Diana Hamilton

Un hijo inesperado


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      Editado por Harlequin Ibérica.

      Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Núñez de Balboa, 56

      28001 Madrid

      © 1999 Carol Hamilton Dyke

      © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

      Un hijo inesperado, n.º 1093 - noviembre 2020

      Título original: The Unexpected Baby

      Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

      Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

      Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

      ® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

      ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

      Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

      I.S.B.N.: 978-84-1348-893-6

      Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

      Índice

       Créditos

       Capítulo 1

       Capítulo 2

       Capítulo 3

       Capítulo 4

       Capítulo 5

       Capítulo 6

       Capítulo 7

       Capítulo 8

       Capítulo 9

       Capítulo 10

       Capítulo 11

       Capítulo 12

       Si te ha gustado este libro…

      Capítulo 1

      POR QUÉ has tardado tanto en el cuarto de baño? –preguntó Jed con los ojos brillantes entreabiertos. Luego, la invitó–: Vuelve a la cama, señora Nolan. Y quítate esa bata. Es posible que sea bonita, pero tu cuerpo la supera.

      Elena no fue capaz de mirarlo. Se sentía mareada. Se dijo que debía de ser por el shock que había sufrido o tal vez fuera por autosugestión. Metió las manos en los bolsillos de la bata de seda para que no se diera cuenta de que le temblaban.

      Se le secó la boca sólo con mirarlo. Él era su vida, su amor, todo. La hacía sentir especial, segura, valorada.

      Jed estaba desnudo debajo de la sábana. Era un hombre de más de un metro ochenta que irradiaba masculinidad. Tenía un cierto magnetismo sexual que la atraía poderosamente. Para ser un hombre de negocios de treinta y seis años, «el dueño de una tienda», como lo había descrito burlonamente una vez Sam, tenía el cuerpo de un atleta, y una cara casi perfecta, de no ser por un golpe que se había dado jugando al rugby.

      El solo recuerdo de Sam hacía que tuviera ganas de gritar. ¿Cómo había podido ser tan descuidada? Ella había pensado que sabía lo que estaba haciendo cuando en realidad no había sabido nada. Simplemente, había perseguido tercamente su objetivo, y lo había logrado.

      ¿Y cómo haría para decirle la verdad a Jed? ¿Cómo haría para poner algo así en la belleza de aquella relación? La verdad era que no podía hacerlo. Todavía, no. No era el momento, cuando apenas habían pasado diez minutos desde la noticia.

      Se quitó la bata con una opresión en el corazón. Se acostó al lado de Jed y luego se aferró a su cuerpo.

      –Te amo… Te amo –le susurró.

      –¿Todavía? ¿Después de una semana de casados? –bromeó él, acariciándole el pelo dorado.

      –¡No te rías, Jed, no! –exclamó Elena angustiada.

      –¡Como si me estuviera riendo! –sonrió Jed, haciéndola derretir. Luego la colocó boca arriba; él se apoyó en un codo, cubriéndola a medias con su cuerpo, y le acarició los labios con el pulgar.

      Los ojos de Elena se llenaron de lágrimas. ¡Lo amaba tanto que casi le hacía daño! Tenía mucho miedo. No había tenido miedo jamás en diez años. Había sabido lo que quería y había hecho un gran esfuerzo por conseguirlo. Y ahora, por un momento de descuido, de locura, estaba atemorizada.

      –Te pasa algo malo –le dijo él suavemente, frunciendo el ceño–. Dime qué es, querida.

      No podía decírselo. Odiaba la idea de mentirle, aunque sólo fuera por omisión, pero no obstante, dijo con voz temblorosa:

      –No, en realidad, no. Simplemente que lo que sentimos me asusta un poco, Jed.

      Por lo menos aquello era verdad.

      ¡Aquel don precioso del amor entre ellos había llegado tan rápidamente, tan fácilmente! Se sentía demasiado feliz como para aceptar la idea de perderlo.

      Tragó saliva, sintiendo un nudo en la garganta.

      –Ya ves, todavía no puedo creer que te hayas podido enamorar de una divorciada de treinta años cuando podrías haber tenido cualquier mujer que te propusieras conseguir –dijo Elena, para aliviar la mirada sombría que veía en Jed. Intentó sonreír, pero no pudo. Entonces, cerró los ojos.

      Él le besó las lágrimas.

      –No me interesabas más que tú –le aseguró Jed–. Te he deseado desde el primer momento. Las circunstancias no podían ser peores, pero realmente yo sentía que ya te conocía por lo que me había contado Sam. Y con una sola mirada supe que quería estar contigo toda mi vida.

      De eso sólo hacía seis semanas, cuando había viajado de España a Inglaterra para asistir al funeral de Sam. Y a pesar de la tristeza de la ocasión, del despiadado viento de abril del cementerio