Diana Hamilton

Un hijo inesperado


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viajes a las sucursales fuera del país… Tú puedes poner la excusa de que los viajes no son recomendables en el embarazo.

      Se levantó y enjuagó el vaso en el fregadero. Luego, lo apoyó en el escurreplatos. Elena se reprimió un sollozo.

      Cada palabra que pronunciaba Jed alzaba más el muro entre ellos, haciéndolo imposible de superar.

      Daba igual lo que ella le dijera en aquel momento. Ella nunca olvidaría aquellas palabras: que el matrimonio entre ellos no sería más que eso, una palabra.

      –¿Y si no estoy de acuerdo con esa farsa? –Elena se puso de pie, pero tuvo que sujetarse a la mesa–. Quiero que escuches mi punto de vista. Quiero que sepas lo que pasó. Tengo ese derecho.

      –¡Tú no tienes ningún derecho! –Jed tiró la toalla con la que se había estado secando las manos. Era la primera muestra de verdadera emoción dirigida hacia ella desde que se lo había dicho–. Y has sido tú quien ha empezado la farsa. Te casaste conmigo sabiendo que podías estar embarazada de mi hermano. ¿Por qué? ¿Porque no te gustaba la idea de ser madre soltera? ¿Habías perdido a un hombre y decidiste poner la mira en su hermano? Tal vez no fuera tan guapo, pero serviría. ¿Eso es lo que has pensado? ¿Te casaste conmigo pensando que el sexo me haría hacer la vista gorda a todo lo demás? –se dio la vuelta, como si no pudiera aguantar mirarla–. Bueno, te has equivocado. No es así. Eres buena en la cama. Te lo reconozco. Pero no tan buena. En cualquier caso, puedo tener buen sexo cuando me dé la gana. Sin ningún lazo afectivo, sin secretos, sin lamentaciones posteriores.

      Aquello le hizo daño. Si Jed le hubiera arrancado el corazón con sus manos, no la habría herido más.

      El dolor la dejó muda. Pero tenía que hacerle comprender de alguna manera.

      La desconfianza hacia ella lo había vuelto un desconocido.

      –Cuando nos conocimos, realmente pensé…

      A Elena se le hizo un nudo en la garganta al recordar cuando Jed se había acercado a ella en el entierro de su hermano.

      –Tú debes de ser Elena Keel. Sam hablaba mucho de ti. No te marches –le había tocado brevemente la mano enguantada de negro y, de pronto, la pena que había sentido en su alma se había transformado en una corriente de calidez–. Ven a casa con nosotros. Creo que tu compañía puede ser un consuelo para mi madre y para mí. Realmente, es como si te conociera a través de Sam.

      Y así había empezado todo.

      Elena era consciente de que Jed observaba el esfuerzo que ella hacía al hablar. Pero él torció la boca irónicamente.

      –Yo no pensaba que estuviera embarazada. Tuve el periodo el día del funeral de Sam –había manchado poco y apenas le había durado. Pero ella lo había achacado al golpe emocional por la pérdida de su amigo y al ajetreo de conseguir rápidamente un vuelo a Londres, alquilar un coche y conducir a toda prisa a casa de la familia para darles el pésame.

      El siguiente periodo le había durado muy poco también. Pero no se le había ocurrido que pudiera estar embarazada de Sam. Luego, había vuelto a España a pasar un par de semanas para terminar un trabajo, apesadumbrada por dejar solo a Jed en Inglaterra. Pero querían casarse cuanto antes, y para ello antes debía entregar el trabajo. Jed también tenía que cerrar algunos negocios antes de la boda.

      El amor, la magia de sentir que eran el uno para el otro, no podía haber desaparecido para siempre. ¿O si?

      Elena se acercó a él más decididamente. Tenía que escucharla.

      –Jed, Sam y yo…

      –¡Ahórratelo! No quiero detalles sórdidos –se dirigió hacia la puerta. Sus pasos retumbaron en el suelo de baldosas–. Supongo que comprenderás que no te crea una palabra. ¿Por qué tenías un test de embarazo si estabas tan segura de que no estabas embarazada? ¿Y por qué lo has usado?

      –¡Porque empecé a sentir náuseas esta mañana! Pensé que no había embarazo, pero quise asegurarme –le gritó.

      ¿Cómo podía tratarla de aquel modo un hombre que había dicho que la amaría hasta la muerte?

      –Sam y yo jamás fuimos amantes –le dijo.

      –¿No? ¿Os habéis acostado una sola noche? ¡No intentes convencerme de que él te forzó a hacerlo! Sam era incapaz. Más bien habrá ocurrido lo contrario. Mi experiencia contigo en la pasada semana, me ha demostrado que tu apetito sexual es insaciable –le dijo Jed con amargura. Luego. salió de la habitación.

      En ese momento, ella lo odió.

      Jamás había odiado a alguien. Ni siquiera a Liam. A su ex marido lo había despreciado. Pero nunca lo había odiado. La fuerte emoción la consumía. Elena atravesó el suelo de baldosas rodeándose con los brazos. Estaba furiosa.

      ¿Cómo se atrevía a tratarla como a una basura? ¿Dónde estaba el hombre al que amaba? ¿Realmente había existido, o había sido producto de su imaginación? El hombre que acababa de salir de la habitación era un hombre sin corazón, un egoísta.

      Podía olvidarse de su decisión no negociable de una farsa de matrimonio. Ella no pensaba aceptarlo. ¿Acaso se creía Dios para dar órdenes y decidir su vida de ahí en adelante?

      ¿Realmente pensaba que ella permanecería ligada legalmente a un hombre que pensaba tan mal de ella? ¿Acaso pensaba que ella sufriría el dolor que le acarrearía aquello?

      Para ella, su matrimonio había acabado en todo sentido. No pensaba volver con él a Inglaterra para vivir una mentira. Ella podía cuidar muy bien a su hijo sola. Esa había sido su intención, después de todo.

      Su hijo no necesitaba una figura paterna; y menos la de un hombre intransigente y arrogante como Jed. Al día siguiente, a primera hora, le diría que hiciera las maletas; y que se fuera de su casa. No quería volver a verlo.

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