Cara Colter

Siempre queda el amor - Entrevista con el magnate


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      Capítulo 1

      BLOSSOM Valley… Para ser parte de un mundo que iba demasiado rápido, pensó David Blaze, el pueblo en el que había nacido parecía estar anclado en el tiempo.

      A orillas de una gran bahía que serpenteaba tierra adentro, uniéndose al lago Ontario, siempre había sido un pueblo turístico, un lugar donde escapar del opresivo calor húmedo del mes de julio, sobre todo para los habitantes de la metrópolis más grande de Canadá, Ontario.

      La carretera que llegaba hasta allí discurría entre verdes colinas salpicadas por ganado, graneros pintados de rojo y desteñidos por el sol, puestos de fruta y estaciones de servicio donde aún vendían refrescos bien fríos en botellines de cristal.

      Al entrar en Blossom Valley le daba a uno la bienvenida la calle principal con sus edificios victorianos, el más antiguo de los cuales era una tienda fundada en 1832, según rezaba una placa de bronce en la fachada.

      Sin embargo, aquella calle había sido diseñada, sin duda por uno de sus antepasados, para los carruajes y los pocos coches que empezaban a verse en aquella época, se quedaba pequeña en el verano con todos los turistas que llegaban a pasar allí sus vacaciones, y se había formado un buen atasco.

      David resopló contrariado y se encontró recordando a dos chiquillos despreocupados zigzagueando con sus bicicletas entre los coches parados y riéndose de los turistas que tocaban el claxon a su paso. Apartó aquel recuerdo de su mente. Ese era el problema de estar atrapado en un atasco en Blossom Valley. En cambio en Toronto, donde vivía, tenía un chófer a su disposición y aprovechaba esos tiempos muertos para contestar llamadas y ponerse al día con el correo electrónico en su BlackBerry. No se ponía a darle vueltas a un pasado colmado de pérdidas; un pasado que no podía cambiar.

      De pronto, como si el destino estuviese burlándose de sus intentos por acallar los recuerdos, vio a una joven montada en bicicleta pasando entre los coches. Llevaba una falda de algodón blanca que le quedaba un poco por debajo de las rodillas, y el sol de mediodía se filtraba por la tela, delineando el contorno de sus largas piernas.

      También vestía una camiseta de tirantes, que dejaba al descubierto unos gráciles brazos, y en la cabeza llevaba un enorme sombrero de paja con un lazo blanco que le caía sobre la espalda.

      En la cesta de la bicicleta viajaba un perro pequeño de color beis, tal vez un cachorro, que miraba a su alrededor con expresión preocupada y compartía espacio con una lechuga y un ramo de girasoles.

      Había algo que le resultaba familiar en la joven y, cuando giró la cabeza y le vio la cara, se le cortó el aliento. ¿Kayla?

      En ese momento un conductor tocó el claxon, y David volvió a centrar su atención en el tráfico. No, por supuesto que no era Kayla. Lo que pasaba era que Blossom Valley despertaba en él, invariablemente, una cierta melancolía por la pérdida de la inocencia, por la pérdida de su mejor amiga, de su primer amor.

      Por fin, los coches que tenía delante empezaron a moverse. Giró a la izquierda al llegar a Sugar Maple Lane, una calle tranquila con arces centenarios que le habían otorgado su nombre, e imponentes casas de estilo victoriano con cuidados jardines.

      Y allí estaba otra vez aquella joven, pedaleando un poco más adelante. Frunció el ceño, incapaz de ignorar la sensación de que le resultaba familiar. De repente ella dio un chillido, se paró en seco y se bajó de un salto de la bicicleta, dejándola caer.

      El perrito y la lechuga rodaron fuera de la cesta, mientras la joven se revolvía como una loca, sacudiéndose la falda, y el sombrero también fue a parar al suelo, dejando al descubierto su cabello, liso y castaño claro. Ella lo ignoró por completo, y siguió sacudiéndose la falda y dándose palmadas en los muslos, angustiada, como si la hubiese picado una avispa o una abeja.

      Una abeja… A David, que estaba sonriéndose divertido, se le heló la sonrisa en los labios y el corazón le dio un vuelco. Estaba seguro de que no podía ser Kayla, pero… ¿y si lo era? Kayla era alérgica a la picadura de las abejas.

      Aminoró la velocidad, detuvo el coche junto a la acera y se bajó sin molestarse siquiera en cerrar la puerta. Corrió hasta la joven, que alzó la vista y se quedó mirándolo, como paralizada.

      Ya no tenía dudas; era ella. Tenía esos mismos ojos de color jade que siempre le habían recordado a una gruta no muy lejos de allí, desconocida para los turistas, con una cascada y unas aguas tranquilas que reflejaban el verde de los helechos que las rodeaban.

      Era ella, Kayla McIntosh. No, se corrigió, Kayla Jaffrey, la primera mujer a la que había amado. Y perdido.

      Mientras la miraba a los ojos sintió la misma atracción que había sentido años atrás, e intentó convencerse de que no era más que eso, mera atracción física, pero sabía que no era cierto.

      –¿David?

      Por un momento el pánico de que la hubiese picado una abeja se desvaneció de la mente de Kayla, y el estómago le dio un vuelco, igual que al descender en una montaña rusa, como el día en que se habían conocido.

      De pronto ya no se sentía como la mujer de veintisiete años que era, una mujer que había enterrado a su marido, y sus sueños con él. No, se sentía como si volviese a tener quince años, como si volviese a ser la chica nueva en el pueblo y la magia volviese a flotar en el aire, como la primera vez que había visto a David.

      En las dos semanas que llevaba en Blossom Valley, desde su regreso, había comprobado que el paso del tiempo no había tratado con demasiada amabilidad a los conocidos con los que se había ido encontrando. Sin embargo, David había mejorado, y no solo físicamente, sino que, por lo que sabía, también había prosperado.

      Una de las primeras cosas que había visto al volver había sido su foto en la portada de la revista local, Lakeside Life, por sus logros como empresario. Estaba por todas partes: junto a las cajas en los supermercados, en los quioscos, en el salón de belleza… Era evidente que era el orgullo del pueblo.

      Aunque había contemplado la posibilidad de encontrárselo, se había dicho que seguramente no fuera por allí muy a menudo ahora que era un hombre rico y de éxito.

      No entendía cómo alguien que, sin duda, se pasaba buena parte del día tras un escritorio, dirigiendo su empresa de inversiones, podía seguir teniendo el físico de un nadador: anchos hombros, cintura estrecha, brazos y piernas musculosos…

      Iba vestido con una camiseta azul oscura y unos pantalones cortos de color caqui, y aunque no era un atuendo muy distinto al del resto de hombres que podía una cruzarse en Blossom Valley durante el verano, David exudaba una confianza en sí mismo y una elegancia que lo diferenciaban del resto.

      Llevaba el pelo, que era castaño como sus ojos, bastante corto, y su piel tenía un ligero bronceado que le daba un aspecto saludable.

      Hacía dos años de la última vez que lo había visto, en el funeral de su marido, Kevin, y ese día ni siquiera se había fijado en su aspecto. Solo había sentido sus brazos rodeándola, su calor y su fuerza, y había pensado, por primera y única vez, que todo irá bien.

      Sin embargo, de inmediato esa reacción había ido seguida de ira. ¿Dónde había estado él todos esos años, cuando Kevin había necesitado un amigo? Y a ella tampoco le habría venido mal.

      Le había dolido lo frío y distante que se había mostrado tras el terrible accidente que había ocurrido, días después de su graduación del instituto, y estaba convencida de que su actitud no había hecho sino contribuir a la espiral descendente que había arrastrado a Kevin y que nada había podido detener. Ni siquiera su amor.

      La trayectoria de sus vidas había cambiado para siempre, y David le había demostrado que no era un amigo de verdad. Los había defraudado, había juzgado con extrema dureza a Kevin cuando