Leticia Katzer

Etnografías nómades


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que se expresa en trazos y huellas, como energía fluyente. Como sostiene también Massimo Cacciari (2009 [1985], para el nómade del desierto migrar no es una contingencia sino la misma raíz, para él la vida es vía, la errancia-como-raíz misma. En cambio, “trashumancia” responde a un modelo económico y a un ciclo ecológico estacional; constituye un término usado para caracterizar a poblaciones pastoras, vinculadas a la actividad económica ganadera. Y en todo caso “trashumancia” es una forma de nomadismo, pero no la única, ni expresión necesaria. El nomadismo es una categoría más global, que puede incluir o no una práctica trashumante (un caso paradigmático es el pueblo rom, que no es trashumante), que puede incluir o no a una actividad ganadera/pastora. Nosotros mostramos que el nomadismo es mucho más que una práctica económica ganadera y que se expresa en una multiplicidad de otras prácticas (en las formas de sociabilidad, en las prácticas de liderazgo, en las rutinas religiosas). Por ende, hablar de trashumancia para nuestro caso etnográfico sería reductivo y empobrecedor.

      Si bien la creciente y heterogénea multiplicación de “sentidos de pertenencia” por referencia a marcos identitarios plurales que caracteriza al mundo contemporáneo propicia un patrón de legitimidad para la proliferación de expresiones de “lo común” heterogéneas (desde las más marginales y ocultas hasta las más públicas, como los movimientos sociales, culturales, de género, organizaciones, asociaciones civiles, cooperativas, comunidades indígenas) e impulsa a investigadores de las ciencias sociales al trabajo de campo, esa proliferación se vuelve oclusiva cuando los marcos y trazos epistémicos y sociales en los que se basan aparecen las más de las veces como limitantes de las formas en que esa diversidad de lo común es expresada. Tal es el caso del nomadismo, categoría ausente en producciones teóricas, y no reconocida en marcos legales, como vimos. En este sentido, creemos que la revisión crítica debe apuntar tanto a lo que compete a los axiomas teóricos que se instalan como a las formas de relación, a los modos de estar-en-común que se construyen en las experiencias etnográficas y académicas. En este volumen nos proponemos mostrar que la etnografía en su acepción de “dominio histórico” (en sentido foucaultiano), de dispositivo y acto de saber/poder, como la hemos denominado (Katzer, 2009a, 2015), es un espacio que canaliza la pluralidad y agentividad política con que los diversos universos humanos devienen, según los marcos epistemológicos y teóricos sobre los que se fundamenta y según las formas de interacción que construye. Nos abocamos a la caracterización de la etnografía en el ámbito de los estudios étnicos y desde nuestra propia experiencia de campo entre 2004 y 2017 en el secano/desierto de Lavalle con adscriptos étnicos huarpes. Quisiéramos por un lado mostrar sus posibilidades creativas en tanto espacio que pone en circulación léxicos y prácticas de lo común y que identifica u opone al etnógrafo o etnógrafa con sus interlocutores en búsquedas compartidas, preocupaciones, sensibilidades, modos de vida, matrices ideológicas; y por otro lado ponderar su “valor caminante”, parafraseando a Jacques Derrida, puesto que implica un andar diseñado por las trayectorias y contingencias de quienes transitan y comparten el recorrido etnográfico.

      De este proceso al que nos referiremos en adelante y a lo largo del volumen surgió la idea de la realización del documental Nómadas. La búsqueda compartida (producido por el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, INCAA), proceso que incorporamos también como objeto de registro y análisis en este libro. El documental muestra, por un lado, una particular forma de relación entre la academia y el campo del departamento de Lavalle y, por otro, personajes, lugares, dinámicas, formas de sociabilidad, prácticas económicas en las rutinas e iniciativas nativas de vida comunitaria asociadas a lógicas nómades reactualizadas. Precisamente el documental objetiva como espacio de filmación el espacio etnográfico delimitado por la etnógrafa –la autora del presente libro– y el interlocutor amigo, y los espacios sociales que ambos van transitando, mientras se va filmando y escribiendo el libro de manera simultánea. Un libro que a la vez tiene dos versiones, una versión académica –la presente– y una versión de divulgación, con los mismos materiales etnográficos pero sin lenguaje técnico, accesible a los mismos nativos y público en general. La exposición de la propia relación etnográfica y de aquellas rutinas nomádicas propias del secano de Lavalle, resguardadas y violentamente invisibilizadas por nuestros marcos culturales, busca desafiar las barreras a las que somete la lógica colonial a la práctica científica (lo que Silvia Rivera Cusicanqui, 1990; Edgardo Lander, 2000; Walter Mignolo, 2000, y Aníbal Quijano, 2002 han llamado la “colonialidad del saber”, respecto de los marcos geopolíticos institucionales y del estatus de verdad otorgado al conocimiento producido). Esta lógica colonial se estructura y se reproduce tanto en la jerarquización de los saberes producidos culturalmente (saberes académicos/saberes populares) como en la propia práctica científica (respecto de los modos de relación academia-campo, etnógrafos-etnografiados). La colocación de esto como blanco de problematización traduce la consideración de las etnografías como “método” a su consideración como proceso y texto, a lo cual se halla orientado el film. En este el ojo, el centro que observa y objetiva, no es ya el del investigador, quien pasa a ser un otro igualmente intervenido, objetivado, atravesado, etnografiado. En la idea se entrecruzan huellas de muchos “otros”, de experiencias personales y académicas, muchas placenteras y muchas también duras y difíciles, pero sobre todo anuda búsquedas, ganas de andar, compartir y disfrutar de manera creativa de lo que va deviniendo en eso que se llama “investigación científica”.

      El énfasis puesto en la “visibilidad” de lo que entendemos se encuentra “oculto” nos trae a la memoria una interesantísima intervención de Carlos Masotta bajo los interrogantes “¿quién necesita visibilidad?”, “¿es una necesidad la visibilidad?”, “¿acaso en ciertos casos no ha sido la invisibilidad un beneficio?”. En nuestro caso estas preguntas adquieren un matiz muy particular, por cuanto la visibilidad, pensada colectivamente junto con los individuos y las familias, ha sido un deseo (no una necesidad), a la vez que una preocupación por las implicancias que pueda tener. Un deseo que nació de un proceso acompañado lleno de preguntas: ¿nos hacemos visibles?, ¿cuándo, con quién y ante quién? En conjunto, hemos deseado y decidido “hacernos visibles” todos los que participamos del proceso etnográfico, mostrando prácticas, relatos y personas absolutamente desconocidos por fuera del ámbito nativo, como también exponiendo nuestro propio espacio de campo, las formas en que hemos construido la relación etnográfica; en todo lo cual identificamos una belleza por la que sentimos orgullo y placer de compartir. En la versión documental etnográfica esta visibilidad se traduce a visualidad, lo cual le da más fuerza y legitimidad frente a prejuicios y desconfianzas instaladas.

      La parte constitutiva de nuestro enfoque científico que tiene que ver con la intuición, las situaciones de azar, las ingenuidades y astucias, el papel que nos toca desempeñar en las estrategias o iniciativas locales, la amistad que nos vincula con el personaje que se convierte en nuestro principal interlocutor, sus reacciones de entusiasmo o de disgusto, todo el mosaico complejo de sentimientos, de cualidades y de oportunidades que los preceptos de la escritura etnológica obligan a silenciar (Descola, 2005 [1993]: 428) es lo que hemos elegido como parte central del objeto de textualización de este volumen.

      Si la especificidad de la etnografía es la de ser una concepción y práctica de conocimiento que busca comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros (Guber, 2004 [1991], 2001), esta solo es posible cuando se establece auténticamente una relación entre el etnógrafo o etnógrafa y esos otros. Los nativos seleccionan qué decir y qué no, qué distorsionar y que no, según sea a quién, por qué y para qué. Lo que la gente muestra, expone y cuenta tiene mucho más que ver con la relación empática que se construye y con lo que se puede conocer también de las rutinas compartidas producto de esa relación, que con una mera neutral e instrumental relación cognoscitiva. Cuando se desconoce al otro, y más aún cuando el otro que indaga encarna la historicidad de una relación colonial (como es la relación de la academia y el Estado respecto de las etnicidades), hay desconfianza y no hay motivación para contar nada, o la hay solo para mostrar y contar muy poco. ¿Por qué, para qué contar? Basta con recorrer los extensos volúmenes y las exhaustivas descripciones de las etnografías clásicas para notar, incluso en los mismos registros de etnógrafas y etnógrafos, la ausencia narrativa de los nativos y su firme y resistente silencio. Cuando se lee con frecuencia “se mostraban ariscos ante los requerimientos de