y la conversación se animó. El señor de Vaujour propuso a su huésped ir a dar un pequeño paseo, él aceptó y nuestros dos filósofos salieron del castillo; era época de faenas agrícolas y todos los labradores estaban en el campo; algunos, al ver gesticular a solas al señor de Vaujour, pensaron que se había vuelto loco y corrieron a avisar a la señora, pero nadie contestó en el castillo. Aquella buena gente volvió a su sitio y siguió observando a su señor, quien, creyendo que estaba conversando con alguien animadamente, agitaba las manos como es habitual en esos casos; por fin, nuestros dos sabios llegaron a una especie de paseo cerrado al otro extremo y del que no se podía salir más que dando media vuelta. Treinta campesinos pudieron verlo, treinta fueron interrogados y treinta contestaron que el señor de Vaujour había entrado solo, sin dejar de gesticular en aquella especie de alameda cubierta.
Al cabo de una hora, la persona con la que creía estar, le dijo:
—Y bien, barón, ¿no me reconoces?, ¿has olvidado acaso la promesa de tu juventud?, ¿has olvidado cómo yo la he cumplido?
El barón se estremeció.
—No temas —le dijo el espíritu—, no soy dueño de tu vida, pero sí de retirarte todos mis favores y arrebatarte todo lo que te es querido; vuelve a tu casa y verás en qué estado la encontrarás, en ello reconocerás el justo castigo a tu imprudencia y a tus crímenes... A mí me gustan los crímenes, barón, incluso los deseo, pero mi destino me obliga a castigarlos; vuelve a tu casa, repito, y conviértete, aún te queda un lustro de vida, morirás dentro de cinco años, pero sin que la esperanza de estar un día con Dios te haya sido negada... Adiós.
Y el barón, que sólo entonces se dio cuenta de que estaba solo y que no había visto que nadie se despidiera de él, regresó a toda prisa sobre sus pasos y preguntó a los campesinos que encontró si no lo habían visto entrar a la alameda con un hombre de tales y cuales características; le contestaron que había entrado solo, que asustados al verlo gesticular de aquella manera incluso habían ido a avisar a la señora, pero que no había nadie en el castillo.
—¿Que no hay nadie? —exclamó el barón terriblemente turbado—. ¡Pero si he dejado dentro a diez criados, a siete niños y a mi mujer!
—Pues no hay nadie, señor —le contestaron.
Cada vez más asustado corrió hacia su casa, llamó, nadie le contestó, forzó una puerta, entró, y la sangre que inundó los escalones le anunció la catástrofe que se había abatido sobre él; abrió una gran sala y descubrió a su mujer, a sus siete hijos y a sus diez sirvientes desparramados por el suelo en diferentes posturas, en medio de un mar de sangre, todos decapitados. Se desmayó, varios campesinos cuyas declaraciones constan, entraron y tuvieron ocasión de contemplar el mismo espectáculo; ayudaron a su señor, quien poco a poco volvió en sí, les rogó que facilitaran los últimos auxilios a la desdichada familia y sin pérdida de tiempo se encaminó hacia la Gran Cartuja, donde falleció al cabo de cinco años en el ejercicio de la más elevada piedad.
No emitimos ningún juicio sobre este incomprensible suceso. Existe, no se puede negar, pero es incomprensible.
Hay que andar con cuidado y no creer, sin duda, en quimeras, pero cuando algo es atestiguado por todo mundo y pertenece como éste a un género tan singular, hay que bajar la cabeza, cerrar los ojos y decir: así como no entiendo cómo los orbes flotan en el espacio, también pueden existir cosas sobre la Tierra que no acierte a comprender.
El preceptor filósofo
De todas las ciencias que se inculcan a un niño cuando se trabaja en su educación, los misterios del cristianismo, aun siendo sin duda una de las materias más sublimes de esta formación, no son, sin embargo, los que se introducen con mayor facilidad en su joven espíritu. Persuadir, por ejemplo, a un muchacho de catorce o quince años de que Dios padre y Dios hijo no son sino uno, que el hijo es consustancial a su padre, y que el padre lo es al hijo, etc., todo esto, por necesario que sea, no obstante para la felicidad de la vida, es más difícil de hacer comprender que el álgebra, y cuando se quiere tener éxito, uno se ve obligado a emplear ciertas equivalencias físicas, ciertas explicaciones materiales que, por desproporcionadas que sean, facilitan, sin embargo, a un muchacho la comprensión de la misteriosa materia.
Nadie estaba tan plenamente convencido de este método como el padre Du Parquet, preceptor del condesito de Nerceuil, quien tenía unos quince años de edad y el rostro más hermoso que fuera posible contemplar.
—Padre —decía día tras día el joven conde a su preceptor—, de verdad que la consustancialidad está por encima de mis fuerzas, me es absolutamente imposible concebir que dos personas puedan convertirse en una sola: acláreme ese misterio, se lo suplico, o póngalo al menos a mi alcance.
El virtuoso eclesiástico, deseoso de tener éxito en su educación, contento de facilitar a su discípulo todo aquello que un día pudiera hacer de él un hombre de provecho, ideó un procedimiento bastante satisfactorio para allanar las dificultades que hacían cavilar al conde, y este procedimiento, tomado de la naturaleza necesariamente, tenía que resultar bien. Hizo venir a su casa a una jovencita de trece a catorce años, y tras asesorarla convenientemente la unió a su joven discípulo.
—Y bien —le preguntó—, amigo mío, ¿entiendes ahora el misterio de la consustancialidad? ¿Comprendes ya con menos dificultad que es posible que dos personas se conviertan en una sola?
—Oh, Dios mío, claro que sí, padre —respondió el encantador energúmeno—; ahora lo entiendo todo con una facilidad sorprendente. No me extraña que ese misterio constituya, según se dice, toda la alegría de los seres celestiales, pues es agradabilísimo divertirse haciendo de dos uno solo.
Algunos días más tarde el joven conde rogó a su preceptor que le diera otra lección, pues pretendía que había aún algo en el misterio que no comprendía bien y que no podría explicarse más que celebrándolo una vez más en la forma en que ya lo había hecho. El complaciente clérigo, a quien esta escena divertía probablemente tanto como a su alumno, hizo volver a la muchachita y la lección empezó de nuevo, pero esta vez el clérigo, singularmente emocionado por el delicioso panorama que ofrecía a sus ojos el guapo muchacho de Nerceuil consustanciándose con su compañera, no pudo resistirse a intervenir en la explicación de la parábola evangélica, y las bellezas que con ese motivo recorrían sus manos acabaron por inflamarlo totalmente.
—Me parece que esto va demasiado de prisa —exclamó Du Parquet, agarrando al condesito por la cintura—, excesiva elasticidad en los movimientos, por lo que resulta que no siendo tan íntima la conjunción no refleja adecuadamente la imagen del misterio que hay que demostrar aquí... Si nos ponemos exactamente de esta forma —prosiguió el pícaro, obsequiando a su joven discípulo con lo mismo que éste ofrecía a la muchacha.
—¡Ah! Dios mío, ¡que me hace daño, padre! —exclamó el muchacho—. Y además esta ceremonia me parece inútil. ¿Qué otra cosa me puedes enseñar sobre el misterio?
—¡Oh, diablos! —contestó el eclesiástico, balbuceando de placer—. ¿Pero no ves, amigo mío, que te lo enseño todo de una vez? Esto es la Trinidad, hijo mío... Hoy te estoy explicando la Trinidad, cinco o seis lecciones más y serás doctor de la Sorbona.
La mojigata o el encuentro inesperado
El señor de Sernenval, de unos cuarenta años de edad, con doce o quince mil libras de renta que gastaba tranquilamente en París, sin ejercer ya la carrera de comercio que antaño había estudiado y satisfecho con toda distinción con el título honorífico de burgués de París con miras a conseguir un cargo de regidor, había contraído matrimonio pocos años antes con la hija de uno de sus antiguos colegas, la cual tenía por aquel entonces alrededor de veinticuatro años. Ninguna otra tan fresca, lozana y entrada en carnes como la señora de Sernenval: no estaba formada como las Gracias, pero resultaba tan apetecible como la mismísima madre del amor; no tenía el porte de una reina, pero exhalaba en conjunto tanta voluptuosidad, con unos ojos tan dulces y tan lánguidos, una boca tan hermosa, unos senos tan firmes, tan bien torneados