Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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en la canchita de la esquina. Pero había llovido y no queríamos que se embarrara, así que estuvimos dudando un rato, oscilando entre la sensatez que nos aconsejaba esperar al otro día y la ansiedad por estrenar nuestra felicidad. Lo resolvimos con una salida salomónica, más bien con un engaño: “vamos a mostrársela, pero no para que jueguen, para que la vean nada más”, y salimos corriendo, Guillermo con la pelota en la mano y yo atrás de él. Sabíamos que cuando llegáramos iba a pasar lo que pasó: “dejame hacer jueguito, que no la rayo”,”dale, pateámela un cachito, no seas fanfarrón”,”dejame cabecearla”. Después de un instante de contemplación absorta, alguno iba a querer probarla y al rato nuestra adorada gema sería la ofrenda del festín: el picón era inevitable. Y lo fue, al anochecer volvimos cansados y contentos, con la joya encascarada en una costra de barro espeso, que nos costó un rato largo despegar. La acariciamos como a un cachorro mojado, exhausto de retozar en el fango. La bañamos en grasa y le dejamos que se durmiera en una cuna de trapo. No queríamos que tuviera frío ni se golpeara contra el piso si a la noche se movía, porque estábamos seguros de que la pelota estaba viva.

      Los apodos

      En todo grupo de varones siempre hay apodos, y más en un barrio. En el mío casi todos teníamos uno, referidos en general a alguna característica física que nos pesaba. O a cualquier otra cosa que nos distinguiese. No eran demasiado originales: a un gordito le decíamos “Tapón”, a otro “Chancho”, al flaco “Calavera” y a otro “Locomotora”. “Negro” no le decíamos a nadie en particular, porque morochos oscuros eran unos cuantos. A Guillermo y a mí, por haber vivido en Francia, nos decían Franchute, o Francés, o Francia; principalmente los de los otros barrios, para el nuestro, él era “El Zurdo” y yo “El Jorge”, con el artículo antes, como todos los nombres. Alejandro, mi hermano más chico, era “El Rata”.

      De las Championes a las Sacachispas

      Los Rosell habían venido de Rosario hacía ya muchos años, sin mucho más patrimonio que el fanatismo por Newell’s Olds Boys y unas zapatillas viejísimas que don Gilberto sacó un día de entre un montón de cosas viejas del galpón:”Que lástima que te quedan grandes, porque estas son muy buenas zapatillas, son como unas championes”. Fue la primera vez que vi de cerca unas zapatillas de basquet de las antiguas, con abotinado de media caña y redondelitos blancos de goma a la altura de los tobillos. Hasta la década del 70, más o menos, las zapatillas para deportes no fueron un producto de venta masiva como ahora. Se vendían únicamente en las casas de deportes y había pocos modelos. Hasta la década del 50 las más sofisticadas eran las “championes”, así les decían en el litoral, pero en realidad se llamaban Champions, en inglés; después aparecieron las Sacachispas, para fútbol, como unas championes pero negras, con puntera y tapones de goma cuadrados; a fines de los 60 hubo unas con tapones redondos, muy lindas, pero se rompían pronto y no salieron más. A parte estaban las Pampero tradicionales, esa alpargata abotinada con suela de goma; todavía existen, pero son chinas y no tienen ni nombre. Mejores que esas eran las Flecha, azules o blancas, con puntera y suela de goma; durante mucho tiempo fueron lo máximo, hasta que en los setenta aparecieron las Pampero Tenis, que eran solamente para los cajetillas.

      Tapones de cuero

      Los botines de fútbol en esa época eran todavía una rareza, el privilegio de unos pocos. En mi barrio el único que tenía un par era el Nene Gómez, que había jugado en la Liga Amateur; aunque estaban ya bastante gastados, los mirábamos con veneración, algún día también cada uno de nosotros tendría su propio par de botines. Se me convirtió en una obsesión, empecé a ahorrar y unos años después me pude comprar los que más me gustaban: los Selección 64 de Fulvence, un modelo que la fábrica había hecho especialmente para el equipo que gano la Copa De Las Naciones en Brasil. Dicen que los originales eran celestes y blancos, pero los míos eran negros y con tres rayitas blancas a los costados, como los Adidas, que todavía no entraban al país. Los tapones eran de cuero, como casi todos, porque los de plástico todavía no se habían inventado y los de aluminio eran muy caros Los usé muy pocas veces, para mí eran un tesoro; los guardaba solamente para partidos importantes y en canchas de césped.

      Años después, cuando la militancia política me quitó tiempo y posibilidades de jugar al fútbol, se los presté a un amigo y nunca más los volví a ver.

      Una foto p´al Gráfico

      García Márquez le echa la culpa de todo a una de sus primeras maestras en la primaria: “Ella fue la que me dio esas lecturas que me pudrieron el seso para siempre”, dice en una nota. Yo podría echarle la culpa de todo a las revistas, a la Goles y especialmente al Gráfico.

      Desde el 65 me convertí en adicto a las dos y las compraba todas las semanas. La Goles venía en el viejo sepia y traía muchas fotos e información, pero era bastante superficial El Gráfico, en cambio, era el barómetro deportivo del país: el sueño de todo deportista argentino era aparecer retratado en su tapa, significaba la consagración definitiva. Porque todavía no se manejaba con el criterio del “marketing”, los que aparecían en sus tapas no eran los que más vendían, sino los mejores, no importaba cual fuera su especialidad; hasta los deportes menos populares como la natación, el polo o la esgrima podían ocupar la tapa si una figura había hecho méritos suficientes. En la canchita de 29, como en todas las del país, soñábamos con salir algún día en la tapa del Gráfico, y mientras tanto nos consolábamos sacándonos fotos imaginarias para la revista, posando, pegándole a la pelota o ensayando una atajada: “Dale, dale, sacame una foto pa´l Gráfico”.

      Pero más importantes tal vez que las fotos eran las notas. Había por lo menos una docena de excelentes redactores, pera las mejores sin duda eran las del gran Osvaldo Ardizzone. Yo me devoraba sus reportajes a las grandes figuras del fútbol, sus crónicas épicas sobre partidos memorables, y los copiosos elogios a las condiciones técnicas de los crack de todas las épocas. Y estaba seguro de que algún día sería el protagonista directo de esos reportajes, el objeto de todos los elogios, yo condensaría todas las virtudes: admirarían mi gambeta, alabarían mi pegada, ponderarían mi talento, encomiarían mi marca. Escribirían sobre mi todas las cosas que habían escrito desde Bernabé Ferreyra a Walter Gómez, de Pedro Ochoa a Federico Sacchi, de Antonio Sastre a Raúl Bernao, de Roberto Cherro al Pocho Pianetti; de René Pontoni a Fernando Arean; de Herminio Masantonio al Toscanito Rendo; de Manuel Ferreyra a Norberto Infante de José María Minella a Daniel Bayo, de Alfredo Di Stefano a Pelé; de Andrade a Sasía, de Puskas a Eusebio, de Masopust a Metreveli. Todas y cada una de mis acciones en la cancha y de mis pasos en la vida serían seguidos de cerca por un enjambre de periodistas que no se cansaría de entrevistarme y de elogiarme. Y yo me adelantaba a ese tiempo y me imaginaba ya lo que estarían diciendo si me estuvieran viendo jugar en ese momento en la canchita, como describirían el pase que acababa de dar, la gambeta que acababa de hacer. Pero en la canchita no estaban Diego Lucero ni Osvaldo Ardizzone ni ningún otro periodista; estaban mis compañeros que me sacaban de mi sueño, gritándome indignados: “¡Franchute, largala boludo!, ¿quién te creés que sos?”.

      La que mata

      Independiente era el bicampeón de América y venía con todas sus estrellas a jugar contra Estudiantes el último partido del campeonato. La cancha estaba llena, pero la mayoría del público no había ido a ver ese partido, había ido a ver la consagración de “La tercera que mata”, el fabuloso equipo conducido por Miguel Ignomiriello del que salieron Polletti, Aguirre Suárez, Manera, Malbernat, Medina, Pachamé, Bedogni y muchos más. Ellos fueron la base del campeón intercontinental de tres años después y era un deleite verlos jugar. Por eso el público en la tribuna gritaba “Isabelita la esposa de Perón, vino a La Plata para ver al campeón”

      Gonzalo Chávez ese día no pudo ir a la cancha, había empezado a jugar otro partido. “El viejo la mandó a Isabelita, que no sabía ni hablar, pero que vino con la misión de romper el proyecto de “Peronismo sin Perón” de la burocracia. Ahí me comí la primer cana de mi vida: pintando “Bienvenida Isabel” en la esquina de 7 y 32, parece