gran actuación o un gol decisivo en un barrio contra barrio, convertía a su autor en un héroe provisional; cuya vigencia se extendía, irremediablemente, sólo hasta el próximo partido. En esos enfrentamientos, el barrio nuestro tenía una cierta preeminencia sobre los otros dos, más aún contra el barrio de Mandarino, aunque a veces también nos tocaba perder. Pero si el resultado era impredecible, no lo era en cambio el final. Como eran todas calles de tierra, ni bien terminaba el partido empezaban los insultos entre los dos bandos y a los insultos le seguían las pedradas, con pedazos de tosca arrancados de la calzada. Se generalizaba entonces una batalla, en la cual invariablemente terminábamos perdiendo en la calle el terreno ganado en la cancha. Porque ellos eran mucho más certeros en eso que nosotros y además lo tenían al Mandarino. Era una especie de Patoruzú juvenil, jugaba descalzo en la canchita llena de cardos y tenía una fuerza descomunal; no era muy alto ni muy ancho, pero era puro músculo, desde las pestañas hasta la uña del dedo gordo del pie. Era casi imposible calcularle la edad, no era un chico pero tampoco un adulto, tenía una dureza en la cara que no era la de un pibe criado en un barrio tranquilo como el nuestro, sino en la aspereza marginal del mercado. En ese entonces el mercado de La Plata era un edificio en forma de recoba que ocupaba toda la manzana de tres a cuatro y de cuarenta y ocho a cuarenta y nueve, con el mismo estilo de los mercados de Buenos Aires, como el Spinetto, como el Abasto, pero un poco más chico. Lo que había sido un modelo de comodidad e higiene, en la mente de los arquitectos que planificaron la ciudad, se había ido convirtiendo en un conventillo gigantesco; corroído por la humedad y la podredumbre. Allí, entre bolsas de papas, cajones de manzanas, verduras en descomposición y meadas de perro, se movían a sus anchas las ratas y los matones; había ladrones, cuchilleros y algunos ejemplares de una especie en extinción: los guapos. Los Mandarino tal vez hayan sido unos de sus últimos exponentes en la ciudad. Eran cabecillas de la hinchada de Estudiantes, lo que les confería todo un “status” a nivel popular, pero no eran “barras bravas”, términos que para entonces no estaban de moda. Porque la diferencia entre el guapo y el “barra brava” son sustanciales: si bien sería ingenuo asegurar que el guapo era un ser impoluto e incorruptible, ya que seguramente algunos tendrían sus arreglos con los dirigentes, esa no era la norma. El poder del guapo no devenía, como el del “barra brava”, de un lazo de complicidad con la policía, con la dirigencia política o con la comisión directiva; ni tampoco del manejo discrecional de la droga o de las entradas de favor. Salvo casos muy excepcionales de borrachos consuetudinarios, ningún hincha tomaba para ir a la cancha y el guapo tampoco. El guapo era guapo en la cancha y en cualquier lado, era guapo a tiempo completo. Y para ser guapo lo que había que demostrar, por sobre todas las cosas, era coraje y el coraje se demostraba en las peleas mano a mano o en inferioridad numérica. No era de guapo atacar por la espalda ni usar armas contra rivales desarmados. El guapo tenía que ganarse su reputación yendo al frente en los momentos más difíciles, defendiendo su honra o protegiendo a los más débiles. Eso era en la tribuna, en el mercado y también en el barrio. En el nuestro, la pelea nunca pasaba de un fugaz pugilato o de una encarnizada lucha libre, pero jamás un arma apareció en la mano de ningún contrincante.
En esa “sociedad” me crié yo, durante ese lapso indefinible que media entre la infancia y la adolescencia. Sería injusto decir que no existían los prejuicios raciales ni de otro tipo, pero todos quedaban subordinados a lo futbolístico. “Negro boludo”, “negro de mierda” o cualquier otra variante de insulto asociado con la negritud, eran siempre expresiones circunstanciales que no tenían una carga mayor que la de canalizar un reproche momentáneo por alguna actitud desleal o algún error en el juego. De la misma manera, el ser muy rubio también podía ser motivo de un apodo despectivo que acompañaba en su momento al insulto. “Dale, Rubia Mireya”, “Rubia Maricona” o “Mireya Boludo” tenían la misma carga y eran, en general, menos dolorosos que las referencias a la gordura o a cualquier defecto físico. Por otra parte, nunca escuché en la canchita que a alguno le dijeran “judío de mierda” o algo parecido. Tal vez porque no recuerdo que hubiese ningún judío en el barrio, pero además, la religión no era un atributo físico diferenciado y a nadie le interesaban las cuestiones religiosas en la canchita. Nadie sabía si el otro era católico, judío o protestante, lo que interesaba era si jugaba bien o jugaba mal. Todos festejábamos la Navidad y alguno tomaba la primera comunión, pero era muy raro que alguno no fuera a la canchita por haber ido a misa.
En realidad, si recuerdo un caso de alguien que fue objeto de mofa por sus creencias religiosas: yo. Eso hasta que me duró la euforia mística, la misma que me llevaba a rezar arrodillado a la noche en el fondo mirando la luna o a besar el cuadro de mi bisabuela, recitando interminables padrenuestros y avemarías, pidiéndole por la salud de toda mi familia pero, por sobre todas las cosas, por el retorno de mi padre. Ese estado casi de delirio me llevó a adquirir la manía de persignarme constantemente cada vez que iba a jugar; y no era que me persignara antes de entrar a la cancha o al empezar el partido, como hacen muchos jugadores, no. Yo me persignaba cada vez que iba a patear un tiro libre o un corner y los convertía en ceremonias cuasi litúrgicas. “Dale, Ramón La Cruz”, me gritaban entonces mis compañeros exasperados, bautizándome con el nombre del campeón de boxeo argentino y sudamericano de los medianos a quien, paradójicamente, alguna vez me tocaría entrevistar como periodista.
El Potrero
La canchita de 29 era un autentico potrero, un baldío de unos cuarenta metros de ancho por unos cincuenta de largo que anteriormente debió ser quinta de hortalizas, porque todavía estaban los surcos de la siembra; allí pastaban por la noche los matungos de don Pancho y de día se convertía en el mejor estadio del mundo.
Era bastante despareja, los surcos nos obligaban a agudizar la habilidad para transportar la pelota y para pegarle, calculando siempre los piques imprevistos. En verano, los yuyos crecían muchísimo; salían unos cardos enormes con unas espinas gruesotas que de tanto en tanto atravesaban la zapatilla de algún jugador.
Como las fronteras de un imperio en constante expansión, los límites laterales del campo de juego se iban extendiendo en la medida en que los wines ampliaban sus desplazamientos. La altura del pasto indicaba la intensidad del juego por cada sector. Iba de la ausencia absoluta en el medio hasta convertirse en una selva a la altura del corner más lejano. Pero eso no tenía ninguna importancia, para nosotros era el Monumental, la Bombonera, el Maracaná, Wembley; allí nos sentíamos Garrincha y Pelé; Artime y Onega, Mario Rodríguez y Savoy, Corbata y Rojitas, Sciacia y el Tanque Rojas, Flores y Verón,
Allí dimos la vuelta al mundo mirando girar una pelota y dimos la vuelta a la vida en un día febril y eterno de verano. Transitamos por la cornisa de la displicencia ganando un barrio contra barrio por goleada; mordimos el polvo de la vergüenza perdiendo por paliza la revancha y abrazamos la gloria en el bueno, con el último gol en las primeras sombras del anochecer.
Allí, debajo de los contrapisos de las casas y los departamentos que hoy ocupan su lugar, han quedado grabadas las indescifrables huellas de nuestras gambetas y el indeleble candor de nuestra alegría. Allí, debajo del cemento y los ladrillos, está enterrado un pedazo de nuestro corazón. Si algún arqueólogo algún día, dentro de miles de años, remueve esa tierra investigando como era la vida en el pasado, encontrará algo así como la pisada de un animal prehistórico, pero no descubrirá su nombre comparándola con la de los gliptodontes ni buscándola en los libros virtuales del futuro. Sólo podrá develar el misterio si en algún museo escondido o en algún desván olvidado, ha sobrevivido un par de botines Sacachispas.
Y si sigue excavando, en algún momento sentirá que la tierra cruje con un ruido extraño, que se convierte en algo así como un grito, como el eco de una palabra desaparecida que retumba en algún lugar de la memoria. Consultará con otros y les dirá perplejo “¿no se escucha algo así como goooooool?”.
La Gambeta
A mí me tocó sufrir en carne propia la discriminación degradante que se les imponía en el barrio a todos los que no sabían jugar bien a la pelota. Me tocó soportar el tormento del desprecio y el escarnio de la burla con que se castigaba despiadadamente a los “troncos” y a los “pataduras”. Flagelado socialmente por no saber gambetear y por pegarle “de punta”, era tratado