la necesidad de realizarlo dentro de un grupo de iguales, de amigas y amigos de la misma edad. La primera directriz se nutrirá, fundamentalmente, de la educación familiar; pero la segunda dependerá sobre todo del ambiente social.
Ahora bien, ¿qué desenlace se vislumbra si no hemos sabido preparar a los hijos para afrontar el contraste entre los valores familiares y sociales al llegar la adolescencia?
Como refleja la anécdota del comienzo del capítulo, a los hijos se los debe formar con profundidad, porque no son idiotas. Es posible que para algunas facetas de la vida sean ingenuos y que, dependiendo de su edad, no puedan comprender algunas ideas demasiado abstractas. Pero en una sociedad compleja, se requiere una educación con profundidad intelectual. Para impartirla, sus padres necesitarán comprender con un cierto rigor los rasgos esenciales de la cultura en la que respiran. Así les ayudarán para luchar contra la tendencia al mimetismo y contra el miedo al ridículo, rasgos que irán creciendo al acercarse la edad adolescente, el tiempo en el que cristaliza o fracasa la educación familiar.
La cuestión no es sencilla. Pero evidencia la necesidad de abordarla con una cierta hondura, adecuada a la edad de cada hijo, para evitar el desconcierto futuro o la resignación. Los jóvenes necesitan una educación fuerte en la que sean tratados como personas que aspiran a un mundo perfecto, a una civilización donde prevalezcan el amor, la justicia y la belleza. Donde experimenten el respeto a la libertad de conciencia, sin relativismo. Porque los chicos pequeños y los adolescentes, aunque posean cierta ingenuidad y aún no hayan llenado su mochila con muchas experiencias, guardan en su interior una capacidad grande para comprender el mundo moral, tal vez mayor que la de muchos adultos.
A. Unas gotas de filosofía
La mejor vacuna contra la superficialidad la proporciona el conocimiento de la aventura del pensamiento, pues evita imitar las modas culturales simplemente porque las sigan las mayorías o porque las aplaudan los medios de comunicación. También, la sabiduría fortalece frente al temor de ir contra corriente y frente a la inseguridad o al disimulo para no parecer atrasados o incultos.
En este sentido, tal vez sorprenda conocer que uno de los primeros impulsores de la pluralidad fue un pensador cristiano y personalista: Jacques Maritain (1882-1973). Este filósofo, en su libro Humanismo integral[1] de 1936, presentaba el pluralismo como un modelo para superar la idea nostálgica de una homogénea sociedad medieval.
Su novedosa obra postulaba el abandono del tradicionalismo y la adopción de una perspectiva política y cultural contemporánea, proponiendo un nuevo humanismo integrador. Entre los aspectos de esa propuesta de nueva sociedad paradigmática, señalaba: «Pluralismo, autonomía de lo temporal, libertad de las personas, unidad de la raza social, obra común»[2]. Es decir, que la pluralidad aparecía como la primera nota positiva a la hora de presentar una propuesta humanista para la organización social de su tiempo.
Por supuesto, Jacques Maritain no era un soñador alejado de la realidad, y era consciente de que el respeto de la libertad se podría utilizar tanto para el bien como para el mal. Concretamente, escribía: «El papel de los instintos, de los sentimientos, de lo irracional es más grande todavía en la vida social que en la vida individual. Se sigue de ello la necesidad de un trabajo de educación que debe ser realizado necesariamente en el cuerpo político»[3]. Como se aprecia, comprendía que la pluralidad también ofrecía un rostro sucio que había que tolerar: la vulgaridad. Pero por encima de esto, valoraba los muchos bienes del pluralismo, y sostenía que el régimen de convivencia democrática constituía el mejor sistema social para el desarrollo de una civilización verdaderamente humana.
El filósofo francés también planteó la complejísima cuestión −que llega hasta nuestros días− de cómo maniobrar en la sociedad plural para no ceder ante el relativismo. O dicho con otras palabras, cómo tratar la apuesta por los valores buenos y conjuntarlos con los que se niegan a aceptarlos y los transgreden. En definitiva, la compleja articulación entre democracia y pluralismo de una parte, y las conductas negativas de otra, tan importante para la educación familiar en el mundo actual.
Ante este problema, el pensador francés proponía una “carta democrática” con contenidos, para esquivar el peligro del escepticismo. También ofrecía lo que denominaba un «credo de la libertad»[4] o base común no religiosa compartida, a la que llamaba «fe temporal o secular»[5]. Constaba de cuestiones prácticas básicas sobre «la verdad y la inteligencia, la dignidad humana, la libertad, el amor fraternal y el valor absoluto del bien moral»[6]. En el fondo, trataba de mantener ese mínimo ético común compartido por todas las tradiciones culturales y religiosas de todos los tiempos.
Con raíces filosóficas muy alejadas a Maritain, otro intelectual merece ser citado para hablar del pluralismo no relativista: Isaiah Berlin (1909-1997). Célebre como pensador liberal por su distinción entre los conceptos de libertad negativa y positiva, aquí lo cito por sus reflexiones sobre la pluralidad. Por ejemplo, con ironía Berlin descalificaba a quien no entendía lo plural: «El enemigo del pluralismo es el monismo (…). Aquellos que conocen las respuestas a algunos de los grandes problemas de la humanidad deben ser obedecidos, porque tan solo ellos saben cómo debe ser organizada la sociedad, cómo se deben vivir las sociedades individuales, cómo debe desarrollarse la cultura»[7].
De igual modo que el autor personalista francés, Berlin también detestaba el relativismo en su apuesta por el pluralismo: «No soy un relativista, no digo: “A mí me gusta el café con leche y a ti sin ella; yo estoy a favor de la bondad y tú prefieres los campos de concentración” (…). Si soy un hombre o una mujer con imaginación suficiente, puedo entrar en un sistema de valores que no es el mío propio; puedo comprender que otros hombres se guían por ese sistema y sigan siendo humanos, sigan siendo criaturas con las que me puedo comunicar, con las que tengo ciertos valores en común —puesto que todos los seres humanos deben tener algunos valores en común, o dejarán de ser humanos—; pero también deben tener otros valores diferentes, o dejarán de diferir, como de hecho ocurre. Esa es la razón por la que el pluralismo no es relativismo»[8].
En resumen, tras la mirada positiva de Jacques Maritain y de Isaiah Berlin se pueden filtrar postulados valiosos para la pluralidad. Esto supone un fundamento sólido para el respeto profundo de «la idea de la santa libertad»[9], y aleja la idea de que cada individuo pueda hacer lo que le venga en gana.
B. Aplicaciones para la educación familiar para la pluralidad
Ahora podemos desarrollar las bases teóricas de una propuesta educativa para abordar el problema del contraste entre los valores educativos familiares y los valores sociales dominantes al llegar la adolescencia de los hijos.
1. La educación para la pluralidad nace del respeto profundo a las personas, no del relativismo
Cada persona posee el derecho intangible a la libertad de conciencia ante el que solo cabe una actitud de respeto. Por ello, cada uno debe forjar su mundo interior y ostenta, por tanto, el derecho a comunicarlo y difundirlo libremente. Así pues, aunque sus ideas sean contrarias a las recibidas en nuestra familia, requiere nuestro respeto −el mismo que exigimos para nuestras convicciones−, porque la libertad es lo que nos hace seres humanos, y lo que posibilita el encuentro con la verdad. Se debe, entonces, tolerar las opiniones que consideremos pobres o equivocadas, no por una postura relativista ni aun por neutralidad, sino por un profundo amor a la libertad. Con otras palabras, esto supone educar en la actitud radicalmente opuesta a la indiferencia o al escepticismo y, a la vez, formar para buscar la verdad en el mundo plural, pero sin tensiones innecesarias.
2. Educar en la idea de mejorar la sociedad y de transformar el mundo con nuestra vida
Precisamente, el respeto a la conciencia de toda persona constituye el trampolín perfecto para educar bien en los ideales propios, los que consideremos adecuados, y para explicar por qué otras formas de entender el mundo nos parecen negativas. Al sortear tanto el relativismo como el dogmatismo, se accede a una educación preñada de amor a los demás y de respeto a sus ideas; y eso va unido a la conciencia fuerte de tarea para acercarlos al bien. Asimismo, esto supone proveer a los adolescentes de la idea de la vida como aventura, de la existencia como una preciosa novela de acción