Marqués de Sade

La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos


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      La mojigata o el desencuentro inesperado y otros cuentos

      Cuentos, historias y fábulas (1788) Marqués de Sade

      © Editorial Cõ

      Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

      [email protected]

      Edición: Octubre 2020

      Imagen de portada: Shutterstock

      Traducción: Benito Romero

      Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

      La serpiente

      Todo el mundo conoció a principios de este siglo a la señora presidente de C., una de las mujeres más agradables y bonitas de Dijon, y todos la han visto acariciar y acoger públicamente en su lecho a la serpiente blanca que va a ser la protagonista de esta anécdota.

      –Este animal es el mejor amigo que tengo en el mundo –le comentaba un día a una dama extranjera que había ido a verla y que mostraba curiosidad por conocer la razón de las atenciones que la bella presidente prodigaba a su serpiente–. En otro tiempo amé apasionadamente –prosiguió ésta–, a un joven encantador que se vio obligado a alejarse de mí para ir a cosechar laureles; al margen de nuestros encuentros convenidos, él me había pedido que, siguiendo su ejemplo, a unas horas determinadas nos retiráramos cada uno por nuestro lado a algún paraje solitario para no ocuparnos de nada en absoluto más que de nuestra ternura. Un día, a las cinco de la tarde, cuando iba a recogerme en un pequeño pabellón al extremo de mi jardín, para serle fiel en mi promesa, convencida de que ningún animal de esta clase hubiera nunca podido penetrar en el jardín, de pronto descubrí a mis pies a este encantador animalillo, al que, como bien puedes ver, idolatro. Quise huir; la serpiente se tendió delante de mí, parecía pedirme perdón, parecía asegurarme que bien lejos estaba de querer hacerme ningún daño; me paro, la observo; al verme tranquila se acerca, hace cien cabriolas a mis pies, unas más de prisa que las otras; no puedo contenerme y le paso mi mano por encima, con su cabeza la acaricia delicadamente, la cojo y la pongo sobre mis rodillas, se arrebuja en ellas y parece que duerme. Una sensación de inquietud se apodera de mi... De mis ojos se escapan, a pesar mío, unas lágrimas que bañan a este animalillo encantador... Despertada por mi dolor, me mira..., gime..., alza su cabeza hasta mi seno..., lo acaricia y de nuevo se desploma anonadado... ¡Oh, cielos todo se ha acabado; mi amante ha muerto! Abandoné aquel funesto lugar llevando conmigo a esta serpiente, a la que un misterioso sentimiento parece ligarme a pesar mío... Advertencias fatales de una voz desconocida cuyos ecos, señora, puede interpretar como guste, pero ocho días más tarde recibo la noticia de que mi amante había muerto en el preciso instante en que apareció la serpiente; nunca he querido separarme de este animal; sólo a mi muerte me abandonará. Después de aquello me casé, pero con la explícita condición de que no la apartaría de mi lado.

      Y tras estas palabras la gentil presidente cogió la serpiente, la recostó contra su seno y le hizo dar, como si fuera un podenco, cien vueltas delante de la dama que la interrogaba.

      ¡Oh, Providencia!, si esta aventura es tan cierta como lo asegura toda la provincia de Borgoña, ¡qué inescrutables son tus designios!

      Agudeza Gascona

      Un oficial gascón había recibido de Luis XIV una gratificación de ciento cincuenta doblones y, recibo en mano, entró sin hacerse anunciar en casa del señor Colbert, que estaba sentado a la mesa con varios caballeros.

      –Señores, ¿cuál de ustedes –preguntó con un acento que delataba su patria–, quién, se los ruego, es el señor Colbert?

      –Yo, señor –le responde el ministro–. ¿En qué puedo servirle?

      –Una fruslería, señor. Se trata tan sólo de una gratificación de ciento cincuenta doblones que es preciso que me descuente en seguida.

      El señor Colbert, que perfectamente se dio cuenta de que el personaje se prestaba a la burla, le pidió permiso para acabar de cenar y, para que no se impacientara, le rogó que se sentara a la mesa con él.

      –Con mucho gusto –contestó el hombre–, excelente idea, pues no he cenado todavía.

      Terminada la comida, el ministro, que ha tenido tiempo de prevenir al encargado mayor, dice al oficial que ya puede subir al despacho, que su dinero le espera; el hombre sube... pero no le entregan más que cien doblones.

      –¿Quiere bromear, señor? –dice al funcionario–. ¿O no ve que mi orden dice ciento cincuenta?

      –Señor –le contestó el escribiente–, veo perfectamente su orden, pero le descuento cincuenta doblones por la cena.

      –¡Cincuenta doblones! Si en mi posada me cuesta sólo diez!

      –Le creo, pero allí no tiene el honor de cenar con un ministro.

      –Perfectamente –replicó el hombre–, en ese caso, señor, guárdelo todo; mañana traeré a uno de mis amigos y estamos en paz.

      La respuesta y la broma que le había provocado hicieron reír durante un rato a la corte; se añadieron los cincuenta doblones a la gratificación del hombre, que regresó triunfalmente a su tierra, hizo el elogio de las cenas del señor Colbert, de Versalles y de cómo era allí recompensado el ingenio del Garona.

      El fingimiento feliz (o la ficción afortunada)

      Hay muchísimas mujeres que piensan que con tal de no llegar hasta el fin con un amante, pueden al menos permitirse, sin ofender a su esposo, un cierto comercio de galantería; y, a menudo, esta forma de ver las cosas tiene consecuencias más peligrosas que si su caída hubiera sido completa. Lo que le ocurrió a la marquesa de Guissac, mujer de elevada posición de Nimes, en el Languedoc, es una prueba evidente de lo que aquí proponemos como máxima.

      Alocada, aturdida, alegre, rebosante de ingenio y de simpatía, la señora de Guissac creyó que ciertas cartas galantes, escritas y recibidas por ella y por el barón Aumelach, no tendrían consecuencia alguna, siempre que no fueran conocidas y que si, por desgracia, llegaban a ser descubiertas, pudiendo probar su inocencia a su marido, no perdería en modo alguno su favor. Se equivocó. El señor de Guissac, desmedidamente celoso, sospechó el intercambio, interrogó a una doncella, se apoderó de una carta, al principio no encuentra en ella nada que justifique sus temores, pero sí mucho más de lo que necesita para alimentar sus sospechas, toma una pistola y un vaso de limonada e irrumpe como un poseído en la habitación de su mujer.

      –Señora, he sido traicionado –le ruge enfurecido–; lea esta carta. Él me lo aclara, ya no hay tiempo para juzgar, le concedo la elección de su muerte.

      La marquesa se defendió y juró a su marido que estaba equivocado, que puede ser, es verdad, culpable de una imprudencia, pero que no lo es, sin lugar a duda, de crimen alguno.

      –¡Ya no me convencerás, pérfida! –le contestó el marido furibundo–, ¡ya no me convencerás! Elige rápidamente, o en este instante esta arma le privará de la luz del día.

      La desdichada señora de Guissac, aterrorizada, se decidió por el veneno; toma la copa y lo bebe.

      –¡Detente! –le dice su esposo cuando ya ha bebido buena parte–, no morirás sola. Odiado por ti, traicionado por ti, ¿qué querías que hiciera yo en el mundo? –y tras decir esto bebe lo que queda de el cáliz.

      –¡Oh, señor! –exclama la señora de Guissac–. En terrible trance en que nos ha colocado a ambos, no me niegue un confesor ni tampoco el poder abrazar por última vez a mi padre y a mi madre.

      Enviaron a buscar en seguida a las personas que esta desdichada mujer reclamaba; se arrojó a los brazos de los que le dieron la vida y de nuevo protestó que no es culpable de nada. Pero, ¿qué reproches se le pueden hacer a un marido que se cree traicionado y que castiga a su mujer de tal forma que él mismo se sacrifica? Sólo queda la desesperación y el llanto brota de todos