Marqués de Sade

La mojigata o el encuentro inesperado y otros cuentos


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cuenta de tu placer; yo me alegraré de tu felicidad y, como no he de sentirme celoso ni por asomo, mi alegría será, por tanto, mucho más pura.

      Nuestro catecúmeno entró, tres horas enteras apenas fueron suficientes para su homenaje; por fin salió y aseguró a su amigo que no había visto en toda su vida nada parecido y que ni la mismísima madre del amor le habría hecho gozar de aquel modo.

      —¿Conque es deliciosa? —preguntó Semenval medio inflamado ya.

      —¿Deliciosa? Ah, no podría encontrar ninguna expresión que pudiera darte una idea de cómo es, e incluso en ese preciso momento en que toda ilusión es aniquilada, sé que ningún pincel podría pintar el torrente de placer en que me ha sumergido. A los encantos que ha recibido de la naturaleza une un arte tan sensual para hacerlos valer, sabe añadir un punto, una atracción tan auténtica, que aún sigo sintiéndome como ebrio... Oh, amigo mío, pruébalo, te lo suplico, por muy acostumbrado que puedas estar a las bellezas de París, estoy seguro de que me reconocerás que ninguna otra vale en tu opinión lo que ésta.

      Semenval siguió firme, pero, no obstante, llevado de cierta curiosidad, rogó a la S. J. que hiciera pasar a la joven por delante de él cuando saliera del gabinete... Le respondió que muy bien; los dos amigos se quedaron en pie para verla mejor, y la princesa pasó llena de altivez...

      ¡Santo cielo, cómo se quedó Semenval cuando reconoció a su mujer! Era ella... Esa puritana que no se atrevía a bajar por pudor delante de un amigo de su esposo, pero que tenía la osadía de ir a prostituirse a una casa como aquélla.

      —¡Miserable! —exclamó enfurecido.

      Pero en vano intentó lanzarse sobre la pérfida criatura, ella lo había visto en el mismo instante en que la habían reconocido y ya estaba lejos del establecimiento. Sernenval, en un estado difícil de describir, decidió desahogarse con S. J.; ésta se excusó por su ignorancia, y aseguró a Sernenval que hacía más de diez años, es decir, mucho antes de la boda del infortunado, que esa joven acudía a su casa.

      —¡Esa maldita! —exclamó el desventurado esposo, a quien su amigo trató en vano de consolar— Pero no, es mejor así, desprecio es todo cuanto le debo, que el mío la cubra para siempre y que con esta prueba cruel aprenda que nunca se debe juzgar a las mujeres dejándose guiar por su hipócrita máscara.

      Sernenval volvió a su casa, pero no encontró ya a su ramera, ella había hecho su elección, él no se preocupó; su amigo, al no desear imponer su presencia después de lo ocurrido, se despidió al día siguiente, y el infortunado Semenval, solo, desgarrado por el odio y por el dolor, redactó un “inquarto” contra las esposas hipócritas, que nunca sirvió para corregir a las mujeres y que los hombres no leyeron jamás.

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