Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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historias que me imaginaba. Eso me producía una inmovilidad terrible, no sabía por dónde empezar ni como seguir. A veces acudía a mí un recuerdo y le daba una forma incompleta, insatisfactoria; así se fueron apilando un montón de retazos, hasta que me decidí a encarar la paciente y ardua tarea de terminarlos y unirlos. Asumiendo el costo de la imperfección, hasta de la mediocridad; porque a veces es casi imposible evitar los lugares comunes, las repeticiones. Pero comprendiendo que siempre será mejor una pieza terminada, por modesta que sea, que el más brillante de los proyectos.

      Y es que, cuando este libro era solo un proyecto, yo sentía que tenía que conmover al mundo: escribir una obra que fuese la sumatoria de la denuncia política con la excelencia literaria. Porque yo tenía que conseguir que todos comprendieran la grandeza de nuestra lucha y sintieran el dolor de nuestras pérdidas. Que todo el mundo pudiera ponerse en los huesos y el alma de cada preso, de cada torturado, de cada fusilado, de cada perseguido. Tenía la pedantería de creer que mis pobres páginas bastarían para remover las conciencias y cambiar el curso de la historia.

      Pero además, no me conformaba solo con eso, pretendía también alcanzar las cúspides de la literatura universal con ese libro, con este libro: convertirme en un best-seller, transformarme en un “boom”, ponerme en las puertas del premio Cervantes y encaminarme raudamente hacia el Nobel de literatura. Por eso también me costaba tanto terminar, porque tenía miedo de comprobar que no lograría ninguna de esas cosas. Miedo de aceptar que uno no es más que esto: lo que ha escrito y ha vivido. Que no puede escribir mucho mejor de como escribe ni puede vivir más de lo que ha vivido.

      Hasta que llega el momento en el que uno termina de aceptar que uno al menos es eso, y que eso después de todo no es tan poca cosa; pero corre el riesgo de no llegar a ser ni siquiera eso, si no se propone seriamente concretar y terminar. Si uno no quiere ser, eternamente, “un hombre que está escribiendo un libro sobre sus vivencias en la década del ‘70”, como lo fui durante estos últimos veinticinco años.

      Cuando estábamos en Venezuela, leí “El jardín de al lado”, de José Donoso, una novela que cuenta la historia de un escritor chileno que había estado seis días preso después del golpe contra Allende y hacía varios años que estaba escribiendo un libro sobre esos seis días y todavía no lo había podido terminar. Dina fue la que descubrió que Donoso en realidad se había puesto en el lugar de la mujer del escritor, ella era quien escribía “El jardín de al lado”, porque el tipo seguía tratando de escribir su libro sobre esos seis días. Y yo me burlaba de ese escritor ficticio, lo despreciaba: “más de seis años para escribir sobre esos seis días, que al pedo debe estar ese tipo”. Lo mismo me pasó al volver a la Argentina, cuando me mostraron el guión de unos exilados que se habían ido a Venezuela en el ‘73, contaban su historia allá y se llamaba “Diez años no es nada”, también me pareció una exageración. Y yo tardé casi treinta en concretar esta idea.

      Por eso, en este preciso momento tengo la sensación de estar abriendo la puerta de una cárcel; de estarme liberando de una condena que yo mismo me impuse: la de contar mi historia y la de mis compañeros, la de intentar revivirlos y revivirme en estas páginas. Leyéndolo, comprenderán que esto no es un libro, que esta es la vida de un hombre; mi vida, eso es lo que tienen en sus manos, ni más ni menos, para bien o para mal.

      Todavía falta abrir una puerta, aún resta subir el empinado escalón de la edición, pero aun así siento que ahora comienza una vida nueva para mí. Ya no tendré el refugio de estas páginas, ya no seré más “el hombre que está escribiendo un libro”. Ni volveré a escribir más sobre mis compañeros ubicándolos en aquel pasado (aunque ocasionalmente pueda volver sobre alguna historia no contada, sobre algún olvido); porque de ahora en más pienso darles otra vida. Los convertiré en personajes de mis próximas novelas, como lo hice con el “Sátiro”, quien fue “Mi amigo Miguel”, en un libro anterior mío. Y en la piel de esos personajes pienso hacerlos recorrer el mundo y vivir decenas de vidas; resucitando en los lugares más inverosímiles y en las circunstancias más extrañas. Para vengarse de sus verdugos una y otra vez, con la victoriosa espada de la inmortalidad.

      “Y lo repito una vez más: hemos vivido para la alegría; por la alegría hemos ido al combate y por la alegría morimos. Que la tristeza no sea nunca unida a nuestro nombre”.

      Julius Fucik, en Reportaje al pie de la horca.

      Primera Parte

      La primera imagen

      La primera imagen que recuerdo de mi vida es la de mi madre en camisón, embarazada de ocho meses, arrojándose sobre mí en una zanja, cuando los aviones atacaron el 7 de Infantería. Mentiría si dijese que ese hecho me traumó; quedó envuelto en la misma difusa nostalgia con que uno recuerda todas las cosas de la infancia. Siempre lo recordé como una anécdota más, sin demasiada trascendencia, sin más relevancia que aquella revista con la tapa llena de autos que me deslumbró unos días después, en el sanatorio, cuando mi madre dio a luz a Guillermo. Ahora, no estoy tan seguro de afirmar que eso no me marcó para toda la vida.

      En ese momento yo tenía dos años y vivíamos en la calle 49, en una de las tradicionales casas “chorizo” de la época, con galería y verja de maderitas cruzadas, pintadas de verde oscuro, como se usaba entonces; a una cuadra de la guarnición militar más importante de La Plata. El viejo Regimiento 7 de Infantería ocupaba tres manzanas a seis cuadras de la Plaza Moreno, el centro geográfico de la ciudad. Todo ese espacio es hoy la plaza Islas Malvinas.

      Nueve meses antes, otro despliegue militar había conmovido al país: la “Revolución Libertadora” derrocaba al segundo gobierno de Juan Domingo Perón, legítimamente electo tres años antes. Y un grupo de civiles y militares peronistas intentaban reponer al líder en el poder. La noche anterior se habían alzado en distintos puntos del país tomando varias guarniciones; entre ellas el Regimiento de Infantería, convertido en el epicentro del levantamiento. Para recuperarlo, lo bombardearon por aire y las cápsulas servidas de esos disparos cayeron sobre los techos y el patio de mi casa. Unos días después las recogió mi tío, quien también se encontró con un conscripto aterrorizado, escondido en el galponcito del fondo.

      Para huir del enfrentamiento, toda la familia se fue al campo, a la casa de mi bisabuela. No recuerdo más nada. El resto de las cosas las leí mucho tiempo después, pero recién ahora vengo a descubrir que, en cierta manera, mi historia posterior es el fruto de aquellos sucesos.

      La casa donde vivíamos la construyó mi abuelo materno, Pedro Tocho, el hombre más ignorante y más bueno que he conocido. Una vez hizo fue hasta General Belgrano, a unos cien kilómetros de La Plata, y para él fue como haber ido a la China; durante toda su vida contó anécdotas de ese viaje, nunca volvió a irse tan lejos. Su mundo tenía una geografía muy particular: sabía que cerca de la Argentina estaban Uruguay, Chile y Brasil, todo lo demás era “Europa”. Aunque había abandonado la escuela primaria en tercer grado, expulsado por pellizcar a la maestra, supo desarrollar una gran habilidad para las operaciones matemáticas, en gran parte a partir de las necesidades de su “profesión”. Porque el abuelo era quinielero, o más bien, “pasador de carreras”, una rama del juego clandestino con muchos adeptos en los tiempos en que no existían los circuitos cerrados de televisión ni las agencias hípicas. Con esa ocupación mantuvo a toda la familia y les dio estudios a los hijos que optaron por los libros. Mi tío mayor, Horacio, llegó a Maestro Mayor de Obras y mi madre, Silvia, se graduó de profesora de Historia y Geografía en la universidad. Y además construyó otra casa, en la calle 28, donde se puede decir que yo “me crié”.

      Nacido apenas unos años después que la ciudad, el abuelo creció en la calle y pronto adoptó el oficio de la mayoría de los pibes de su tiempo: lustrabotas, ocupación que retomó cuando cambiaron las leyes sobre el juego clandestino. Pasar juego dejó de ser una contravención y se convirtió en un delito. Era la época de los radicales y los conservadores, y vaya uno a saber por qué, tal vez por su ignorancia, el abuelo se hizo conservador. El caudillo a quien respondía era el doctor Míguez, que de tanto en tanto complacía a sus muchachos con un asado; condimentado, seguramente, con un discurso de frases recargadas y altisonantes, para impresionar a sus seguidores.

      Quizás