Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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La ceremonia tenía una solemnidad casi marcial, desde siempre había sido así y con los militares en el gobierno más todavía, todo era marcial. Sobre todo las maestras. Pero eso, hay que aceptarlo, no era culpa de los militares, sino de las mismas maestras, y de sus superiores. Porque si hay una institución verticalista en la Argentina, después de las Fuerzas Armadas y la iglesia, esa es la escuela.

      Casi toda la primaria, desde tercer grado, la hice en la cuarenta y dos, a seis cuadras de mi casa, pero seis cuadras de diagonal, que no es lo mismo, son cuadras largas, larguísimas. La directora era una petisa malhumorada y sargentona a quien mi vieja le decía Margarita Palacios, porque se parecía a la famosa folklorista catamarqueña. Pero la mujer tenía también, muy pero muy en el fondo, una beta generosa. De algunas maestras, en cambio, era más difícil decir lo mismo; en su mentalidad no cabía eso de la igualdad. Para ellas había seres superiores e inferiores, pero eso no dependía fundamentalmente de la raza, aunque algo ayudaba, sino de la “capacidad”. Una capacidad que se medía por la prolijidad de los cuadernos, por la exactitud de los resultados de las operaciones matemáticas y por la escasez de faltas en la ortografía. Si el alumno además iba bien vestido, y encima era medio rubiecito, entonces ya era perfecto.

      Cada año, cada grado, se dividía en dos salones: A y B, que indicaban, por lo general, un nivel de “capacidad”. En quinto grado, a principios de año la maestra hacía una “selección natural”, quienes no cumplían con sus normas mínimas de calidad eran desterrados al grado B, el de los “inferiores”. Vaya casualidad, en el B estaban los más pobres y los peor vestidos, junto con algunos que no eran tan pobres ni tan mal vestidos pero tenían una timidez crónica o una inhibición que rozaba la oligofrenia (al final me doy cuenta que el jodido también soy yo). No recuerdo por qué motivo me tocó caer en desgracia con ella y fui degradado. Esa es la definición exacta, porque me sacaron del grado, por eso esta bien decir degradado; pero además porque me hizo sentir humillado. Y yo era tan boludo, aunque en esa época tenía la excusa de ser chico, que realmente me sentí así. Para mí fue como haber caído en un leprosario y le rogué y le recontra rogué que me dejara volver al grado. Ofrecí dar pruebas de aptitud, de comportamiento y de cuanto quisiera con tal de volver, y al final el “perdón” me fue concedido. Pude retornar al A y así sentirme un miembro más de la “elite” escolar, de los que estaban por arriba de los otros.

      Aunque algunos de los valores en esencia eran muy reaccionarios, la escuela primaria era la matriz de una formación ideológica en la que el trabajo, el estudio y el talento eran reconocidos como virtudes, a las que se fomentaba y premiaba. Si bien la televisión ya tenía una gran influencia en la formación de los chicos, todavía se valoraba más la palabra de la maestra que la de los conductores de programas de entretenimiento.

      Mirta

      Fue en quinto grado, me acuerdo bien por varias cosas, ese año se jugó el Mundial de Londres y como yo ya iba al centro, a comprar café en Bonafide, voté en un concurso por el candidato a campeón: puse Portugal. No salió campeón pero salió tercero y no estaba en los cálculos de nadie. Con Guillermo íbamos también al Instituto Argentino –Británico donde teníamos una profesora muy linda y muy seria, una morocha que nos enseñó los rudimentos de la lengua de Sheakespeare; los únicos que uno más o menos maneja todavía: “ The cat is black, the pencil es white, mi name is…” . Fuimos de paseo a Capilla del Monte, en Córdoba, con los de la tarde, y se dieron varios romances virtuales. Virtuales porque había ganas de los dos lados, pero no llegaban a concretarse. También fue el año en que empezaron los malones con discos de Palito Ortega, que ya había compuesto La Felicidad, y del Trío Los Pancho, los mejores para bailar apretados.

      Ese año tuve de compañera de banco a Mirta. Nos sentábamos un varón y una mujer por banco, una saludable costumbre para integrar a los dos sexos; a diferencia de las escuelas religiosas, que eran sólo para varones o sólo para mujeres.

      Mirta era rubia, de ojos celestes con un corte de cara muy adusto que endurecía su belleza; aún así, despertaba la codicia de muchos varones de la escuela. Mirta era la compañera inseparable de Vilma, de quien yo estuve secreta y perdidamente enamorado hasta el final de mi adolescencia. Vivían en la misma cuadra y estaban bastante desarrolladas para la edad, por eso los maliciosos y los envidiosos les habían inventado una infinidad de romances incomprobados y una precocidad sexual inexistente. Con ella se dio una relación casi fraternal, la sentía como a mi tía o a mis primas, las mayores, que siempre tuvieron una actitud protectora hacia mí. Esa actitud protectora femenina que no pueden tener las madres, porque la madre es la madre y no puede ser una amiga, y una tía tampoco es una amiga, es una tía, pero puede parecerse más a una amiga, lo mismo que una prima. Mirta para mí era algo parecido, alguien en quien yo podía confiar. Lo que no sabía, era que en mi vida habría de aparecer nuevamente para compartir algo más que un banco de escuela y que esa relación se iba a cortar por la tragedia.

      Clase de discriminación

      La maestra se puso muy seria, nunca se había puesto así. Cuando nos retaba era imperativa y poco le importaba lo que opináramos, pero esta vez era como que le costara lo que nos tenía que decir, buscó una manera muy diplomática para lo que era su costumbre. “Chicos, ustedes van a tener que elegir con el voto al nuevo abanderado, yo lo que quería pedirles es que no lo vayan a perjudicar a Eduardo por el hecho de ser judío – Eduardo en ese momento no estaba y todos sabíamos que, sin duda, era el mejor alumno, un verdadero “bocho”-, el abanderado de la escuela tiene que ser el mejor alumno, eso es lo más importante…” El discurso de la “señorita” me sorprendió, hasta ese momento yo jamás había escuchado en la escuela que alguien hubiese hablado mal de los judíos. En las relaciones entre nosotros no había ninguna diferenciación por cuestiones religiosas, por eso, a mí al menos, lo de la maestra me resultó totalmente desubicado. Pero a Eduardo no lo voté para abanderado.

      Habíamos tenido una muy buena relación, en especial cuando recién nos conocimos, en tercer grado; él me había invitado a su casa, me había mostrado la escritura hebrea y me había hecho conocer el maná; yo le había contado de Venezuela y de Francia; después la relación se fue enfriando un poco, pero por una cuestión muy simple: a mí me agarró la locura por el fútbol, y Eduardo no la compartía para nada. Él era muy tímido y estudioso y su área de interés se centraba casi exclusivamente en lo intelectual. Pero no fue por eso que no lo voté. Ni tampoco porque fuera judío: no lo voté porque un día, a la hora de la salida, cuando ya teníamos todos los útiles en el portafolio, después de uno de los tantos grandes despelotes que habíamos hecho en el aula, como los que hicieron, hacen y harán siempre los alumnos de cualquier escuela primaria del mundo, la maestra se enojó y nos impuso como castigo cruzarnos de brazos y quedarnos en silencio hasta después de hora. Eduardo, como de costumbre, no había tenido la menor participación en el barullo; pero se adhirió, como también era su costumbre, al castigo general, porque siempre fue solidario. “Vos no, querido, a vos nunca te va a llegar ese momento”, le dijo la maestra, como estableciendo una diferenciación entre él y todo el resto del grado, poniéndolo por arriba de todos nosotros. Y fue por eso que no lo voté, no por él en realidad, sino por las maestras que no sólo lo habían convertido en su candidato oficial, sino que nos humillaban comparando sus cuadernos y su conducta impecable con nuestra pecaminosa conducta y nuestros impresentables cuadernos.

      No sólo de futbol vive el hombre

      Boleros de Javier Solís

      Con Alfredo nos habíamos hecho muy amigos al salir de la primaria, nos preparamos juntos para el examen de ingreso y nos unía una pasión común: Estudiantes. Alfredo no era precisamente un pibe de barrio; vivía en una hermosa casa a pocos metros del Parque Saavedra, una de esas casas de principios de siglo, con entrada imperial, ventanas de medio punto y mármol en el frente. Único hijo varón de un contador próspero, con dos hermanas mayores, era el mimado de un hogar confortable donde estaba todo lo esencial y algo más. A pesar de tener el parque tan cerca no era de ir a jugar con los pibes del barrio, para la familia era “Alfredito” y preferían para él pasatiempos más seguros. Su posición social y hasta su ubicación geográfica le abrían las