Por su propia naturaleza, las enseñanzas espirituales reclaman nuestra lealtad ante la afirmación de que son absolutas y lo abarcan todo. Los partidarios de un credo particular son propensos a afirmar que su religión, por sí sola, revela la verdad final sobre nuestro lugar en el universo y nuestro último destino; proponen con osadía que su camino ofrece por sí solo el medio seguro para la salvación eterna. Si pudiéramos suspender todos los compromisos establecidos basados en las creencias y comparar las doctrinas contendientes con imparcialidad, sometiéndolas a pruebas empíricas, tendríamos un método infalible para decidir entre ellas y, entonces, nuestra tribulación habría terminado. Pero no es así de simple. Todas las religiones rivales proponen –o presuponen– doctrinas que no podemos validar directamente mediante la experiencia personal; defienden postulados que requieren un cierto grado de confianza. Por lo tanto, ya que sus principios y prácticas chocan, tropezamos con el problema de encontrar alguna manera de poder decidir entre ellas y sortear sus reivindicaciones de verdad en competencia.
Una solución a este problema es negar que exista un conflicto real entre sistemas de creencias alternativos. Los partidarios de este enfoque, al que podríamos denominar universalismo religioso, dicen que, en su núcleo, todas las tradiciones espirituales enseñan esencialmente lo mismo. Sus formulaciones pueden diferir, pero su núcleo interno es el mismo, expresado de forma diferente de acuerdo simplemente a diferentes sensibilidades. Lo que tenemos que hacer, dice el universalista, cuando nos enfrentamos a diferentes tradiciones espirituales, es extraer la nuez de la verdad interior de las cáscaras de sus credos exotéricos. En el suelo, nuestros objetivos se ven diferentes, pero desde las alturas, descubriremos que el objetivo es el mismo; es como la luna vista desde diferentes picos de montañas. Los universalistas en materia de doctrina a menudo avalan el eclecticismo en la práctica, sosteniendo que podemos elegir cualesquiera prácticas que prefiramos y combinarlas como platos en un buffet.
Esta solución al problema de la diversidad religiosa tiene un atractivo inmediato para aquellos desilusionados con las afirmaciones exclusivas de la religión dogmática. La reflexión honesta crítica, sin embargo, mostraría que, en las cuestiones más vitales, las diferentes religiones y tradiciones espirituales tienen diferentes puntos de vista. Nos dan respuestas muy diferentes a nuestras preguntas sobre los fundamentos básicos y objetivos de la búsqueda espiritual y, a menudo, estas diferencias no son meramente verbales. Quitarlas de en medio considerándolas como meramente verbales puede ser una manera eficaz de lograr la armonía entre los seguidores de sistemas de creencias diferentes, pero no puede soportar un examen minucioso. Al final, es tan poco defendible como decir que, porque tienen picos y alas, las águilas, los gorriones y las gallinas son esencialmente el mismo tipo de criatura, siendo las diferencias entre ellos meramente verbales.
No son sólo las religiones teístas las que enseñan doctrinas más allá del rango de la confirmación empírica inmediata. El Buddha también enseñó doctrinas que una persona corriente no puede confirmar directamente por experiencia cotidiana, y estas doctrinas son fundamentales para la estructura de su enseñanza. Vimos, por ejemplo, en las introducciones a los capítulos I y II, que los Nikāyas conciben un universo con muchas esferas de existencia sensible repartidas en el espacio y el tiempo infinitos, un universo en el que los seres sintientes deambulan y vagan de vida en vida a cuenta de su ignorancia, su codicia y su kamma. Los Nikāyas presuponen que, a lo largo del tiempo infinito, han surgido un sinnúmero de buddhas y han hecho girar la rueda del Dhamma, y que cada buddha alcanza la iluminación después de cultivar perfecciones espirituales durante largos periodos de tiempo cósmico. Cuando nos acerquemos al Dhamma es probable que nos resistamos ante tales creencias y que sintamos que suponen una demanda excesiva a nuestra capacidad para la confianza. Así que, inevitablemente, tropezamos con la cuestión de que, si deseamos seguir las enseñanzas del Buddha, debemos tomar en consideración todo el conjunto de la doctrina buddhista clásica.
Para el Buddhismo primigenio, todos los problemas a los que nos enfrentamos a la hora de decidir hasta dónde deberíamos llegar en el ejercicio de poner fe pueden resolverse de un sólo golpe. Ese único golpe implica volver a la experiencia directa como base definitiva para el juicio. Una de las características distintivas de la enseñanza del Buddha es el respeto que se concede a la experiencia directa. Los textos del Buddhismo primigenio no enseñan ninguna doctrina secreta, ni tampoco dejan margen a nada parecido a un camino esotérico reservado a una élite de iniciados y oculto a los demás. De acuerdo con el texto III,1, el secretismo en una enseñanza religiosa es la marca de las ideas erróneas y el pensamiento confuso. La enseñanza del Buddha brilla abiertamente, tan radiante y brillante como la luz del sol y la luna. Estar libre del manto de secretismo es inherente a una enseñanza que da primacía a la experiencia directa, invitando a cada individuo a poner a prueba sus principios en el crisol de su propia experiencia.
Esto no significa que una persona corriente pueda validar totalmente la doctrina del Buddha mediante la experiencia directa y sin un esfuerzo especial. Más bien, la enseñanza sólo puede apercibirse plenamente mediante la consecución de determinados tipos extraordinarios de experiencia que están mucho más allá del alcance de la persona corriente enredada en las preocupaciones de la vida mundana. Sin embargo, en agudo contraste con la religión revelada, el Buddha no exige que empecemos nuestra búsqueda espiritual poniendo la fe en doctrinas que están más allá de nuestra experiencia inmediata. Más que pedirnos batallar con cuestiones que, para nosotros en nuestra condición actual, no pueden decidirse basándose en la experiencia, por mucha que sea, nos pide que tomemos en consideración algunas preguntas sencillas relacionadas con nuestro bienestar y felicidad inmediatos, preguntas que podemos responder según la experiencia personal. Resalto la expresión «para nosotros en nuestra condición actual», porque el hecho de que no podamos validar actualmente estos asuntos no constituye un motivo para rechazarlos como no válidos o incluso como irrelevantes. Sólo significa que deberíamos dejarlos a un lado, por el momento, y ocuparnos de los problemas que caen dentro del rango de la experiencia directa.
El Buddha dice que su enseñanza es sobre el sufrimiento y la cesación del sufrimiento. Esta afirmación no significa que el Dhamma se preocupe únicamente por nuestra experiencia del sufrimiento en la presente vida, pero sí implica que podemos utilizar nuestra experiencia actual, respaldada por la observación inteligente, como criterio para determinar lo que es beneficioso y lo que es perjudicial para nuestro progreso espiritual. Nuestra demanda existencial más apremiante, que brota desde lo más profundo de nosotros, es la necesidad de estar libres de cualquier daño, dolor y angustia; o, dicho de manera positiva, la necesidad de lograr el bienestar y la felicidad. Sin embargo, para evitar el dolor y asegurar nuestro bienestar, no es suficiente con que simplemente tengamos esa esperanza. En primer lugar, tenemos que entender las condiciones de las que dependen. Según el Buddha, todo lo que se origina se origina por las causas y condiciones adecuadas, y esto se aplica con la misma fuerza al sufrimiento y a la felicidad. Por lo tanto, debemos determinar las causas y condiciones que conducen al dolor y el sufrimiento, e igualmente las causas y condiciones que conducen al bienestar y la felicidad. Una vez que nos hagamos con estos dos principios –las condiciones que conducen al dolor y sufrimiento, y las condiciones que conducen al bienestar y la felicidad–, tendremos a nuestra disposición una descripción de todo el proceso que conduce a la meta definitiva, la liberación final del sufrimiento.
Un texto que ofrece un ejemplo excelente de este enfoque es un corto discurso en el Aṅguttara Nikāya conocido popularmente como el Kālāma Sutta, incluido como texto III,2. Los kālāmas eran un pueblo que vivía en un área remota de la llanura del Ganges. Varios maestros religiosos fueron a visitarlos y cada uno de ellos se dedicó a ensalzar su propia doctrina y a derribar las doctrinas de sus rivales. Confundidos y perplejos por este conflicto de sistemas de creencias, los kālāmas no sabían en quién confiar. Cuando el Buddha pasó por su ciudad, se acercaron a él y le pidieron que despejara sus dudas. Aunque el texto no especifica qué asuntos particulares preocupaban a los kālāmas, la última parte del discurso deja claro que sus confusiones giraban en torno a las cuestiones del renacimiento y el kamma.
El Buddha comenzó asegurando a los kālamas que, en tales circunstancias, era lógico que dudaran, pues las cuestiones que les preocupaban eran, de hecho, fuentes comunes