Andrew Johnson

Las Iglesias ante la violencia en América Latina


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      Alexander Wilde

      “Veo a la Iglesia como un hospital de campaña después de la batalla… Hay que curarle las heridas... curar las heridas… y hay que comenzar por lo más elemental.”

      —Papa Francisco, Roma, septiembre de 2013

      “Vivimos en un país en guerra… ¡Tanto dolor, tantos seres amados muertos! Esos jóvenes viven en grupos armados, ¿cómo sacarlos del conflicto? Tiene que haber una solución… En nuestro trabajo buscamos… transformar a la persona. Le tendemos la mano a la persona allí mismo donde está.”

      —Padre José C., Urabá, Colombia, junio de 2013

      En la América Latina actual sorprenden por igual la violencia y la religiosidad. Durante el medio siglo pasado la región ha dejado de caracterizarse por la inestabilidad política y las dictaduras para dar paso a gobiernos elegidos en las urnas, en tanto que sus sociedades y economías experimentaban profundos cambios, aunque los elevados niveles de violencia seguían siendo un persistente problema. Durante ese mismo período, la religión ha demostrado un asombroso dinamismo como fuerza social. Este libro, fruto de un proyecto de colaboración de dos años que ha investigado la repercusión social de las respuestas religiosas activas ante la violencia, lo alentó el deseo de comprender mejor la llamativa coincidencia de esos fenómenos y la relación entre ambos.[1] Los diferentes capítulos ponen de manifiesto un abanico de respuestas de las Iglesias cristianas y de sus integrantes, unas y otros guiados por su fe, pero el principal objetivo del libro es arrojar luz sobre la vitalidad religiosa orientada a una acción constructiva, más concebida para mitigar la violencia que para utilizarla o justificarla.

      La violencia fue una dimensión definitoria de la historia latinoamericana durante las décadas de 1970 y 1980, y hoy en día, en muchos sentidos, la región sigue siendo una de las más peligrosas del mundo. Los datos actuales sobre homicidios, agresiones, actos de violencia policial y secuestros son alarmantes, y en las encuestas la criminalidad encabeza la lista de preocupaciones de la población. Los indicadores no llegan a reflejar la profunda sensación de inseguridad en la que, para muchas personas, se enmarca la vida cotidiana. Durante ese mismo período, la religión ha experimentado una extraordinaria renovación en cuanto dimensión vital y social en Latinoamérica. A consecuencia del Congreso Vaticano II (1962-1965), la Iglesia católica asumió una activa misión social, con nuevos ministerios pastorales, y originales e influyentes, pero también polémicas, teologías. En muchos lugares defendió públicamente los derechos humanos frente a regímenes represivos. Por toda la región surgieron, a una velocidad nunca vista en la historia, Iglesias evangélicas y pentecostales que ponían en cuestión siglos de dominio cultural católico. En las zonas populares de las ciudades y el campo latinoamericanos sus templos se han convertido en una presencia característica y constante. Estos profundos cambios que afectan al cristianismo católico y protestante permiten atisbar la vitalidad de la religión como fuerza social.

      A partir de finales de la década de 1960 y hasta la de 1980 —un período de regímenes represivos y violentos conflictos civiles— la Iglesia católica tuvo una importante presencia pública en muchos países. En esa época la violencia se consideraba mayormente un fenómeno político: era algo que los regímenes autoritarios utilizaban para mantenerse en el poder, en muchos casos frente a movimientos guerrilleros que recurrían a las armas para derrocarlos. El entorno internacional de la Guerra Fría y la frecuente intervención de Estados Unidos en la región fueron el telón de fondo de esos conflictos, y ambos bandos se envolvieron en ideologías políticas para legitimar su recurso de la violencia. En ese contexto los católicos también estaban divididos, mostrando distintas opiniones sobre la legitimidad de quienes se servían de la violencia. Los progresistas simpatizaban con los guerrilleros revolucionarios que pretendían derrocar a dictaduras que representaban al poder establecido. Los conservadores apoyaban a las autoridades existentes y justificaban la represión estatal. Pero, para la mayoría de los católicos que pasaron a la acción, la preocupación primordial eran los sufrimientos que ocasionaba la violencia, tanto la que se ejercía en nombre de la seguridad nacional como la que se hacía en nombre de la revolución. Con el tiempo, muchos encontraron en los derechos humanos una nueva base para proclamar el compromiso cristiano con la defensa no violenta de la vida humana y la denuncia de la “violencia estatal” de los regímenes represivos.

      Desde la década de 1980, en toda Latinoamérica los regímenes autoritarios fueron sustituidos por gobiernos elegidos en las urnas. En el contexto más abierto y fragmentado de las “democracias reales”[2] (Schmitter, 2009; cf. O’Donnell, 2004), sigue habiendo violencia pero se suele considerar que es un fenómeno más social que político. Las mafias criminales y las pandillas juveniles son las manifestaciones más identificables de una sensación de inseguridad muy extendida. A los gobiernos surgidos de las urnas se los acusa con frecuencia de corrupción y de complicidad con esos actores, pero en general, y al contrario que en el período de los regímenes autoritarios, no se suele considerar que el propio Estado sea el origen principal de la violencia. Esta es la razón de que, en parte, las reacciones religiosas ante el fenómeno carezcan del carácter dramático del pasado y de que las Iglesias sean menos visibles en la vida política. Del mismo modo, los estudios sobre religión son más diversos y están más dispersos que los de la época anterior (enmarcados, por ejemplo, en debates relativos a la teología de la liberación).

      Con todo, las Iglesias están afrontando la violencia actual de formas muy distintas entre sí y con importantes iniciativas. Como este volumen demuestra, sus enfoques y perspectivas pueden complementar —o contradecir— las de los gobiernos, los organismos internacionales, las asociaciones de la sociedad civil y las del conjunto de la población. Estos nuevos estudios hacen un especial hincapié en el carácter religioso de sus reacciones —en cómo relacionan su misión y su fe con la violencia en distintos contextos—, con el fin de comprender mejor cómo y por qué han pasado a la acción. Este enfoque también arroja luz sobre dimensiones desatendidas en otras formas de abordar la violencia, apuntando distintas y posibles estrategias para mitigar sus causas y repercusiones.

      El presente volumen plantea cuatro elementos analíticos fundamentales que están presentes en sus diversos capítulos, a saber:

      1)¿Cómo y por qué las reacciones religiosas ante la violencia han cambiado o han mostrado continuidad a lo largo del tiempo? Y, en concreto, cuáles son los principales factores que parecen motivar una acción social constructiva.

      2)¿En qué medida son claramente religiosas las reacciones de las organizaciones y los individuos vinculados a las Iglesias? ¿Hasta qué punto arrojan luz sobre las dimensiones morales de la violencia?

      3)¿Cómo han ido cambiando con el tiempo los rasgos de la propia violencia, según los han percibido las Iglesias?

      4)¿Cuándo tienen más repercusiones las reacciones religiosas ante la violencia?

      Para abordar estas cuestiones, los participantes en el libro se basan en varios corpus académicos. El más importante es el estudio contemporáneo de la religión en Latinoamérica, que durante el pasado medio siglo se ha ido desarrollando en diversas fases hasta convertirse en un importante y complejo campo de investigación. Inicialmente, su desarrollo lo alentó el dinamismo del catolicismo en la década de 1960 y la aparición de una Iglesia y de una teología de la liberación progresistas. Esta investigación sobre la época autoritaria estuvo dominada por cuestiones relativas al carácter de las comunidades eclesiales de base y su influencia en la Iglesia, así como por la nueva relación de la institución eclesiástica y de actores vinculados a la religión con el entorno político y la violencia política (por ejemplo, Berryman,1984; Dodson, y O’Shaughnessy, 1990; Levine, 1980, 1981, 1986; Lowden, 1996; MacLean, 2006; Mainwaring, 1986; Mainwaring, y Wilde, 1989; Mallimaci, y Villa, 2007; Mignone, 1988; Smith, 1982; Tovar, 2006). Un corpus de investigación reciente, centrado sobre todo en Argentina, ha arrojado todavía más luz sobre los elementos católicos preconciliares que justificaron la violencia represiva (Serbin, 2000; Verbitsky, 2005, 2006, 2007, 2008, 2009; Vidal, 2005).

      El notable ascenso de las Iglesias evangélicas y pentecostales atrajo a una nueva generación de estudiosos, interesados en su especificidad y en el