Antonio López Espinoza

México obeso


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denominando a este proceso de transformación “de la recolección al supermercado”. Esto sin duda es un elemento de vital importancia para iniciar la exposición del presente capítulo.

      La evidencia científica muestra que durante la prehistoria, los seres humanos vivían como cazadores-recolectores, pasando por periodos de hambruna y periodos de una adecuada disposición de alimento. Un ejemplo de este fenómeno se puede observar en las manadas de leones o simios en estado salvaje (Collier, Hirsch y Kanarek, 1983; Whiten y Widdowson, 1992). Esta característica ambiental actuó como estímulo para que por evolución se desarrollará y preservará una particular carga genética, es decir, el desarrollo de “genes ahorradores”. Dichos genes favorecían el depósito de energía, lo que permitía que el acumulo de grasa fuera una condición visual de abundancia energética y, con ello, que los individuos fueran competitivos durante la edad reproductiva, con lo que aseguraban su descendencia y la supervivencia de la manada. Estos elementos sustentan actualmente la hipótesis de la obesidad como cambio evolutivo (Braguinsky, 2006; Chacín et al., 2011; Foz, 2004).

      Hoy en día, existen lugares en que la obesidad es venerada y considerada como un estado deseable y de estatus social, tales como Mauritania, Nauru, Tahití, Afganistán y Sudáfrica. En los casos particulares de Mauritania, Nauru y Tahití, donde las mujeres cuya familia no posee fortuna o dotes para otorgar al futuro conyugue, esta recurre a la única alternativa posible: envía a la futura casamentera con mujeres llamadas “matronas”, quienes se encargan de suministrar abundantes cantidades de cuscús, dátiles y otros alimentos con un elevado contenido calórico con el objetivo causar obesidad. Esta práctica se da especialmente en épocas de abundancia de alimento, particularmente durante la cosecha. El consumo de alimento es forzado e incluso son obligadas a ingerir su propio vómito para evitar el desperdicio de alimento. Todo esto se hace con un objetivo final simple, la mujer obesa tiene asegurado su matrimonio, pues asegura un estatus social particular. Con base en los usos y costumbres de estas comunidades, la “engorda”, como se conoce a esta práctica, es el método más rápido, práctico y seguro para conseguir una pareja si no se cuenta con una dote (BBC Mundo, 2004; En estos países adoran a las chicas con sobrepeso, 2014).

      Ahora bien, en lo que respecta al estatus y la posición que ocupan las personas obesas en la cultura occidental, cabe señalar que estos son completamente distintos. La experiencia que las mujeres de Mauritania, Nauru y Tahití viven, dista mucho de la realidad que la mayoría de las personas obesas experimentan día con día. Averett y Korenman (1996), reportaron que la obesidad femenina en la sociedad estadounidense está relacionada con un menor ingreso económico, comparado con el de las mujeres que presentan un peso corporal dentro de los límites recomendados. De la misma manera, los autores reportaron que el exceso de peso está vinculado con una discriminación en el mercado laboral, que las posibilidades de matrimonio disminuyen considerablemente. Adicionalmente, también relacionaron un bajo ingreso económico del cónyuge de mujeres con un índice de masa corporal alto.

      Contreras (2005), por su parte, mencionó que un elemento de preocupación en las sociedades occidentales es que la población en general anhela ser delgada; no obstante, se percibe gorda, lo que ocasiona un alto nivel de sufrimiento por la contradicción que genera esta dicotomía. El fenómeno anterior se sustenta en una sociedad con una diversa oferta de alimentos deseables, poco saludables y altamente palatables, relacionados directamente con estándares de belleza. En este sentido, este vínculo produce una situación que, por un lado, pondera el deseo por la delgadez y, por otro, el miedo obsesivo a la gordura. Asimismo, estos comportamientos considerados parte de la modernidad tienen una predominancia principalmente femenina, con consecuencias patológicas como la anorexia nerviosa y la bulimia.

      En este sentido, la obesidad es en sí misma un elemento de aceptación y reconocimiento social o, por el contrario, un factor de estigma y discriminación (Averett y Korenman, 1996; Contreras, 2005; Meléndez, Cañez y Frías, 2010; Puhl y Heuer, 2009). Es necesario tener en cuenta que, al margen de la preocupación por la obesidad en México, existe una tolerancia a la misma en la cotidianidad de la vida de los mexicanos. Si se busca evaluar los alcances de esta tolerancia-aceptación, se puede hacer una lista de mitos sobre la obesidad infantil históricamente aceptados por la sociedad. Estos mitos son clasificados por Coronado (2014) de la siguiente manera: a) el gordito feliz; b) el gordito sano; c) el gordito que adelgaza con el estirón; d) los niños deben comer para crecer; e) es que salió a su padre/madre/abuelo, ¿qué le hacemos? Así, podría parecer que estos mitos que han sido la base para tolerancia-aceptación de la obesidad han sido superados; sin embargo, esto no es cierto del todo. Tal como señalan Meléndez et al. (2010), en México subsiste este tipo de mitos dada la existencia de una disociación y contradicción entre lo que se dice, lo que se desea y lo que se hace en torno a la obesidad.

      El estado de la obesidad:

       ¿condición, enfermedad o epidemia?

      Una de las primeras referencias en las que se describió la obesidad, es la realizada por el doctor Guy de Chauliac en su obra La grande chirugie, chirurgica magna, escrita en 1363, donde se señala que “una persona es gorda cuando se convierte en un gran montículo de grasa y de carne que le impide caminar sin enojo, tiene dificultad para calzarse los zapatos a causa del tumor de su vientre y no puede respirar sin impedimento”. Si bien esta caracterización es un referente histórico, no fue sino hasta 1977 que la Organización Mundial de la Salud (OMS) la clasifica como una enfermedad (Heshka y Allison, 2001). Cabe señalar que desde que la obesidad fue incluida en el catálogo de patologías de la OMS, la comunidad científica ha discutido ampliamente este punto.

      Uno de los argumentos en relación con lo anterior es que la obesidad es, en el mejor de los casos, una condición que contribuye a desarrollar enfermedades como la hipertensión, la diabetes, enfermedades cardiacas, entre otras, pero que no es considerada en sí misma una enfermedad (Heshka y Allison, 2001; Sarnali y Moyenuddin, 2010). Sin embargo, los partidarios de clasificar la obesidad como enfermedad, justifican este señalamiento a partir de las implicaciones que por sí misma tiene en la salud de las personas, enfatizando el efecto sobre la duración y calidad de vida de quien la padece (Allison et al., 2008; Katz, 2014; Heshkav y Allison, 2001; Kolata, 1985). Adicionalmente, también se ha argumentado que clasificar la obesidad como enfermedad obliga a los estados a establecer la adecuada cobertura para su tratamiento y necesariamente reconocer el papel que la alimentación industrializada tiene en el desarrollo de enfermedades alimentarias (Currie et al., 2010; García, 2011).

      De manera particular, la evidencia científica ha demostrado el papel causal que tiene: a) el consumo de refrescos (Anderson y Butcher, 2006; Basu et al., 2013; Ludwig, Peterson y Gortmaker, 2001); b) el consumo de comida rápida, chatarra o de alto nivel energético, es decir, una alimentación inadecuada (Currie et al., 2010; Chandon y Wansink, 2007); c) la publicidad dirigida al consumo desmedido (Enciso, 2014; Mehta, 2007); y d) la inactividad (Fox, 2003; Hill y Wyatt, 2005) en el desarrollo de la obesidad. A pesar de que estos no son los únicos elementos causales de obesidad, sin lugar a dudas son los más importantes.

      Hay que señalar que esta relación multicausal ha sido permanentemente ignorada por los gobiernos y organismos encargados de las políticas públicas de salud y alimentación. Así lo demuestra la evidencia del estudio realizado por Marie Ng et al. (2014), en el que participaron más de cien centros e institutos de investigación y organismos científicos y gubernamentales de todo el mundo, donde se incluyeron 188 países en los que se analizó de manera nacional, regional y global la prevalencia del sobrepeso y la obesidad en adultos y niños desde 1980 hasta 2013. Los resultados indican que en las últimas tres décadas, el número de casos con sobrepeso y obesidad paso de 857 millones en 1980 a 2.100 millones en 2013, lo cual demuestra que 3 de cada 10 individuos padecen obesidad o sobrepeso, tanto en países desarrollados como en países con ingresos bajos o medios. El estudio también reporta que el exceso de peso entre adultos se ha incrementado en mujeres (de 30 a 38%) y en hombres (de 29 a 37%). Por su parte, en los países desarrollados se detecta una mayor prevalencia en los hombres, mientras que en los demás países la prevalencia es mayor en las mujeres. A nivel regional, las naciones que integran América