de periodismo, de humanidades y de un montón de cosas más. No, en esa época el Jockey todavía era el Jockey, el lugar de encuentro por antonomasia de nuestra falsa aristocracia. Porque en La Plata nunca hubo oligarcas en serio, de esos que manejaban el país desde sus grandes estancias y sus palacetes. Pero si muchos que se las daban de tales, algunos con una posición económica realmente holgada y otros que vivían endeudados y comían fideos todos los días pero “eran socios del Jockey” y, por lo tanto, una casta superior.
Al Jockey iban, según decían, las “mejores minas”, esas rubias que se tostaban al lado de la pileta por no poder ir a Pinamar; esas que pasaban sin mirar, poniendo cara de asco, moviendo de diestra a siniestra el culito levantado por los zapatos de plataforma, que estaban de moda y que ¡papito!, hacían que las que no estaban tan buena parecieran estarlo y a las otras dieran ganas de violarlas en plena calle. Ganas no más, porque uno vivía soñando con esos “hembrunes”, pero terminaba jugando al billar en los fondos del Bar Rivadavia; arrepentido de no haber ido al Deportivo La Plata o a alguno de esos lugares que para los del centro eran reducto de la “negrada”; allí, las mujeres en realidad eran más lindas que las insulsas del Jockey. Pero claro, cojerse a una guacha del Jockey era de alguna forma romperle el culo a todo ese mundo despreciativo, que lo marginaba a uno por no tener los requisitos indispensables para ser aceptado en el jet-set pueblerino.
Respecto a mis compañeros, el hecho de haber vivido en Francia, de hablar correctamente el francés y de haber recorrido una buena parte del mundo me daba íntimamente un cierto aire de superioridad; pero yo no me sentía identificado para nada con los del centro, me parecían unos maricones porque algunos usaban el pelo medio largo y con esa pinta no podían jugar bien al fútbol.
Mi actitud, sin embargo, debo reconocerlo, era contradictoria. Si bien por una cuestión geográfica, de gustos y de idiosincrasia, era más de barrio que del centro; quería ser aceptado también en esos círculos, o al menos no ser rechazado. Con algunos no tenía la menor afinidad y no me interesaba tampoco tenerla, pero ante otros trataba de mostrar rasgos de “urbanidad” que me hicieran más accesible a sus prejuicios.
Las diferencias entre los del centro y los de los barrios eran notorias, principalmente, en el vestir. Los del centro, que no eran únicamente los que vivían en el centro de la ciudad, si no también los que vivían lejísimo a lo mejor, en City Bell o Villa Elisa, pero compartían ciertas convenciones sociales: la sobriedad en el vestir, la más importante de todas. Calidad en las telas y poca estridencia en los colores, nada que estuviera pasado de moda o que rompiera la armonía del conjunto. El uso de saco y corbata en los varones era obligatorio todavía, y la mayoría optaba por la muy británica y flemática combinación de blazer azul con pantalón gris. Los de los barrios, en cambio, no teníamos la misma noción de la armonía estética. En primer lugar porque uno se ponía lo que podía y no lo que quería; pero también porque el gusto era, y lo sigue siendo, marcadamente diferente. Para colmo, en la segunda parte de la década del sesenta se habían puesto de modas las medias rojas, amarillas, verdes, turquesa, todos colores llamativos, combinadas en algunos casos en rombos o motivos parecidos. También estaban de moda las camisas escandalosas y después, encima, se pusieron de moda las corbatas floreadas. Claro, vestidos de sport, con camisa, pantalón y mocasines, esas combinaciones podían no ser armoniosas; pero con saco y corbata a veces eran decididamente abominables. Alguno llegaba a combinar un saco escocés, a cuadritos marrones y verdes; con una camisa a rayas rojas, azules y amarillas; una corbata violenta y anaranjada, un pantalón azul a cuadritos, una medias rosadas y mocasines marrones. Composición digna de los mejores diseñadores de grandes tiendas “Me Cago en la Elegancia”.
Los mersas
Había, incluso, un calificativo para designar todo aquello que ofendía el gusto burgués: lo “mersa”. Había lugares “mersa”, ropa “mersa” y hasta autos “mersa”. No dependía de su valor económico sino de su status social, que era una cosa muy distinta. Porque lo “mersa” no era tanto lo que usaban los pobres, sino los que, teniendo un buen poder adquisitivo, hacían gala de una ostentación lesiva a la susceptibilidad de la clase media. El Torino, por ejemplo, para algunos era un auto “mersa”, un auto de comerciantes prósperos pero sin “categoría”: carniceros, verduleros, panaderos o mecánicos. No era lo mismo que decir joyeros, libreros o tenderos, por ejemplo. Aunque nunca me lo dijeron, yo sé que para los del centro yo era un “mersa”.
Mi gusto de siempre por los colores llamativos, de indudable ascendencia caribeña, y por ende africana, no reparaba mucho en esas convenciones estéticas de los chicos del centro; a veces incluso hasta les llamaba la atención a mis compañeros de la novena de Gimnasia que, en general, de finos no tenían nada. Pero era (lo sigo siendo) muy variable en mi forma de vestir y a veces hasta me vestía decorosamente. También usaba, lo más chocho, un saco con martingala que había sido de mi primo Roberto; la martingala hacía años se había dejado de usar y yo parecía arrancado del túnel del tiempo. El Gordo, El Pato y Omar eran, en cambio, mucho más conservadores para vestir, pero en una sintonía que los diferenciaba de los chicos del centro; ellos, como yo, también eran “mersas”.
El Gordo y El Pato vivían cerca de la plaza Sarmiento, como a doce cuadras de mi casa. Omar vivía más lejos, del otro lado de la vía, pasando la 72, por el club Julián Aguirre. Tenían un defecto los tres: eran hinchas de Gimnasia. El Gordo tenía ojos más bien claros, pelo castaño claro y una nariz gruesa y respingada en medio de una cara cuadrada. Omar tenía el pelo castaño oscuro, una cara larga y la tez amarronada; era muy flaco; las piernas desgarbadas y una nuca angulosa eran sus características físicas más distintivas. El Pato también era flaco y un poco chueco, con las piernas combadas hacia fuera; tenía el pelo castaño oscuro, ondulado, una nariz aguileña levemente desviada y una mirada apagada que por momentos se iluminaba de una picardía desbordante.
El gordo era el más extrovertido, pero también el más infantil, con unos cambios de carácter desconcertantes. Omar y el Pato eran muy callados, sobre todo en clase; aunque con una gran diferencia: Omar era naturalmente introvertido; el Pato no hablaba porque no quería; cuando quería, era jodón y ocurrente.
Un día, estábamos jodiendo Omar, el Pato, el Gordo y yo con el tema de Estudiantes; ellos me cargaban pero no tenían más remedio que tragársela. Omar había dibujado una Copa del Mundo y el Pato quería que se la mostrara, Omar se resistía y en un momento dado el Pato se calentó, se la quiso sacar y forcejearon como si estuviera en juego un botín fabuloso o un arma en una película de vaqueros. La copa quedó hecha trizas y la larga amistad de ellos años también. Orgullosos los dos, no volvieron a hablarse en toda la vida.
Ejercicios
Eran lindas esas clases de Educación Física. Entre el pasto húmedo de la mañana y el frío del invierno la relación entre los compañeros de división se hacía más cálida. Y más cruel al mismo tiempo, porque después venía el momento de la ducha y la prueba de fuego para la masculinidad. Los que la tenían muy chiquita ni se bañaban para que no los cargaran y algunos sorprendían con un miembro desproporcionado para su tamaño, como el caso de Daniel, que a pesar de ser todo flacucho y enclenque tenia una toronja descomunal, realzada por la circuncisión. Era la primera vez que yo veía a alguien con la cabeza del pito rebanada y me daba impresión, yo ni siquiera podía pelarla por la fimosis (el frenillo del pene demasiado corto). No tenía idea de que aquello fuese norma entre los judíos, pero Daniel no había sido circuncidado por ser judío sino, se me ocurre, por tenerla demasiado grande. El profesor se llamaba Oro y como era muy morocho algunos decían por lo bajo que era el “Oro Negro”. Él nos enseñó los primeros fundamentos de atletismo, softball, handball y algún otro deporte.
Selección Natural
Las primeras referencias sobre la calidad futbolística de mis compañeros de división se pusieron en evidencia al término de las esas clases, era el momento que estábamos esperando para irnos a jugar al fútbol. Esa era la primera “selección natural”, ahí empecé a darme cuenta que a algunos el fútbol no les interesaba para nada y que a otros no les interesaba tanto como para tener que andar corriendo. La entrada