Antonio R. Rubio Plo

Solidarios


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trata de una actitud propia de todos aquellos que se sienten humillados, sobre todo si un día formaron parte de una superpotencia, y cuando arrecian los temores, no es difícil ver enemigos en todas partes. No cabe duda de que esto es algo muy de nuestra época, donde no importan tanto los hechos objetivos sino el modo en que se sienten o perciben esos mismos sucesos. Habrá que dar una vez más la razón a Dostoievski, profundo conocer de la psicología del pueblo, cuando afirmaba que en Rusia siempre abundarán los niños de taberna soñando con una nueva revolución.

      Estas pasiones colectivas no compaginan con una mente intelectual que debe apelar a la razón. Sin embargo, lo triste es que los intelectuales se alejen de la razón y se dejan dominar por sus emociones más primarias. En una entrevista, Svetlana Alexievich recordaba el caso de Zajar Prilepin, un joven y afamado escritor ruso, que se fue a combatir con las milicias pro-rusas del este de Ucrania en 2014. El escritor tomó partido y eligió empuñar las armas trasladándose con toda su familia a la región del Donbass. Por el contrario, Alexievich opinaba que un escritor nunca debería hacer uso de las armas. Pero ante la opinión pública rusa, que es el único juicio que le importa, Prilepin ha querido aparecer como un héroe por el hecho de mandar un batallón de milicianos rebeldes y ser un asesor de los secesionistas pro-rusos. Se trata, según nuestra escritora, de un intelectual caído en una trampa en su búsqueda de un baño de gloria. Representa la tentación de algunos intelectuales que no tienen interés en proponer un pensamiento constructivo y llegan a considerar a la guerra como una idea central de la conciencia humana. La ideología, o simplemente el orgullo, llega a cegar a una persona hasta el punto de olvidar que el ser humano es más grande que cualquier guerra. Esta es la principal tesis de los libros de Svetlana Alexievich. en los que podría aflorar de continuo esta pregunta de Dostoievski: «¿Cuánto de humano hay en un ser humano y cómo proteger al ser humano que hay en ti?». La escritora subraya que Rusia, incluyendo la URSS, siempre ha estado en guerra o preparándose para la guerra, lo que demuestra lo poco en que ha sido estimada la vida humana en ese país.

      Una aproximación a las principales obras de Svetlana Alexievich nos ayudará a profundizar en la personalidad de esta excelente conocedora y continuadora de la gran literatura rusa.

      LAS MUJERES QUE NO OLVIDARON SU CONDICIÓN HUMANA

      La guerra no tiene rostro de mujer, publicada por vez primera en 1985, es la demostración de cómo las mujeres no suelen olvidar la condición humana. En cambio, recuerda Svetlana Alexievich en una entrevista con el filósofo francés de origen ruso Michel Echaltchinoff, los hombres tienden a ocultarse detrás de la Historia, porque la guerra les seduce con su acción y se recrean en el enfrentamiento de las ideas. Por el contrario, las mujeres dan preferencia a los sentimientos, aunque estos les lleven a la conclusión de que la guerra es a la vez un asesinato y un duro trabajo. A una mujer, que es la encargada de dar vida y cuidarla, le tiene que resultar insoportable la perspectiva de verse obligada a matar. Tenemos en el libro el ejemplo de una francotiradora, a la que no le resultaba sencillo pasar de disparar de un blanco de madera a un ser humano. Sin embargo, los mandos militares exigían a las mujeres que no se compadecieran del enemigo. Por el contrario, deberían esforzarse por odiarlo. Pero, como bien recuerda la autora, odiar y matar no es propio de mujeres. Las que acabaron entrando en esa terrible dinámica tuvieron que hacerse violencia a sí mismas, y se convirtieron en mitad ser humano y mitad animal.

      Con todo, los testimonios del libro indican que no había otra forma de sobrevivir. Encontramos, no obstante, excepciones como las de una soldado auxiliar de enfermería que da una hogaza de pan a un alemán prisionero, casi un niño. El alemán no daba crédito a sus ojos, pero la mujer se sintió feliz porque había sido capaz de no odiar, y se había sorprendido a sí misma. Esto me recuerda a otro pasaje de Últimos testigos: el de la madre que lleva un saco de patatas y se las niega a un prisionero alemán, pero de repente cambia de opinión, extrae unas patatas y se las da. El niño que acompañaba a aquella madre nunca olvidó la escena. A la aprensión le siguió la compasión. Fue además una invitación a no odiar porque, como bien señala Alexievich, el odio se va formando poco a poco, y no es un sentimiento original e inherente a la persona. El odio no es otra cosa que el resultado de la deshumanización del otro.

      Se relata también en el libro el testimonio de una enfermera que iba arrastrando a dos heridos, uno soviético y otro alemán. ¿Había que odiar a uno y amar al otro? ¿Se puede tener un corazón para el odio y otro para el amor? Pero esa misma enfermera terminará por reconocer que el ser humano tiene un solo corazón. Lo importante para ella era salvar el suyo, y no lo salvaría por el odio.

      Muchas de las mujeres entrevistadas en La guerra no tiene rostro de mujer compartían el credo comunista, algo que en los años del conflicto mundial era inseparable del patriotismo. Sin embargo, no siempre olvidaban la condición humana en los combates o en medio de los horrores desencadenados por el odio. Eran más fuertes que los hombres, aunque a la vez más frágiles. A Alexievich le impresionó que las mujeres tuvieran piedad de los alemanes prisioneros o vencidos, o que se compadecieran de los cadáveres de ambos lados. Los veían con pena porque eran jóvenes y hermosos. Nada de esto le transmitieron en la escuela cuando le explicaban la gran guerra patriótica. Por el contrario, todas las consignas de los mandos eran una invitación a amar la muerte, a entregar la vida por el ideal comunista o patriótico. La autora recuerda que en la biblioteca de su escuela más de la mitad de los libros trataban sobre la guerra. Otro tanto podía verse en la biblioteca de su pueblo o en la regional. Las mujeres que vivieron el período bélico no le enseñaron entonces, si bien lo harían años después, que la guerra fue para ellas, ante todo, sufrimiento.

      Cuando se publicó el libro en 1985, los censores llegaron a la conclusión de que, después de leer La guerra no tiene rostro de mujer, nadie querría ir a la guerra. En ese momento la URSS estaba envuelta en el conflicto de Afganistán. La censura atribuyó a Alexievich una excesiva influencia de Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque (1929), prototipo de la literatura antibelicista. Sus protagonistas son seis soldados alemanes alistados voluntariamente en 1914, que no tuvieron que esperar mucho tiempo para que el primer bombardeo hiciera añicos el concepto del mundo que les habían inculcado. Les habían enseñado que servir al Estado constituía el valor supremo, pero ellos sabían que el miedo a morir era mucho más fuerte. Svetlana Alexievich alegó en su defensa que en su obra se había propuesto buscar la verdad. Pese a todo, le replicaron que la auténtica verdad es «lo que soñamos, lo que aspiramos a ser». Pero la escritora no podía estar conforme con una visión de la vida que exige a los escritores escribir exclusivamente una Gran Historia, la Historia de la Victoria de 1945. No hacerlo así equivalía implacablemente a despreciar las grandes ideas soviéticas, las ideas de Marx y Lenin.

      Pese a todo, los argumentos de los censores nunca podrían convencer a una autora que amaba al hombre pequeño, a las pobres gentes, por parafrasear el título de la primera novela de Dostoievski. A este respecto, la confesión de una de las voces de La guerra no tiene rostro de mujer es tan significativa como desoladora: su marido fue condenado a diez años de prisión por haber escrito a un compañero que le costaba sentirse orgulloso de la Victoria porque «habíamos abarrotado de cadáveres nuestro terreno y el ajeno».

      HÉROES OFICIALES Y HOMBRES CON UNA CAPA DE HUMANIDAD

      Los muchachos del zinc, publicado en 1991, hace referencia a los ataúdes de zinc en los que regresaban a su país los restos de los militares soviéticos caídos en la guerra de Afganistán Al igual que en La guerra no tiene rostro de mujer, el ser humano es contemplado no desde la perspectiva del Estado, dispuesto a sacrificarlo en función de sus intereses, sino desde otro enfoque: lo que representa para su madre, su mujer o sus hijos. Alexievich fue testigo de cómo los ataúdes llegaban en la oscuridad de la noche y eran enterrados en secreto en tumbas con lápidas en las que figuraba esta escueta expresión: “Falleció”.

      En aquellos años Pravda, el periódico del Partido, publica titulares de este estilo: “Vamos a ayudar al fraternal pueblo afgano a construir el socialismo”. En efecto, gentes de familias acomodadas, personas con muchas lecturas, fueron allí y creyeron sinceramente que estaban ayudando a los afganos en su vía al socialismo. Pero este idealismo no fue lo que la escritora descubrió. Por el contrario, según afirma en su libro, se encontró con una extraña belleza: la de las ametralladoras, minas y carros de combates…