un extremo, no quedaría nada de él salvo un pedazo de carne.
Afganistán sirvió para desengañar a una escritora que hasta entonces intentaba creer en un socialismo con rostro humano. A su regreso a casa, se encaró con su padre, que la había educado en los ideales comunistas, y le contó su decepción al ver cómo los soldados soviéticos mataban en un país extranjero a personas que no conocían. Su padre no pudo contener las lágrimas. Pero las heridas se prolongarían a través del tiempo, incluso tras la desaparición de la URSS. Alexievich fue objeto de varias denuncias por haber escrito Los muchachos del zinc. Sus principales acusadoras serían madres de soldados muertos en combate, que en un tiempo abominaron de la guerra, y de quienes habían llevado a sus hijos a la muerte, pero ahora se aferraban al mito de que habían sido unos héroes. La respuesta de la escritora fue que quería mantenerse fiel a lo que llama el legado de Tolstoi: «El héroe que quiero con toda la fuerza de mi alma…ha sido, es y será la verdad». Y existen casos en que no se puede llegar a la verdad sin pasar por el dolor. Se defendió además insistiendo en que no fantaseaba y que no estaba inventando nada. Se había limitado a transcribir lo que los testigos habían querido contarle. Pero lo cierto es que la verdad se da siempre de bruces con una mentalidad educada en el amor hacia el hombre armado y su juguete favorito, la guerra.
Después de la terrible experiencia de Afganistán, Svetlana Alexievich se preguntaba qué clase de libro podría escribir sobre la guerra. Le hubiera gustado escribir un libro sobre una persona que no dispara, que no puede abrir fuego sobre otro ser humano, y que sufre con la idea de lo que realmente significa la guerra, aunque no se encontró con esa clase de persona. En una guerra como la afgana, en que la que el enemigo suele hacerse invisible, los militares disparaban primero y luego miraban a quién le habían dado, y bien podía tratarse de una mujer o de un niño. Un soldado le confesaría algo a la vez elemental y terrible: todo aquel que derrama una primera sangre acabará disparando en más ocasiones. Cuando se dispara una vez, al tirador le entran más ganas de hacerlo, llevado seguramente más por una curiosidad malsana que por el odio. Los testigos de Los muchachos del zinc han debido, sin duda, de experimentar la terrible experiencia de cómo se unen la curiosidad y el odio. Siempre es este último el que termina por imponerse.
Tal y como sucede en otras obras suyas, en este libro de Svetlana Alexievich no pueden faltar las referencias a Dostoievski, en particular a Los hermanos Karamazov. Uno de los protagonistas, Iván Karamazov, afirma que una bestia jamás podrá ser tan cruel como el hombre. Iván es el héroe-ideólogo, el tentador de su hermano Aliosha, el seminarista ortodoxo. Se trata de un hombre que preconiza un camino simple y fácil en la organización de la sociedad y de la política hasta el extremo de justificar la tortura y el sufrimiento ajeno en nombre de un bien superior o de la promesa de un paraíso venidero. Del mismo modo, los que mataban en Afganistán no se consideraban a sí mismos como malvados sino como una especie de guardianes del bien común. Se trataba de personas que sacrificaban sus rasgos de humanidad para liberar a gente ignorante como los afganos que no conocían las supuestas leyes del progreso, por estar apegados a las supersticiones de la tradición o de la religión. Sin embargo, el comandante de un batallón confesó a Alexievich que conforme pasaban los años de una guerra sin salida, se sentía cada vez más incapaz de reunir a sus soldados y darles una charla propagandística, de esas en que trataba de convencerles de que los soviéticos eran los mejores y los más justos. La trágica realidad de la guerra desmentía sus palabras, pero al menos intentaba convencerse a sí mismo de que los soviéticos aspiraban a vivir esos ideales.
Entre los más destacados testimonios de Los muchachos del zinc, está el de una madre que pierde a su único hijo en la guerra. De niño le gustaban los juguetes bélicos, y años después se ofrecerá voluntario para ir a Afganistán. Con todo, la madre le advertirá inútilmente de que le matarán, y no por la patria, sino por nada. Aquella mujer tenía muy claro que la comparación de los militares en Afganistán con los que combatieron en la guerra patriótica de 1941-45 era una falacia, por mucho que los medios oficiales afirmaran lo contrario. ¿Quién podía creerse que los soviéticos estuvieran luchando allí por defender a su país? Se puede añadir que cualquiera que haya estudiado a fondo ese período de la Guerra Fría, sacará la conclusión de que era la geopolítica, y no tanto la ideología, el motor del conflicto afgano.
La guerra de Afganistán produjo más de quince mil muertos entre el medio millón de militares soviéticos desplazados al frente. La propaganda oficial hablaba de que estaban cumpliendo un deber internacionalista, pues la URSS estaba ayudando a un pueblo hermano a construir puentes, carreteras y escuelas. Sin embargo, a los soldados no se les exigía pensar en estos temas. Debían limitarse a marchar con rapidez y adquirir una buena puntería. Sus mandos se encargarían de pensar por ellos. Esta conducta mecánica es un modo inexorable de volverse escéptico. Un combatiente soviético en Afganistán terminaría fácilmente por no creer en que lo que hacen los nuestros es siempre lo correcto y a cuestionar la verdad de lo que cuentan los periódicos y la televisión. Las consignas se dieron de bruces con la realidad cuando un soldado tenía que rematar a un amigo al que traían con la barriga destrozada. Hay que destacar también en el libro el testimonio de una madre de un excombatiente, hijo único. El joven, traumatizado por sus experiencias de combate, mató y descuartizó a uno de sus antiguos compañeros de armas. Ese hijo terminaría en la cárcel, con todos sus miembros intactos, pero con la mente alterada. La madre confesará amargamente que envidiaba a las otras madres cuyos hijos volvieron sin piernas, pero al menos pudieron quedarse a vivir con ellas.
En Los muchachos del zinc aparece una enfermera a la que dieron la estricta orden de no compadecerse del enemigo. Sin embargo, el sentido común de esta mujer le indica que es precisamente la compasión le da las fuerzas necesarias para soportar todo lo que está viviendo. La alternativa contraria supondría que los seres humanos se quedarían anclados en el odio, lo que lleva a la pérdida de la razón, o a la búsqueda de evasiones como las drogas, esa vana ilusión de intentar liberarse de todo. En otro pasaje, Alexievich dice que la guerra no hace mejor a un hombre: lo hace peor, y además nunca será el hombre que era anteriormente. Toda esta situación probablemente deba mucho a lo que se ha inculcado a los soldados desde la cadena de mando: queda prohibido ver a los enemigos como a seres humanos. Si no fuera así, los soldados serían incapaces de matar. La guerra concede licencia para matar. Un hombre que en tiempos de paz sería un asesino, cuando mata está ejerciendo la “santa tarea masculina”, en expresión de Svetlana Alexievich. Se limitaría a cumplir un deber filial para con la Patria y a defender al pueblo. Sin embargo, el odio engendra odio. Sobre este particular, una enfermera transmite un testimonio desgarrador: una anciana afgana estaba tumbada sobre la mesa de operaciones para ser curada de una herida en una arteria. Hubo un momento en que parecía que la mujer intentaba decir algo, pero lo que hizo fue escupir a los que la estaban asistiendo. Su dolor era más inmenso que su propia vida.
Debo señalar que no he conocido a muchos rusos, aunque me atrevo a hacer esta afirmación: no es fácil de extirpar en un ruso el sentimiento de humanidad. Durante el siglo XX, y especialmente en la época del comunismo, las ideologías contrarias veían al ruso como un bárbaro, un descendiente de las hordas tártaras que dominaron parte de ese país en la Edad Media. En esa visión distorsionada los rusos eran inexorablemente seres crueles. Lo más curioso es que un diplomático ruso me dijo una vez que los verdaderamente crueles son los chinos, en la actualidad teóricos aliados de Moscú. Con todo, y por poner un ejemplo, sigue sin desaparecer en la cultura rusa contemporánea la contraposición entre Gengis Khan y Occidente, en la que el conquistador es el héroe, y los occidentales los villanos. La trilogía cinematográfica inacabada del cineasta Serguei Bodrov (sobre el caudillo mongol (2007-2010) va en esa línea, aunque algunos solo han visto en ella una espectacular reconstrucción histórica.
Si hablamos de humanidad, tenemos que acudir a la experiencia de Svetlana Alexievich. Resulta algo pesimista cuando afirma que el ser humano tiene poco de humano. Se diría que tan solo una pequeña capa. Pero a continuación añade que hay que luchar por proteger esa capa en una época en la que se siguen produciendo tantos horrores como en el pasado. Así es la historia de Rusia para la escritora: una historia de horrores, que ha contribuido a insensibilizar a la gente, a crearle una piel gruesa. Sin embargo, por debajo de esa epidermis abultada aflora la humanidad, por encima de los resentimientos y de los dogmatismos de las ideologías. Coincido