Diana Hamilton

Un hijo inesperado


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había despertado antes que él aquella mañana. Había ido al cuarto de baño buscando pasta de dientes, y había encontrado la prueba de embarazo que había comprado.

      En los pasados días, había tenido náuseas al despertarse. El sentido común le decía que lo que había hecho con Sam no tendría repercusiones, pero había hecho la prueba de todas maneras, simplemente para quedarse tranquila.

      Y ahora tendría que enfrentarse a las consecuencias.

      Se soltó de los brazos de Jed. Estaba pálida. Entonces le dijo:

      –Estoy embarazada, Jed.

      A pesar de la cara atormentada de Elena, él le sonrió. Negó con la cabeza y la atrajo hacia su cuerpo, abrazándola. El tema de la relación entre su hermano y ella podía esperar.

      –¿Cómo estás tan segura de ello, cariño? ¡Después de sólo una semana! Es una idea bonita, pero me temo que debe de ser algo que has comido.

      Ella dejó que la abrazara durante un momento, esperando que su corazón volviera a tener el ritmo normal, y que su cabeza dejara de dar vueltas. Habían hablado del tema de formar una familia y habían decidido que no había ningún motivo para esperar. Los dos querían niños. Lo que agravaba lo que tenía que decirle.

      Cuando por fin pudo separarse de él, se sintió serena, pero vacía. Estaba a punto de decirle algo que él sería incapaz de soportar. Iba a matar su amor, que era la cosa más preciada que tenía. Tenía que hacerlo rápida y limpiamente. La agonía era demasiada para prolongarla.

      –Es verdad, Jed. Me he hecho la prueba esta mañana –ella vio la mirada de descreimiento de Jed y sabía que le diría que lo había hecho mal. Que no habría seguido bien las instrucciones–. Según mis cálculos estoy de casi tres meses.

      –Tres meses atrás no te conocía. Y la primera vez que tuvimos relaciones sexuales fue la noche de bodas –dijo gravemente–. Así que tal vez quieras contarme, mi querida esposa, quién es el padre del niño que llevas en tu vientre.

      Su sarcasmo la hería más que nada. Podía soportar el enfado, los insultos, incluso la violencia física, cualquier cosa que saliera de un poderoso trauma emocional. Pero el helado sarcasmo era diferente. Era peor que si le clavaran un puñal.

      Lo que había temido había ocurrido. Jed ya se había separado emocionalmente de ella. Se había perdido la magia del amor y se había transformado en mero sexo.

      Él seguía esperando una respuesta mirándola con aquella oscuridad de sus ojos y apretando la boca.

      Ella reunió los últimos vestigios de fuerza que le quedaban y exhaló un suspiro estremecedor diciendo:

      –Sam.

      Capítulo 2

      JED se alejó. Estaba rígido. Elena no se podía mover. Sus pies parecían pegados al frío suelo de mármol. Se había abrazado con sus brazos.

      Sólo pudo reaccionar cuando oyó el ruido del coche que los había traído del aeropuerto. Entonces, corrió hacia la entrada de la casa, dejó la puerta entreabierta, atravesó el jardín y salió al camino de piedra.

      No podía dejarla de aquel modo, huir de ella sin decirle nada.

      Pero la nube de polvo y el ruido rápido del motor le decía que sí era posible.

      Instintivamente, Elena pensó en sacar su coche del granero y seguirlo. Pero a él seguramente le habría disgustado que lo hubiera hecho. Incluso si lo alcanzaba no lograría nada.

      Él debía de haber decidido buscar lo que seguramente necesitaba: tiempo para estar solo y para pensar.

      Si por lo menos le hubiera dado tiempo para explicarle, para contarle toda la verdad. Le habría hecho daño… Pero no tanto.

      Corrió a un alto en el terreno. Era un suelo rocoso, lleno de aristas que arañaban y lastimaban sus pies. Pero no le importó. Desde allí, observó alejarse al coche, hasta que la nube de polvo desapareció en el valle. Luego, volvió a la casa, derrotada, destrozada.

      Jed volvería cuando estuviera mejor. Sólo podía esperar. Pero por primera vez no se encontraba cómoda en su hermosa casa, símbolo de su fabuloso éxito. Aquella casa restaurada, con sus jardines, era como un trozo de las montañas de Andalucía, y en un momento de su vida le había servido para creer en sí misma, para afirmarse en la independencia emocional y económica que se había procurado.

      Como le había confiado a Sam, en la última noche que había pasado en España:

      –Cuando dejé a mi marido, hace diez años, y vine a Cádiz, no tenía nada, ni siquiera respeto por mí misma, porque Liam me lo había robado. Trabajé en bares y viví en un destartalado estudio. Me dediqué a escribir en el tiempo que me quedaba libre, para olvidar. Afortunadamente aquello dio sus frutos, y lo que había empezado siendo una terapia se convirtió en toda mi existencia.

      Habían tomado vino en aquella noche de febrero, y ella había encendido la chimenea, porque las noches eran frías en aquellas colinas. Sam estaba pensativo y sombrío aquella noche, y la atmósfera invitaba a las confidencias.

      –Ahora, gracias a mis libros, lo tengo todo: una profesión con éxito, me siento orgullosa de mi trabajo, tengo un hogar bonito en un sitio maravilloso, un grupo de amigos estupendos, seguridad económica… Todo, excepto un niño, y eso a veces me duele. Supongo que se me está pasando el tiempo. Pero como no tengo intención de casarme otra vez… –le había dicho ella, sorbiendo el vino para aplacar el dolor de su vacío vientre, de sus brazos vacíos. Liam se había negado a la paternidad. Él había querido una esposa con glamour, no una esposa cansada, atada a la casa y a un montón de niños berreando.

      –Tenemos muchas cosas en común –había dicho Sam, levantándose del sillón que se hallaba en el lado opuesto al fuego. Acababa de abrir la última de las tres botellas de vino que había llevado. Aquella tarde, más temprano, se había invitado a cenar.

      –Tú quieres un niño, pero no soportas la idea de un marido –había dicho Sam. Había dejado a un lado el corcho de la botella, y aunque Elena sabía que había bebido más de la cuenta, lo había dejado que le volviera a llenar la copa.

      Durante los dos años que Sam había ido por allí, para tomarse unos días de descanso entre trabajo y trabajo, se había transformado en un amigo muy querido. Podía entenderse muy bien con él, y sin embargo, no había nada remotamente sexual entre ellos. Por lo que se había sentido doblemente cómoda en su compañía.

      Ella le había sonreído afectivamente. Tenía razón. Ella no quería un marido, ni lo necesitaba. Nunca más tendría un marido. El que había tenido había resultado un desastre.

      Sam había pateado un leño con su bota y se había quedado mirando las llamas, con la copa en la mano. Luego había agregado:

      –Yo también odio la idea del matrimonio, pero por diferentes motivos. No encaja con mi forma de vida. Además te confesaré algo que no se lo diría a cualquiera: no soy una persona muy sexual. A diferencia de mi hermano.

      Sam hablaba a menudo de Jed. Éste vivía en la casa familiar y llevaba el negocio familiar. Y parecía ser un mujeriego, por lo que acababa de decir.

      Sam siguió diciendo:

      –Desde los dieciocho o diecinueve años siempre ha tenido mujeres de todo tipo. Pero él es muy exigente y muy discreto, hay que reconocer. Estoy seguro de que se casará algún día, para tener un heredero. Seguramente no querrá que el negocio familiar se termine con él. Pero yo no me casaré. Toda mi energía física y mental está destinada a mi trabajo. Sólo me siento vivo cuando me enfrento al peligro, haciendo fotos en situaciones difíciles.

      A Elena le disgustaba oírlo decir aquello. La hacía sentir incómoda.

      –Como tú, lo único que lamento es saber que no voy a tener un hijo. Al fin y al cabo, pasar los genes a otra