nuestros valores hasta la creación de las naciones históricas. Aunque, en sentido estricto, el increyente absoluto no existe, porque, como ironizaba Chesterton, quien no cree en Dios, al margen de una Iglesia específica, no es para no creer en nada, sino para creer en cualquier cosa. Sin Dios, la criatura deambula perdida, no logra entender quién es. Jesucristo lo explicitó: «Sin mí no podéis hacer nada».
La historia de la Iglesia se halla repleta de ejemplos de personas comprometidas, como las que Marc Raibert anhela para su Boston Dynamics en pleno siglo XXI. A la vez, zangolotean personajes o colectivos deleznables, que producen rechazo a cualquiera con un mínimo de sensibilidad. Estos no han captado en su correcto sentido la expresión de Raibert cuando señalaba que el éxito de su empresa consistía en aplicar el principio build it, break it, fix it (constrúyelo, rómpelo y arréglalo). Si existe buena disposición, los errores sirven para seguir avanzando. Pablo VI resumía la historia de la humanidad en dos palabras: miseria y misericordia, miseria del hombre y misericordia de Dios. La Iglesia, tantas veces al borde del colapso parcial o global, ha mostrado una resiliencia inigualable, gracias a esa necesidad espiritual que se antoja inagotable en el ser humano. Alguien con sentido del humor, cuando falleció el chalado autor alemán que había proclamado «Dios ha muerto. Firmado: Nietzsche», punzó: «Nietzsche ha muerto. Firmado: Dios». Quizá un héroe ciclópeo como Juan Pablo II (1920-2005) tenía en el trasfondo de su pensamiento esas reflexiones cuando se preguntaba retóricamente ante miles de jóvenes chilenos: «¿Es posible construir un mundo sin Dios?; ¡Sí!, pero solo haciéndolo contra el hombre».
San Juan XXIII escribió en Mater et Magistra algo que podría haber sido refrendado por cualquiera de los responsables de organizaciones de la Iglesia en cualquier momento histórico: «Nuestra época es recorrida y penetrada por errores radicales, está angustiada, removida por desórdenes profundos; es, sin embargo, una época en la que se abre al impulso de la Iglesia una posibilidad inmensa de fe». Anticipando turbulencias tras el Concilio Vaticano II por él convocado, añadía algo también universalmente válido: «No escuchemos a los pájaros de mal agüero. No vamos a tener miedo. El miedo no puede venir más que de una falta de fe». Pueden observarse los paralelismos con estas reflexiones de Rodolfo Glaber (980-1047) a comienzos del siglo XI: «Mientras la irreligiosidad aumenta en el clero, así también crecen en el pueblo los deseos procaces e incontenibles. Después, las argucias y mentiras, los fraudes y homicidios contagiaron a casi todos, arrastrándolos a la perdición. Puesto que las tinieblas de la ceguera han invadido de la peor manera el ojo de la fe católica, es decir los más elevados cargos de la Iglesia, por eso su pueblo, que desconoce el camino de la salvación, se lanza hacia el desastre de su perdición. Con razón sucede que los mismos prelados son abatidos por aquellos a quienes debieron tener sometidos y ven que se rebelan aquellos a quienes desviaron del camino de la justicia con su ejemplo. Y no es extraño además si, al encontrarse en ciertas situaciones difíciles, no son escuchados mientras gritan, puesto que ellos a causa del exceso de avaricia se cerraron a sí mismos la puerta a la misericordia (…). Cada vez que deja de existir la religiosidad de los pontífices y se flexibiliza el rigor en la observancia de las reglas por parte de los abades, y al mismo tiempo se debilita la disciplina de los monasterios, y, siguiendo su ejemplo, el resto del pueblo se vuelve transgresor de los mandamientos de Dios, ¿qué otra cosa queda excepto que todo el género humano al mismo tiempo, por su voluntad de perdición, se lance al antiguo precipicio y al caos?».
La vida es componer rompecabezas. Propuestas de reforma, de cambio de estilo de dirección, de renovación de la cultura organizativa, de gestión del compromiso, de aprovechamiento del tiempo y muchas otras cuestiones desfilan en las siguientes páginas. Todas esas aportaciones son fácilmente aplicables. Cuánta sabiduría referente, por ejemplo, a la gestión del tiempo muestra santa Teresita de Lisieux cuando afirma: «No sufro sino de instante en instante. Es porque se piensa en el pasado y en el porvenir por lo que uno se desalienta y desespera».
Más clichés absurdos: una supuesta estructura asamblearia. Desde el principio se explicitó un sistema jerárquico. San Ignacio de Antioquía (35-108) enardecía a los fieles para que se mantuviesen leales a los obispos y daba por ejercidos tres niveles: obispos, presbíteros y diáconos. A mediados del siglo II hay obispos «monárquicos» al frente de numerosas Iglesias, tanto en Roma como en Antioquía, Alejandría, Esmirna, Éfeso, Corinto, Lyon o Atenas. En algunos lugares se estableció un colegio de presbíteros, a imagen de los consejos de ancianos del pueblo judío, pero en cuanto fue posible se sustituyó por prelados.
Los obispos eran seleccionados por los jerarcas de las diócesis colindantes. En los concilios de Arlés (314) y de Nicea (325) se especificó que en la elección debían participar al menos tres candidatos y recabar la explícita aprobación del metropolitano. Dentro del proceso organizativo inicial se definieron fórmulas para la admisión a las órdenes. Se excluía a los casados en segundas nupcias, a los neófitos, los epilépticos, los locos, los eunucos voluntarios o los reos de crímenes.
Para la cobertura de las necesidades económicas de quienes iban a gobernar y a servir a los demás con la administración de sacramentos, pronto detalló la política fiscal de los diezmos. Se estableció también la delegación en los denominados obispos de campaña o auxiliares, en la actualidad conocidos como vicarios. Ejercían específicas funciones episcopales como conferir órdenes menores o administrar la confirmación. Cada diócesis quedaba ligada a una sede más importante, la metropolitana, y así fueron constituyéndose provincias eclesiásticas.
Clemente Romano (35-97), que llegó a conocer a los apóstoles y fue tercer sucesor de Pedro, escribió en el año 96 una carta a los de Corinto para hacerles entrar en razón en torno a desacuerdos con las autoridades. Lo hacía perentoriamente, consciente de su jurisdicción. Fue aceptado su criterio. Igual sucedió con Víctor I (189-199), Esteban I (200-257) o Dionisio (+268). Gelasio I (492-496) ejercía pacíficamente autoridad judicial y jurisdiccional. Se afirmó entonces que el romano pontífice no podía ser juzgado por nadie: prima sedes a nemine iudicatur; nadie puede juzgar a la sede primacial de Pedro, al papa, a la Santa Sede.
Diógenes Laercio (180-240) aseguraba en defensa de los cristianos: «Son de carne, pero no actúan según la carne». Ojalá hubiera sido siempre así, porque habrían sido menos los problemas que sucesivamente tendrían que afrontar. Contradicciones surgieron desde los inicios. Lo expresaba el tunecino obispo de Cartago, san Cipriano (210-258), al detallar que algunos obispos se habían convertido en administradores de grandes haciendas. Pablo de Samosata (+272), luego hereje, siendo aún obispo vivía de forma mundana. Por comportamientos como el suyo, el Concilio de Elvira notificó excesos que debían ser evitados. Las incomprensiones se multiplican a lo largo de los más de veinte siglos que vamos a destilar, también, aunque no solo, porque no hay vidas lineales, ni siquiera en dirigentes que creen en la vida futura. Sin ir más lejos, Constantino (272-337) ordenó asesinar a su hijo Crispo y a su esposa Fausta. Irascible, trataba con formas nada cabales a sus subordinados. A la vez era hombre de Estado que favoreció la libertad de la Iglesia tras las persecuciones promovidas por emperadores previos. Rara vez algo humano es rectilíneo, más bien suele adoptar forma de rizoma.
En innumerables ocasiones se ha empleado con desfachatez la calumnia o las medias verdades, que son en realidad falsedades, para lacerar la imagen de la Iglesia. Prisciliano (+385) no fue condenado a muerte por herejía, sino por el delito de maleficio y prácticas de magia, rigurosamente hostigado por las leyes romanas. Ni la Iglesia le condenó por hereje. ¡Tanto san Martín de Tours como san Ambrosio protestaron por su condena! El responsable de aquellas actuaciones fue el gobierno de Magno Clemente Máximo.
En medio de las contradicciones brillan quienes han superado indecibles dificultades, como Dídimo el Ciego (+398). Nacido en Alejandría quedó invidente con cuatro años. A base de intrepidez llegó a ser intelectual de referencia. La causa de numerosos yerros se encuentra en la impericia tanto de directivos como de fieles, deficiencia que la Iglesia intentó paliar con la erección de escuelas catedralicias y monásticas. Pasma que, en el 802, en Aquisgrán se especifique que los ordenandos debían conocer al menos los salmos del Breviario, el Credo y el Padrenuestro, y saber explicarlo mínimamente. Además, debían estar en condiciones de aplicar el ritual de los sacramentos.
San Felipe Neri predicó en el siglo XVI que para cambiar