Stokes, 1995), y la violencia asociada a la migración ilegal (véanse Oscar Martínez, 2013, y el capítulo de Frank-Vitale en este volumen).
Muchas Iglesias institucionales (si no todas) han desempeñado un importante papel en apoyar, aportar personal y legitimar las comisiones de la verdad, y en los esfuerzos por la reconciliación, lo que incluye el pago de reparaciones y ayuda concreta a las víctimas, a sus familiares y a los sobrevivientes, así como en la recuperación de la memoria (Chapman, 2001; Wilde, 2013). Esto ha sucedido en Chile, Guatemala y Perú, aunque, por supuesto, no en Argentina donde las comisiones de la verdad y sus informes fueron refutados e incluso ignorados por la jerarquía. Los que se oponen al apoyo de la Iglesia argumentan a menudo que tales esfuerzos solo revuelven el pasado y algunos —como los obispos católicos de Argentina— reclaman una “historia equilibrada”, donde se legitime a las instituciones militares y policiales en su combate de la subversión (Mallimaci, 2005). No obstante, en general el lenguaje y las organizaciones religiosas han desplegado sus esfuerzos como apoyo.
Cuando Gustavo Gutiérrez escribe acerca del Informe sobre la Comisión Peruana sobre Verdad y Reconciliación, insiste en que ignorar el pasado significa rehusarse a enfrentar un presente que tiene profundas raíces en ese mismo pasado, que bien podría repetirse. Gutiérrez no utiliza el lenguaje de la justicia restaurativa al que dio fama el arzobispo Tutu en la Comisión de Verdad y Reconciliación de África del Sur, pero insiste en que el perdón (acto totalmente libre tomado desde la perspectiva de la fe) debe distinguirse de la sanción justa por los crímenes cometidos. Citando un mandamiento bíblico (Mateo 5,4): “Bienaventurados los que lloran, los que sienten compasión, los que sufren como propios los dolores de otros”, continúa:
Se trata de un gesto que el profeta Isaías presenta con términos bellos y estremecedores: “El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros y alejará de la tierra entera el oprobio de su pueblo. Bienaventurados, felices, los que proceden así.” Al estilo de Lucas, y para una mejor comprensión del texto profético, podemos decir: “¡Ay de aquellos que un día se presentan ante el Dios de la justicia y la misericordia con los ojos secos!”, porque no supieron compartir su tiempo, su preocupación y sus sentimientos con los que veían pisoteada su dignidad de seres humanos y de hijas e hijos de Dios, con aquellos que han sufrido en el silencio y en el olvido. La Biblia llama a este gesto, consolar. Pero, precisemos, en ella consolar tiene el sentido no sólo de acoger y escuchar, sino también, y sobre todo, de liberar todo lo que provoca una situación inhumana… A esto estamos convidados hoy. Desterrando la verdad del país a partir de la verdad de esas dos horrendas décadas, la comisión nos revela los males frente a los que hemos persistido cerrar los ojos y nos propone mirar lejos para ver mejor, en perspectiva, el camino que tenemos hoy por recorrer… ¿Dejaremos pasar de largo la oportunidad que nos ofrece? De esta reconciliación hablamos. No permitamos que la verdad permanezca escondida, bajo tierra, ella también, en una de esas fosas que han ocultado tantas muertes (Gutiérrez, 2004: 464-465).
Muchas de estas labores son del tipo que legitima acciones o denuncia abusos aunque también hay ejemplos de actos de ayuda legal y económica (French, 2007; Hayner, 2002). A veces escuchamos la frase que dice “es fácil hablar” y sería justo preguntarse qué impacto pueden tener las palabras, en este caso, la transformación del lenguaje de derechos. ¿Acaso las acciones no cuentan más que las palabras? El análisis anterior resalta la estrecha relación entre las palabras y las acciones. Las transformaciones en la religión en América Latina aquí esbozadas y la creación de un nuevo vocabulario moral de derechos han tenido consecuencias tangibles y un impacto de largo alcance en la región. Los derechos humanos están ahora firmemente plasmados en las agendas de todas las instituciones importantes. También se han creado redes de grupos locales de todo tipo (incluyendo los que se dedican a los derechos humanos) que con frecuencia tienen amplias conexiones transnacionales. Esto no significa que no perduren los abusos. Claro que persisten. Sin embargo, ahora ha cobrado realidad una masa organizada e importante que monitorea y denuncia tales abusos (Sikkink, 1993, 2011; Brysk, 2005; Cleary, 2007; Friedman, y Hochstetler, 2002; Perruzzotti, y Smulovitz, 2006).
El vínculo del cambio religioso hacia una comprensión más abarcadora de derechos que se expresa en el lenguaje también se manifiesta en la acción social colectiva a través de una amplia red de movimientos sociales —la sociedad civil— que en la mayoría de los casos simplemente estaba ausente veinte años atrás. Con independencia de las múltiples dificultades encontradas por estos movimientos, y las a menudo exageradas expectativas y esperanzas puestas en ellas, su presencia cambia el escenario social y político, y abren nuevos caminos para la acción y fuentes de liderazgo que apenas ahora están comenzando a hacerse sentir.
Conclusión
La teoría y la práctica de derechos tienen profundas raíces en la religión. Su expresión particular en el catolicismo latinoamericano se nutre de esas raíces y las enriquece y extiende a nuevos campos de acción debido a la conjunción de dos elementos: la opción preferencial por los pobres que guió a muchos activistas religiosos a estar presentes entre la población pobre, compartiendo su vida y sus condiciones; y la violencia ejercida por regímenes llenos de sospechas y aun de temor que vieron este tipo de compromiso como una subversión del orden social y una traición a la auténtica misión de la Iglesia. La práctica de los derechos ha sido profundamente impactada por medio de la fuerte violencia que han experimentado los latinoamericanos en los últimos cincuenta años.
Un aspecto notable de la historia de los derechos en el catolicismo latinoamericano es el sólido rol desempeñado por la sociedad civil, lo cual incluye lo que he llamado aquí la sociedad civil dentro de las Iglesias. Grupos e individuos dentro de la Iglesia y en conjunto con otros fuera de sus estructuras organizativas, pero de clara inspiración religiosa, interactuaron con los líderes de Iglesias como parte de su esfuerzo por articular y defender los derechos humanos y extender ayuda concreta a los sobrevivientes y sus familias. A menudo experiencias como estas son consideradas como un tipo de historia desde abajo, en la cual la práctica y las presiones externas sobre los marcos formales de una institución desempeñan un papel autónomo y determinante. Hay mucho de verdad en este punto de vista, pero es importante atemperar la atención del papel de las presiones desde abajo con el reconocimiento del poder continuado de los líderes religiosos para adelantar o frenar las iniciativas, para estimular o deslegitimarlas, para dar o impedir el acceso a los recursos y las redes. Como cuestión práctica, la fuerza del compromiso de la Iglesia institucional con la articulación y la defensa de amplios conceptos de derechos desde mediados de los sesenta y hasta fines de los ochenta en América Latina, estaba asociado con una generación particular de prelados, muchos de los cuales ya han pasado a la historia. En Latinoamérica, como en cualquier parte del mundo católico, sus sucesores son más conservadores y se han mostrado más preocupados por reparar las relaciones con el Estado a la vez que refuerzan la autoridad de la Iglesia frente a la lucha con el protestantismo pentecostal pujante. La pluralidad de las redes y niveles de acción disponibles en estos momentos en América Latina, limitan el poder de los líderes de la Iglesia para restringir el trabajo por los derechos humanos, pero no lo elimina completamente.
En todos los casos, hay un proceso visible mediante el cual los grupos locales y regionales construyen contactos y forman alianzas, con frecuencia, como en Perú y Chile, con la gestión de las agencias de la Iglesia (Lowden, 1996; Drogus, y Stewart-Gambino, 2005; Carter, 2003, 2010; Tate, 2007; Youngers, 2003). Cuando las autoridades claves de la Iglesia mostraron indiferencia o estaban activamente opuestos a defender los derechos humanos como problema, el peso de la acción recayó en grupos de la sociedad civil o elementos autónomos dentro de las Iglesias. Este es el caso de la Iglesia católica en Argentina, en Perú ahora con el cardenal Cipriano, y en Colombia, donde la organización está más dispersa y el cinep (Centro de Investigación y Educación Popular), una organización jesuita, ha tomado el liderazgo en la documentación y la educación pública sobre los derechos.[18]
Este es un proceso dinámico y continuo, de modo que cualquier conclusión tiene que ser, en el mejor de los casos, provisional. Los problemas de los derechos continúan siendo prominentes en las luchas por recuperar y definir la memoria, en las leyes y en la agenda de los grupos de la Iglesia, los movimientos sociales y las instituciones públicas.