comienza aquí y ahora —“La venida del reino de Dios no se producirá aparatosamente, ni se dirá ‘vedlo aquí o allá’, porque mirad, el reino de Dios ya está en medio de vosotros” (Lucas 17,20-21).
El teólogo Gustavo Gutiérrez se refiere a la pobreza como “la muerte temprana” —una condición que conduce a una vida limitada, truncada y con frecuencia dolorosa—. En última instancia, escribe Gutiérrez (1996: 57): “La decisión de optar por los pobres es una decisión por el Dios de la vida, por el amigo de la vida, como se dice en el Libro de la Sabiduría (11,25). La experiencia cercana de la violencia y de la muerte injusta no tolera evasiones o consideraciones abstractas sobre la resurrección de Jesús, sin la cual nuestra fe sería vana al decir de Pablo”. Establece una conexión explícita entre el compromiso con el Dios de la vida, el compromiso con los pobres y las preocupaciones sobre los derechos humanos:
La pobreza… significa en última instancia muerte. Muerte física de muchas personas y muerte cultural por la postergación de tantas otras. La percepción de esta situación hizo que hace un par de décadas surgiera con fuerza entre nosotros el tema de la vida, don del Dios de nuestra fe. La temprana aparición del asesinato de cristianos debido a su testimonio, convirtió en algo aún más urgente esta preocupación. Una reflexión sobre la experiencia de persecución y martirio ha dado vigor y envergadura a una teología de la vida, permitiendo comprender que la opción por los pobres es una opción por la vida. (Gutiérrez, 1996: 56-57).
La visión de Dios como el Dios de la Vida y la insistencia en que hay una sola historia adquieren enfoque práctico a través del análisis y la comprensión de la pobreza, no como una condición natural, sino más bien como producto de circunstancias sociales e históricas específicas. La conceptualización de la pobreza que da fundamento a la teología de la liberación, es a la vez material y concreta, espiritual y una cuestión de compromiso. Gutiérrez plantea:
El nuestro es el único continente que es un continente mayoritariamente pobre y cristiano a la vez. La presencia de una masiva e inhumana pobreza condujo a preguntarse por la significación bíblica de la pobreza. Hacia mediados de la década del 60 se formula en el campo teológico la distinción entre tres acepciones del término pobre: a) la pobreza real (llamada con frecuencia, material) como un estado escandaloso, no deseado por Dios; b) La pobreza espiritual, en tanto infancia espiritual, una expresión de la cual —no la única— es el desprendimiento frente a los bienes de este mundo; c) la pobreza como compromiso: solidaridad con el pobre y protesta contra la pobreza (Gutiérrez, 1996: 7-8) [NT: cursivas en el original].
La fuerza de este planteamiento reside en la forma en que combina el concepto de condiciones sociales con el compromiso para la acción y en que enraíza a ambas en la visión bíblica del Dios de la Vida. Estas acciones que impone son muy específicas: solidaridad, acompañamiento y trabajo con los pobres y los desposeídos de poder a fin de empoderarlos en la lucha por el cambio. Con frecuencia esta preferencia manifiesta por la pobreza material es criticada como demasiado exclusiva, parcial o excesivamente politizada.[13] Pero aquellos que trabajan desde una perspectiva liberacionista insisten en que su posición es profundamente bíblica, elemento esencial de cualquier fe auténtica. Gutiérrez (2004: 571) la explica con mucha claridad:
El motivo último del compromiso con los pobres y oprimidos no está en el análisis social que empleamos, en nuestra compasión humana o en la experiencia directa que podamos tener de la pobreza. Todas ellas son razones válidas que juegan sin duda un papel importante en nuestro compromiso, pero en tanto que cristianos este se basa fundamentalmente en el Dios de nuestra fe. Es una opción teocéntrica y profética que hunde sus raíces en la gratuidad del amor de Dios, y es exigida por ella […] En otras palabras, el pobre es preferido no porque sea necesariamente moral o religiosamente mejor que otros, sino porque Dios es Dios. Esta aseveración choca con nuestra frecuente y estrecha manera de entender la justicia, pero precisamente esta preferencia nos recuerda que los caminos de Dios no son nuestros caminos (Gutiérrez, 2004: 571).
Gutiérrez reconoce que muchos se han cuestionado si la Iglesia puede estar perdiendo su identidad religiosa con semejante inmersión en la política. Otros, observa el autor, han ido más allá. “Desde posiciones de poder han violado de manera descubierta los derechos humanos defendidos en los documentos de la iglesia y asestado duros golpes contra los cristianos que han expresado su solidaridad con los pobres y oprimidos”. Haciendo eco del arzobispo Romero, continúa: “La correcta inserción en el mundo de los pobres no distorsiona la misión de la iglesia. La realidad es que es aquí donde la iglesia encuentra su plena identidad como señal del Reino de Dios al que todo hemos sido llamados y en el cual los pobres y los oprimidos tienen un lugar privilegiado. La iglesia no pierde su identidad en la solidaridad con los pobres, sino que la fortalece” (Gutiérrez, 2004: 592).
Ampliando el alcance de los derechos
El análisis anterior apunta hacia las bases evolutivas de lo que podríamos llamar una visión integral expandida de los derechos en el catolicismo latinoamericano. La visión integral u holista considera que los derechos económicos, sociales, legales y políticos están interconectados de manera correcta y necesaria y que se enriquecen mutuamente. La visión holista adquiere fuerza moral y práctica a partir de un vocabulario enraizado en lo religioso que legitima la organización y la acción en defensa de esos derechos como expresión de fe auténtica. El compromiso con el Dios de la Vida y las demandas de solidaridad y acompañamiento hacen que la Iglesia vaya más allá de trabajar por los pobres para acompañar a los pobres y poner sus instituciones y recursos a la disposición de estos últimos. También amplía el alcance del concepto, yendo más allá de la defensa netamente legal de sus derechos para incluir derechos tales como la educación, la tierra, el trabajo, la salud y la libertad de movimiento, entre otros aspectos. A partir de sus postulados, se produce una transición que va de los derechos legales al apoyo abierto a los movimientos de los campesinos sin tierras, los ocupantes ilegales en las áreas urbanas, los prisioneros políticos, los desempleados y a grupos similares. En Perú o El Salvador las coaliciones ecuménicas de base trabajaron en defensa de sus derechos, mientras que en Brasil, Perú y Chile la Iglesia católica con el apoyo de otros y el acceso a importantes redes trasnacionales puso sus recursos al servicio de la defensa de los derechos humanos y las víctimas de la represión (Brysk, 2004; Burdick, 2004; Carter, 2010; Chapman, 2012; Fitzpatrick-Behrens, 2011; Kovic, 2005; Sikkink, 1993, 2011; Wechsler, 1990; Youngers, 2003).
Exponer las cosas de este modo no significa menospreciar la importancia de los derechos legales, y de la defensa de los derechos civiles clásicos. Está claro que estos son esenciales para la capacidad de ejercer cualquier derecho, y medulares en el esfuerzo por defender la vida de las víctimas del abuso oficial y ayudar a sus familias. Con frecuencia la defensa de los derechos humanos clásicos (la oposición a la tortura y el abuso, la protección de la integridad del cuerpo, la promoción al derecho de la libre expresión, de la prensa y de reunión) se asocia con el esfuerzo por promover los derechos en otras áreas, lo que incluye las personas que no tienen poder de acceso a las instituciones y a ser capaces de articular sus necesidades de manera eficaz. Los casos legales también son importantes en sí mismos, además del papel que han desempeñado en tantos casos abogados individuales, asociaciones legales y consejos de juristas. El caso de Emilio Mignone es ejemplar (Del Carril, 2011; Mignone, 1988, 1991). Mignone era un prominente laico católico en Argentina, abogado y figura política con antecedentes políticos conservadores. Su hija Mónica fue secuestrada y desaparecida por “las fuerzas de seguridad” poco después del golpe militar de 1976. Nunca fue encontrada. El delito de la joven era su compromiso con la opción preferencial por los pobres, lo que la llevó (como a muchos jóvenes argentinos que también fueron secuestrados, torturados y desaparecidos) a trabajar en los barrios pobres, esfuerzo que fue visto como profundamente subversivo por las dictaduras militares (Catoggio, 2006, 2008; Morello, 2012; Mallimaci, 2009; Mallimaci, Cucchetti, y Donatello, 2006). Su hijo Augusto también desapareció más tarde en ese mismo año. Al no encontrar ayuda a través de los canales típicos (amigos o contactos en la Iglesia o el gobierno) Mignone se volcó en la acción legal e institucional.[14] Se unió a la Asamblea de los Derechos Humanos y más tarde fue fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales (cels) que se convertiría en un grupo