Andrew Johnson

Las Iglesias ante la violencia en América Latina


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fallidos y golpes militares, malbarató aún más su “solidaridad corporativa”. En tanto que ciertos sectores reaccionarios católicos apoyaban muchos de los objetivos políticos y tácticas violentas de la dictadura militar de la década de 1970, se perseguía a sacerdotes, monjas y seglares sospechosos de simpatías izquierdistas. Muy al contrario que en Chile, la jerarquía eclesiástica argentina no los consideró mártires ni les ofreció una verdadera protección pública, aunque sí intervino en muchos de esos casos: Catoggio elabora una útil y original clasificación de ocho estrategias distintas de defensa.

      Desde nuevas perspectivas, Gustavo Morello aborda un contexto argentino en el que la violencia política era ampliamente considerada legítima con un valioso capítulo que examina cuatro tipos de respuestas de los católicos. Entre ellas figura la de los “comprometidos”, que hicieron suyo el acompañamiento pastoral; los “revolucionarios”, que intentaron transformar a la Iglesia y la sociedad; los “institucionales”, que querían que la Iglesia fuera un mediador apolítico entre el Estado y la sociedad; y los “antiseculares”, que se resistieron tanto al cambio religioso como al político. Como el autor demuestra partiendo de nuevos datos, fruto de encuestas con supervivientes de torturas, ese último grupo recurrió profusamente a doctrinas y rituales preconciliares para justificar la violencia del Estado. Por el contrario, Rafael Mafei Rabelo Queiroz analiza Brasil y los cimientos religiosos y jurídicos del importante movimiento de defensa de los derechos humanos surgido durante la dictadura. Su capítulo proporciona un original y esclarecedor análisis de los procesos que reunieron a los dirigentes eclesiásticos y a destacados abogados brasileños, convirtiendo el respeto legal a los derechos humanos en una de las bases de la oposición democrática. Partiendo de informaciones obtenidas en nuevas entrevistas, el autor señala que la alianza entre esos dos grupos se basó más en una experiencia compartida que en valores comunes. Su trabajo concluye con un sugerente planteamiento: esas iniciativas sentaron las bases de las reformas carcelarias y de las políticas de justicia y verdad oficiales aplicadas después de la transición.

      La segunda parte del libro analiza las respuestas religiosas que suscitó la violencia en las democracias actuales. La defensa de los “derechos humanos” figura entre los componentes de esas respuestas, pero ahora en un nuevo panorama político y religioso. Al contrario que en la primera parte, donde los derechos humanos son una dimensión del conflicto entre Iglesia y Estado visible en el nivel nacional, los siete capítulos de la segunda se centran en realidades locales y regionales, aludiendo solo en segundo término a factores nacionales e internacionales. Este énfasis pone de relieve cuál es la vanguardia de los estudios actuales y, en mi opinión, encaja con las iniciativas que pretenden comprender nuestro contexto actual, bastante diferente al anterior. También contrasta con la mayoría de las investigaciones que se han hecho sobre el período revolucionario-autoritario anterior, en las que se da cuenta de experiencias más inmediatas (e incluso íntimas) y de procesos subyacentes en las respuestas religiosas a la violencia. En esta segunda parte se da un equilibrio prácticamente perfecto entre los casos centrados en la Iglesia católica, y los referentes a las evangélicas y pentecostales; lo cual refleja la masiva presencia de estas dos últimas en la Latinoamérica actual. La disposición de los siete capítulos de esta parte pretende estimular el debate sobre los elementos comunes y dispares de las tradiciones y la práctica religiosas, así como acerca de las diversas manifestaciones de la violencia en cada contexto.

      El capítulo de Elyssa Pachico constituye una vigorosa introducción a estas cuestiones. Es el primero de los tres dedicados a Colombia, un país que durante medio siglo ha sufrido múltiples tipos de violencia, y se enmarca en una perspectiva histórica de amplio espectro que plantea la constante y prolongada presencia de los jesuitas en una región profundamente conflictiva. Pachico analiza de forma original un innovador programa pastoral de quince años que vincula la paz con el desarrollo, explicando que este ministerio conjuga una base espiritual con una orientación práctica. La autora examina un abanico de estrategias pastorales que, con el fin de construir la paz “desde abajo”, afrontan las causas últimas de la pobreza y la violencia, fomentan el desarrollo económico empoderando a la comunidad y apelan a todas las partes interesadas, incluso a los violentos. Aunque ciertos aspectos de este programa se han reproducido en otras regiones colombianas, la autora apunta claramente sus limitaciones. Perú, que, al contrario de Colombia, está en gran medida libre de violencia política en la actualidad, es el escenario del capítulo de Javier Arellano-Yanguas. Su análisis sugerente y conceptualmente refinado del acompañamiento pastoral católico en pequeñas comunidades que se enfrentan a industrias extractivas constituye una notable aportación al estudio actual del conflicto social. Arellano-Yanguas, diferenciando claramente entre el acompañamiento y otras posibles respuestas de la Iglesia (ausencia, mediación y liderazgo) a conflictos locales de ese tipo, analiza los diversos medios que utiliza el clero para “escuchar” a las comunidades. Su estudio le permite apuntar una hipótesis que merece investigarse en otros entornos: “la existencia de esa espiritualidad del acompañamiento filtra la dimensión ideológica de la teoría de la liberación y genera un tipo característico de participación de la Iglesia que respeta el liderazgo de las comunidades locales”. Lo mismo puede decirse de la provocadora conclusión de que, en los conflictos que él ha analizado, la “verdadera incorporación del discurso medioambiental y de los derechos humanos dentro del marco religioso se produce gracias a las prácticas pastorales en la base”.

      Complementando los capítulos de Pachico y Arellano-Yanguas, Winifred Tate ofrece interpretaciones profundamente fundamentadas sobre un repertorio de respuestas pastorales católicas a diversas formas y fases de la violencia en una región fronteriza colombiana. Mediante un reflexivo y matizado relato analiza respuestas que van desde el acompañamiento a las comunidades hasta el diálogo con grupos armados, pasando por la reivindicación “profética” ante funcionarios y diversas formas de “testigo misericordioso” frente al sufrimiento. Describiendo la evolución de los acontecimientos durante unas tres décadas, demuestra el imperecedero legado de los ministerios pastorales ejercidos por sacerdotes “del lugar” que, respondiendo a las necesidades y posibilidades de distintos períodos, han promovido, entre otras cosas, el empoderamiento de las mujeres y la documentación de la memoria histórica (en espera de “un tiempo futuro cuando la justicia fuera posible”). En conjunto, Tate ofrece un revelador ejemplo de cómo plantea el catolicismo actual el ministerio de carácter social, desde sus “obligaciones pastorales de servir a todos”, ocupándose también de las conexiones intraeclesiásticas y de las relaciones con los organismos nacionales e internacionales. Robert Brenneman deja patentes los elevados niveles de violencia existentes en la Centroamérica actual y el vigor tanto de la fe católica como de la evangélica. Contrastando la violencia presente con la del pasado, señala que la legitimidad social de las Iglesias les otorgó entonces cierto poder para deslegitimar a actores violentos como los gobiernos represivos o las guerrillas revolucionarias, pero que ese instrumento es menos eficaz contra la criminalidad de las mafias y pandillas juveniles actuales, que no buscan la “bendición” de la legitimidad religiosa. El autor compara las estrategias pastorales de la Iglesia católica y de las pentecostales, ahondando especialmente en los ministerios evangélicos que, al “rescatar [a algunos miembros] de las pandillas”, pretenden demostrar el poder redentor que tiene el amor divino para convertir a quienes han rechazado a la sociedad (y han sido rechazados por ella).

      Andrew Johnson presenta un elocuente análisis complementario de los ministerios pentecostales que hoy en día se ejercen en las prisiones de Río de Janeiro con un grupo también marginado y condenado al ostracismo social. Explica el abanico de valores y prácticas expresamente religiosos que los motivan y examina cómo responden esas Iglesias y sus ministerios pastorales a necesidades no atendidas por las instituciones estatales. Aunque al principio Johnson critica el enfoque puramente espiritual del individuo que postulan esas Iglesias, sin abogar por soluciones sociales o estructurales para los problemas de esa población, sí llega a apreciar su fe en que la presencia regular en peligrosos espacios carcelarios constituye una importante forma de dar testimonio que puede ofrecer cierta protección. En su opinión, constituye una “política de la presencia” que supone un reto para las autoridades y la sociedad de Brasil. El capítulo de Amelia Frank-Vitale compara y contrasta tres albergues locales —dos católicos y uno laico—, que, además de defender los derechos de los migrantes centroamericanos enfrentados