por un momento pensé que se le despegaría la cabeza del cuerpo.
Que rodaría hasta los matorrales.
Que dibujaría a Dios en la tierra.
Se me puso la piel de gallina.
Desde ese día llevo piedras en los bolsillos. Me siento sobre ellas y las mancho para que los invasores se asusten, aunque no siempre logro espantarlos. Cruzan el río, suben y matan algunos de nuestros animales. «¡Brujas de mierda!», nos gritan. «¡Saquen la sangre coagulada de nuestras casas!». Pero las chicas nunca dejan de venir a la finca y los coágulos son de ellas.
Rojo capulí.
Rojo arándano.
Me gusta la sangre porque es sincera. Antes lavábamos las sábanas de las chicas en el río y el agua se ponía del color de los peces. Contaba la verdad, la belleza. Yo tenía trece cuando lavé la mía, llena de mi interior de pececillos tibios.
Ahora limpio las sábanas sola.
Escucho el torrente.
La sangre también me dijo que una cabeza cortada dibuja el tiempo. Que donde una planta estuvo mañana crecerá otra. Que la abuela se hace pequeña para que yo me haga grande. Ella ya no camina, ya no habla, pero a veces grita feo como las cabras la noche antes de la degollación. Yo la escucho y nos defiendo con piedras de los invasores. Crezco fuerte en su sitio porque además de sincera, la sangre es justa.
La sangre dice el futuro y a mí se me caerá la cabeza.
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