Franz Kafka

El desaparecido


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de la primera versión de su novela. El bien documentado proceso de redacción de la segunda versión de El desaparecido –la única versión que conocemos– gira alrededor de una fecha –septiembre de 1912– y un suceso que se cuenta entre los “acontecimientos decisivos” de la historia literaria europea, tal como dice la amable, magna biografía de Kafka escrita por Reiner Stach. “‘Kafka en éxtasis’, apunta Max Brod en su diario, ‘se pasa las noches escribiendo una novela que transcurre en Estados Unidos’. Dos días más tarde: ‘Kafka en increíble éxtasis’. Y de nuevo al día siguiente: ‘Kafka, que continúa muy inspirado. Un capítulo está listo. Estoy feliz con esto’”.9 Aunque este pueda considerarse el suceso inaugural para la obra que vendrá, ha sido precedido por otro en el que –como tantas veces en la vida de Kafka– la figura de Max Brod resulta clave. Unas semanas atrás ha conocido a Felice Bauer, una berlinesa de 24 años, en casa de la familia Brod. Pasado poco más de un mes, Kafka le escribirá la carta inaugural de una inmensa y épica correspondencia, que se extenderá hasta 1917.

      “Muy estimada señorita: En el caso bastante probable de que usted no se acuerde de mí en lo más mínimo vuelvo a presentarme: mi nombre es Franz Kafka y soy aquel que la saludó por primera vez en casa del director Brod en Praga, luego le fue pasando por sobre la mesa fotografías de un viaje al país de Thalía,10 una tras otra, y finalmente en esta mano que ahora presiona las teclas tomó la suya, con la que usted ratificó entonces la promesa de hacer conjuntamente un viaje a Palestina”. La carta lleva fecha del 20 de septiembre de 1912; dos noches más tarde Kafka escribe de un tirón “La condena”, y a la madrugada, lee en voz alta y en triunfo el relato a su hermana menor, proceso que repetirá luego ante Max Brod y otros, y que acabará con él mismo enjugándose las lágrimas ante su íntimo público. La sensación de falsedad de lo escrito ha terminado. “Convicción confirmada de que con la redacción de mi novela [i.e. la primera versión perdida de El desaparecido] me encuentro en vergonzantes zonas bajas de la escritura. Solo así puede escribirse, solo con este tipo de consistencia, con esta absoluta apertura del cuerpo y del alma” (Diarios, 23/09/1912). Solo así puede escribirse: tal como acaba de escribir “La condena”. Se pone en marcha de este modo el orden de la vida que había sido instalado dos años antes: no dormir para escribir de verdad. Kafka redacta el primer capítulo de El desaparecido (“El fogonero”) días después, tras dos o tres noches de una violenta y forzada abstención de escritura. Hasta fin de noviembre de 1912 escribirá los seis primeros capítulos del libro, con no pocos altibajos en ese orden que la vida se resiste a adoptar. Luego, una pausa forzada mientras sigue avanzando la escritura de cartas a Felice, cartas de amor y de desesperación, cartas de incertidumbre, cartas en clave, decenas de cartas hasta una primera crisis: la crisis del abandono del “usted”. Mientras aguarda respuesta a ese acercamiento, que en el alemán del largo siglo XIX significaba una confesión amorosa, Kafka imagina tendido en su cama, insomne, una metamorfosis en insecto, y redacta en cinco semanas su relato más famoso en una pausa de escritura de su primera novela. La metamorfosis como un desenlace interior a El desaparecido. La contraparte estricta, según la divisoria del antiguo proyecto de una novela sobre dos hermanos, es El proceso, escrita en 1914. Si uno de los hermanos iba a América, el otro permanecía en la cárcel en Praga, en Praga como una cárcel: la imagen es recurrente en los diarios y las tentativas de escapatorias lo son en la vida.

      Los últimos dos capítulos terminados de El desaparecido fueron redactados durante la segunda fase de escritura de la novela, una vez acabada La metamorfosis, entre diciembre de 1912 y enero de 1913. Los fragmentos finales inacabados –la tercera fase de escritura– pertenecen al ciclo de creación de El proceso, entre agosto y octubre de 1914, apenas comenzada la guerra. Esa tercera y última fase de redacción de El desaparecido también tuvo su origen emocional. Kafka estaba a punto de abandonar Praga y mudarse a Alemania cuando la guerra cerró las fronteras, y la ciudad confirmó ser tal como siempre la había imaginado, un encierro.

      Junto a Praga hubo otras. París como ciudad visitada, Berlín como promesa, Nueva York imaginada, a la par de la cárcel de la ciudad propia: esta cartografía carece de paisajes, y su territorio es mayormente de los interiores. “Cada persona lleva dentro una habitación”.11 Una mansión en las afueras de Nueva York, un inmenso hotel, la casa de una cantante de ópera, hasta las instalaciones donde se convoca a los futuros trabajadores de Oklahama; todos escenarios bien descriptos y reglados de El desaparecido. En las casas de La condena y La metamorfosis reinan los cuartos, visibles o a oscuras, bien determinados en su mobiliario. La primacía de lo visual es la del espacio que, arrebatado del tiempo, pertenece por principio a la quietud. Los tribunales con sus propios laberintos, la falta de aire y de luz, las oficinas administrativas que el funcionario Kafka había descripto más de una vez en sus cartas a Felice, son otros de estos paisajes interiores cuyos ciclos están determinados no por la arbitrariedad de las leyes naturales, sino por las de los hombres. Toda espectacularidad del espacio, montañas, puestas de sol, desiertos y cascadas es desconocida para estas interioridades que, a punto de ser risibles, están habitadas por seres que para tener ese derecho se han dejado moldear por esos mismos espacios y deben conservar el aire de lo pequeño. Su espectacularidad es otra. Todo lo restringido hace su arabesco en el copo de nieve y en la nervadura de la hoja. Esos seres serán en la obra posterior de Kafka no solo funcionarios judiciales o recepcionistas de hotel sino, un mono parlante, un caballo abogado, un topo constructor o un jinete de los cubos: todos ellos mantienen una clara sobriedad en su pacto con el espacio y con el presente, dudan, hacen cálculos, imaginan distancias, se ordenan como pueden en tanto piezas en un mundo en el que, al parecer, son menores.

      Esta minoridad en las historias de Kafka ha generado su propia esfera mítica. A la par de las preocupaciones por lo clásico, aparece en su diario la célebre reflexión sobre esa condición de las literaturas “pequeñas” (“menores” es una traducción imprecisa), entendidas como nacionales, de un pueblo y de una lengua. La entrada tiene fecha: 25 de diciembre de 1911. Quien reflexiona es el Kafka anterior a La condena y a El desaparecido, el que aún no se ha librado de “lo falso”. Ese año ha conocido a un grupo de teatro yiddish proveniente del Este (Galitzia), ha seguido sus espectáculos y ha entablado amistad con uno de sus actores –llamado Yitzhak Löwy– y fantasías de enamoramiento con alguna de sus actrices. Son asuntos marginales para el gran público y la prensa cultural de Praga: no solo por la lengua, que considerada desde el alto alemán parecía “menor”, sino también por el tipo de performance, el trabajo en malas condiciones, las dificultades económicas en que se producían las obras, la situación itinerante de la compañía. Kafka estuvo mucho tiempo fascinado por este grupo, del que fue público fiel durante varios meses. Bajo la luz de la literatura yiddish, y la de la literatura checa, surgen las reflexiones sobre las literaturas pequeñas que se diferencian de las grandes –en su ejemplo, la alemana– por su vitalidad (polémicas, escuelas, revistas), por su vínculo claro con un pueblo (incluyendo una idea de lo nacional y de lo político) y por una cierta ligereza proveniente de la ausencia de grandes modelos, es decir, ausencia de una dominancia de los clásicos. Son literaturas donde los talentos escasean, dice Kafka. ¿Pertenecía él a una literatura pequeña? La respuesta es negativa. Pero depende de cómo se juzgue la identidad lingüística de Kafka y hasta qué punto esa identidad esté articulada sobre lo alemán.

      FORZADA METAMORFOSIS

      El célebre libro de Gilles Deleuze y Félix Guattari dedicado a Kafka, que lleva la idea de una “literatura menor” en el título, universalizó este nombre. Su programa se inscribe en una múltiple controversia dentro del ambiente intelectual francés de los años setenta del siglo XX. Esa controversia fue instalada por los autores contra el psicoanálisis, contra el estructuralismo y contra la interpretación (en especial de la ley y su conexión con “lo edípico”), en favor de un Kafka político, un Kafka máquina de escritura, una experimentación de Kafka.12 En este marco, la lógica subyacente a todo cambio debe ser no la Historia con mayúscula sino el devenir. Y quienes cambian también han de pensarse de forma nueva. Para esto, Deleuze y Guattari introducen el concepto de agenciamiento, que resolverá el agudo problema del sujeto, planteado radicalmente por Michel Foucault poco antes. Nada de trascendencia de la ley,