Andrew Johnson

Las Iglesias ante la violencia en América Latina


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pobres también tomó fuerza de la adaptación gradual de la democracia como algo intrínsecamente bueno, adaptación que fue estimulada por las terribles experiencias de los setenta y los ochenta, las cuales empujaron a una gran parte de la izquierda latinoamericana a la posición de darle la bienvenida a la democracia y de trabajar dentro de sus estructuras y reglamentaciones (Levine, 2012).

      Cualquier análisis sobre el papel de los derechos en la experiencia reciente del catolicismo latinoamericano debe comenzar con el reconocimiento del impacto que han tenido la violencia y las guerras civiles en la Iglesia. Existió la violencia física directa (la quema de iglesias, el asesinato o el daño físico de los sacerdotes, monjas, catequistas y laicos) que creó mártires, impulsó actos de autodefensa institucional y estimuló a la identificación con las víctimas. El personal religioso y las instituciones religiosas (como las estaciones radiales o las organizaciones educativas) han sido blancos directos de la violencia en El Salvador, Guatemala, Chile, Brasil, Paraguay y Perú. Esta experiencia directa de terror hizo que muchos en las Iglesias se vieran a sí mismos como víctimas en defensa de derechos a la vida, y de ser libres del abuso y la tortura (Levine, 2010, 2012; Noone, 1995). Como blanco y víctimas de la violencia, las instituciones, grupos e individuos religiosos atrapados en ella trataron de entender lo que estaba ocurriendo, y al mismo tiempo dar testimonio ante la violencia, mientras buscaron respuestas que pudieran defender y preservar la vida de los seres queridos y de la comunidad en general. En Brasil, Chile, Perú o El Salvador los líderes de las Iglesias y las organizaciones auspiciadas por estas se convirtieron en los protagonistas fundamentales del movimiento por los derechos humanos, lo que frecuentemente se llevaba a cabo por medio de coaliciones ecuménicas.

      Como parte de esta volátil mezcla de violencia y transformaciones religiosas, se produjeron importantes cambios en la teología y en el repertorio ideológico de la Iglesia. Se articularon en los documentos de la Iglesia cuestiones de justicia, derecho, participación y liberación y se mantenía un esfuerzo sostenido por darle a estos temas un lugar central en la agenda de las instituciones y grupos o movimientos afiliados. Comenzando con los documentos de Medellín (1968) y Puebla (1979), especificados posteriormente en la teología de la liberación y llevados a la esfera pública en numerosas cartas pastorales y en los programas y compromisos de grupos y movimientos sociales, hubo elementos de la Iglesia católica que rompieron antiguas alianzas con el poder político y social y apoyaron a los que buscaban cambios (Gutiérrez, 2004; Levine, 1992, 2012; Smith, 1991). Articularon un punto de vista en el cual el sufrimiento no es consecuencia del pecado ni una señal del Advenimiento, sino que debe ser entendido como resultado de un orden social injusto y de un gobierno represivo. Los creyentes lo identifican como estructuras del pecado social, lo cual legitima la resistencia y los une a trabajar de manera activa con otros en defensa de la vida. Desde esta posición, sectores dentro de las Iglesias se colocaron del lado del cambio social y político, y en contra del control autoritario.

      La religión y el derecho: teoría y práctica

      Este no ha sido un proceso sencillo o fácil. La teoría y la práctica de los derechos es terreno contestatario dentro de la Iglesia, con luchas por controlar la agenda pública de las Iglesias y determinar de qué forma deben utilizarse los recursos de aquélla.[4] Las disputas continuas sobre los derechos resaltan el hecho de que la religión (y las Iglesias) no deben ser comprendidas como monolíticas o unidimensionales. Coexisten múltiples tendencias, a veces contradictorias, que provienen de variaciones dentro de la tradición legal y teológica de la fe en cuestión. El análisis que centra su atención exclusivamente en la Iglesia y sus líderes, o en los documentos formales de la primera, puede perder de vista gran parte de lo que está en juego. Los líderes y los documentos son importantes, controlan los recursos y pueden legitimar o desentenderse de las iniciativas. Pero no son todo el proceso, ni actúan por sí solos.[5] Deben ser vistos dentro del contexto de las ideas e iniciativas que surgen de la sociedad civil, incluyendo a la sociedad civil dentro de la misma Iglesia (Levine, 2009; Romero, 2009).

      La idea de una sociedad civil en la Iglesia puede sorprender a aquellos que permanecen atados a una concepción exclusivamente jerárquica de la Iglesia católica, en la cual el poder, la autoridad y el conocimiento va de arriba hacia abajo. Desde este punto de vista, el papa sabe más que los cardenales, los cardenales más que los obispos, los obispos más que los sacerdotes, los sacerdotes más que las monjas, las monjas más que los laicos, y así sucesivamente. Pero este no es el único modelo existente de Iglesia. No toda la autoridad (ni siquiera en la Iglesia católica) es autoritaria en su concepción y práctica.[6] Recobrando las viejas tradiciones, los documentos centrales del Concilio Vaticano II enfatizaban que la Iglesia es más que las instituciones y funciones legalmente definidas: es el Pueblo Peregrino de Dios haciendo su camino a través de la historia. Los creyentes comunes y corrientes son también “la Iglesia” y tienen puntos de vista y valores de cuantía independiente. Como cuestión empírica, la Iglesia católica combina la centralización con la diversidad y la descentralización. Múltiples grupos y voces disfrutan de autonomía considerable, independientemente de las presiones de los prelados o funcionarios del Vaticano. Entre los grupos relevantes están las congregaciones religiosas de hombres y mujeres, instituciones educativas (incluyendo las universidades), publicaciones periódicas, casas editoras, así como varias organizaciones y coaliciones de laicos. Muchas políticas y posiciones públicas de los papas san Juan Pablo II y Benedicto XVI, así como su énfasis repetido en la unidad y la disciplina, pueden entenderse como el esfuerzo por reinar en esta diversidad y controlar estas voces. Dicho de manera sencilla, estos esfuerzos no tuvieron éxito.[7]

      Estas evidentes pluralidades y complejidades significan que las referencias convencionales a “la Iglesia y el Estado” ya no proporcionan un marco de análisis adecuado, si es que alguna vez lo fueron. Hay demasiados actores con participación en este proceso, no solo las Iglesias como organizaciones, sino también múltiples grupos cuya afiliación a las Iglesias institucionales es mucho más relajada que lo que sugieren los modelos tradicionales (Levine, 2012). En la práctica, la forma en que los líderes de la Iglesia responden a los grupos afiliados a la Iglesia o a los grupos de inspiración cristiana es fundamental para la evolución de la práctica de los derechos. Las posibilidades van desde el rechazo y la marginación (Argentina), al apoyo y la protección (Brasil, Chile), con muchos puntos entre estos dos extremos. Como si fuera poco, a veces se producen fuertes divisiones dentro de la jerarquía de la Iglesia, así como entre los obispos y las órdenes religiosas.

      En todo caso, las tradiciones legales y teológicas de las grandes religiones nunca son estáticas: se genera un proceso continuo de argumentaciones, renovaciones y redescubrimientos que hacen relevantes las viejas ideas en las nuevas y cambiantes circunstancias (Appleby, 2000). En el caso particular de los derechos en América Latina, los líderes y activistas han encontrado inspiración en múltiples fuentes: en encíclicas papales recientes (Pacem in Terris, Mater et Magistra, Evangelii Nuntiandi), en los documentos del Concilio Vaticano II, en las conclusiones de las reuniones regionales de los obispos católicos de Medellín y Puebla, en las cartas pastorales de obispos individuales y conferencias episcopales nacionales, así como se señaló anteriormente, en los elementos de la teología de la liberación que proporcionan las bases para el derecho junto con las líneas del programa de acción (Levine, 2006a, 2006b, 2009, 2010, 2012).[8]

      En su reciente historia del movimiento por los derechos humanos, Neier (2012: 27) plantea que el concepto de los derechos humanos requiere el compromiso con tres principios: “… que el derecho es natural y por lo tanto, inherente a todos los seres humanos y no sólo a los que los poseen a partir de sus relaciones con una entidad particular o régimen político; que todos son iguales con los mismos derechos y que los derechos son universales y por lo tanto aplicables en todas partes”. Wolterstoff (2012: 43) apunta que la idea de los derechos humanos naturales está basada en la concepción de la ley natural que daban por sentado los padres de la Iglesia, y estos incluyen no solo lo que pudiéramos llamar derechos civiles sino también el derecho a la tierra, a la salud, a una vida decente y digna. Así que los derechos han sido construidos a través de la socialización y tienen sentido en el contexto de la comunidad. El reclamo de derechos está basado en el valor intrínseco del individuo, lo cual descansa en la ley natural, en la creencia de que los seres humanos han sido creados a imagen