similar en la confianza que Johnson descubre que suscitan los pastores pentecostales al ejercer su ministerio en las cárceles de Río de Janeiro.
—Tate, Pachico, Frank-Vitale y Arellano-Yanguas demuestran cómo consiguen los actuales ministerios pastorales católicos aprovechar los recursos nacionales e internacionales que facilitan los vínculos con otros niveles de la estructura jerárquica de su Iglesia. Por el contrario, el carácter de las Iglesias evangélicas, más centradas en la congregación —así como cierta tendencia a la competencia entre pastores, que apuntan varios autores—, parece una limitación (así es, desde luego, si se compara esta situación con el importante apoyo internacional que a lo largo de la historia han dado los protestantes a los derechos humanos, analizado por Kelly).
En el libro, varios autores analizan la dimensión específicamente espiritual del ministerio social católico, que se asienta en cuestiones fundamentales, relativas al liderazgo religioso frente a la violencia. Con perspicacia, Arellano-Yanguas analiza lo que denomina “espiritualidad del protagonismo de las bases”, en un acompañamiento que conlleva un compromiso religioso destinado a empoderar a las comunidades locales y a responder a sus perspectivas. Tate arroja luz sobre cómo ha evolucionado esa espiritualidad durante varias décadas de práctica pastoral respondiendo a los cambios registrados en el origen y los niveles de violencia. Por su parte, Wilde identifica la existencia de una fructífera dinámica entre las iniciativas registradas dentro de la “sociedad civil de la Iglesia” (véase el capítulo de Levine) y algunos líderes eclesiásticos sensibles, con vistas a la defensa de los derechos humanos en Chile. En todos estos casos y en otros se puede identificar una interacción explícitamente religiosa inherente al contacto directo entre el clero y las poblaciones marginadas, lo cual otorga a esos ministerios pastorales una presencia social de repercusiones potencialmente mayores. En sí mismos, esos ministerios no son una panacea, ya que, como Pachico y Tate nos recuerdan, está claro que hay fuerzas de cambio político y económico más potentes que determinan el alcance y la complejidad de la violencia en Latinoamérica. Más bien, su presencia constituye un pertinaz recordatorio de las “violencias” cotidianas que presenta la vida en las barriadas urbanas y espacios marginales, con poblaciones maltratadas y dejadas de lado por los grandes procesos de cambio. Yendo más allá de su modesta escala, esos ministerios arrojan luz sobre las verdades de la violencia, para proclamar que las soluciones duraderas deben abarcar dimensiones de la vida humana que están por encima de las fuerzas seculares y materiales. Al hundir sus raíces en el pasado autoritario, siguen siendo fundamentales para la presencia de la Iglesia en las democracias reales del presente, en las que están llamados a curar las heridas, partiendo de lo más elemental.
Panorámica de este libro
Los dos capítulos siguientes del presente volumen —dedicados a los “derechos” y a la “violencia”— otorgan profundidad analítica e histórica a temas capitales de la obra que sus otros autores abordan más específicamente. Daniel H. Levine, cuyo trabajo ha contribuido de formas tan diversas al estudio de la religión en Latinoamérica, relata de manera magistral cómo llegó el catolicismo a hacer suyos los “derechos”, tanto en la teoría como en la práctica. Su análisis, tan sintético como sutil, proporciona abundante información contextual para comprender las dimensiones religiosas del movimiento de defensa de los derechos humanos, la importancia de la teología de la liberación y del catolicismo social, y las maneras que tiene realmente la fe de inspirar la acción social. Esclarece una amplia gama de factores que conforman los ministerios pastorales que afrontan la violencia —entre ellos la “legitimidad” de la Iglesia y la “confianza” en ella, sus “recursos críticos, tanto materiales como morales” y las consecuencias de su presencia entre los pobres—, todos ellos tratados en capítulos posteriores. El capítulo temático de Robert Albro, que analiza la violencia pasada y presente, parte de un considerable corpus de textos académicos contemporáneos para ahondar en los debates sobre sus causas y carácter. Describiendo la omnipresente realidad de la violencia que está “arraigada en las sociedades democráticas latinoamericanas, insiste en lo importante que resulta comprender las diversas formas de experimentar la violencia cotidiana. En capítulos posteriores, dedicados a la violencia actual, se observan las limitaciones que presentan las concepciones e instituciones liberales —empezando por las de los propios Estados latinoamericanos— al afrontar esas realidades.
Los seis capítulos siguientes, que componen la primera parte del libro, reexaminan cómo reaccionó la Iglesia ante la violencia de las décadas de 1970 y 1980 defendiendo los “derechos humanos”. Aportan perspectivas renovadas y nuevas fuentes a relatos muy conocidos para más de una generación de estudiosos. En términos generales, todos son “revisionistas”, en el sentido de que se distancian históricamente del fenómeno para esclarecer factores o dinámicas solo parcialmente entendidas en el fragor de los acontecimientos, o utilizan nuevos marcos de análisis para aclarar la relevancia que hoy en día tiene para las Iglesias el legado de los derechos humanos. Analizan cómo percibían las Iglesias de entonces esos derechos y la violencia, y de qué manera las diferentes comunidades y estratos de dichas Iglesias (entre ellos el internacional) entendían su fe y conformaban respuestas activas. Esos capítulos se ocupan menos de teología o de ideología (elementos predominantes en estudios anteriores sobre la teología de la liberación) que de cómo pudieron reflejarse las ideas en el comportamiento y la acción. Para terminar, centrándose en la “violencia”, esos seis capítulos comienzan a conjugar dos corpus académicos —relativos a la religión y los derechos humanos— que se habían desarrollado de forma bastante independiente.
Como corresponde, este apartado lo encabezan dos capítulos escritos por historiadores. El de Patrick William Kelly parte de una considerable indagación en fuentes primarias para reexaminar el papel que a lo largo de la historia ha tenido la defensa en el ámbito internacional de los derechos humanos por parte de las Iglesias. En un análisis que se enmarca en el nuevo campo de la historia transnacional, demuestra cuidadosamente de qué manera los activistas religiosos abandonaron en la década de 1970 el enfoque humanitario para utilizar abiertamente conceptos y prácticas de los derechos humanos. De manera convincente señala que sus iniciativas contra las dictaduras militares de Brasil y Chile —ambas examinadas en capítulos posteriores— marcan un importante punto de inflexión. Con perspectiva histórica, Virginia Garrard-Burnett describe qué reacciones religiosas suscitó la violencia en la Centroamérica de las décadas de 1970-1980, proporcionando un revelador y matizado examen de las tensiones existentes entre la simpatía por los levantamientos armados y la no violencia cristiana. Mediante un análisis de las diferentes trayectorias nacionales del período, insiste en que la defensa de los derechos humanos debe mucho a la teología de la liberación y a las estrategias de acompañamiento pastoral que, “profundamente basadas en una demanda básica de respeto y de justicia y en la dignidad fundamental de cada ser humano”, condujeron al deseo de compartir las experiencias de los pobres. También aporta una reveladora interpretación del papel de los actores religiosos en los procesos regionales de paz de la década de 1990, situando ambos elementos en sus contextos regional e internacional.
Los cuatro capítulos siguientes, realizados por científicos sociales con perspectiva histórica, analizan casos nacionales (Chile y Brasil) en los que la Iglesia destacó en su defensa de los derechos humanos, así como otro caso (el de Argentina) tristemente famoso por su complicidad en una represiva dictadura. Alexander Wilde arroja nueva luz sobre el hecho de que las creencias y las prácticas religiosas condujeran a la Iglesia católica chilena a una situación de relativa unidad en la defensa de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Wilde observa una clara dinámica entre las iniciativas tomadas por grupos de orientación religiosa y su aceptación y legitimación por parte de una jerarquía sensible a las mismas. También señala que en Chile, en ese período, las estrategias pastorales de acompañamiento otorgaron una nueva base a los conceptos de la teología de la liberación: una acción que fomentó “valores de tolerancia, respeto, solidaridad y participación” y que condujo a tácticas notables de no violencia activa, contribuyendo a legitimar la transición democrática. El capítulo de María Soledad Catoggio es un ejemplo de lo que está produciendo una nueva generación de expertos en la Iglesia católica y la violencia política en Argentina. En un sintético análisis de la historia política de