un lugar destinado a guardar todo lo que la gente no quería tener en el departamento ni tampoco quería tirar. Por el tamaño y la ubicación era el lugar ideal para una habitación de estudio, pero mucho mejor todavía para otras cosas. Según Joaquín, ese era el lugar al que sus hermanos llevaban a todas las putas y a las minas que se levantaban. Verdad o leyenda, la baulera era ya pecaminosa por las fotos; fotos que en aquella época y a nuestra edad eran muy difíciles de conseguir. Una era la de esa morocha tetona, la que más entusiasmaba a mis compañeros de división; a mí la que más me gustaba, sin embargo, era la de una rubia muy linda y muy delicada que no estaba desnuda. Lánguida, casi melancólica, estaba saliendo de una pileta con una bikini estrecha y abajo tenía un epígrafe con la definición más perfecta de lo que ella era para nosotros en ese momento: “Agua que no has de beber…”
Teníamos entre trece(los más chicos) y quince años(los más grandes), cuando en segundo año Joaquín nos llevó a la baulera y la sexualidad nos estaba emergiendo con toda la potencia de la pubertad. Los que ya habían tenido su iniciación sexual relataban su experiencia regocijándose de orgullo, ante la mirada envidiosa y admirada de los otros, para quienes el sexo era un misterio casi absoluto: “Es como hacerte la paja con una bolsa de agua caliente…” lo definió Joaquín, quien aseguraba haberse cogido a varias ya, aunque para entonces todavía no había cumplido los catorce años ni había llegado al metro cincuenta. Ninguno tenía elementos para discutirle, pero le creíamos a medias, porque, como decía el Gallo, Joaquín parecía una mezcla de correntino con andaluz.
El setenta
El cambio grande se fue insinuando en tercer año. Nos dieron la opción de pasarnos a la mañana y la mayoría aceptó. Menos Omar, Manuco, Ranieri y algún otro que no recuerdo, casi todos pasamos a la mañana; casi todas las mujeres también. Y el turno mañana era otra cosa; porque el grueso de los años superiores estaba a la mañana y pasaban cosas que a la tarde no pasaban. El negro Bossio, un amigo que veo muy de vez en cuando, escribió un artículo genial que se llama “La verdá que fue un golazo”. Esa frase, dicha por un jugador feliz y transpirado, ante los micrófonos radiales en un vestuario victorioso, resumía el ideal de miles de jóvenes de aquella generación: alcanzar el éxito con una actuación notable y un gol de antología en un partido decisivo de primera división. Pero después relata como el sueño se ve postergado por las limitaciones futbolísticas individuales y por las limitaciones propias de la realidad. El crack frustrado, obligado por las circunstancias a refugiarse en el estudio, comienza a sentirse embriagado por otro perfume distinto al del aceite verde: la fragancia de la revolución. Así van apareciendo nuevos términos en su diccionario y nuevos ideales en su mente, comienza a hablar de “plusvalía”, de “materialismo dialéctico” tanto o más que de tiros libres y pases cortos. Y se inicia un nuevo partido en la vida, que nunca se sabe como ni cuando va a terminar.
El setenta, fue también el año de la aparición pública de los Montoneros, con el secuestro de Aramburu; del incremento del accionar de las otras organizaciones armadas y de una cantidad de conflictos gremiales y rebeliones estudiantiles que no recuerdo en este momento y que sería muy largo enumerar.
El Baby
Ese año los cambios se dieron dentro de la división y también afuera. Al producirse el cambio de turno las divisiones se reestructuraron y en lugar de los compañeros que se quedaron a la tarde se incorporaron otros; en ese paquete vinieron el “Baby” y el “Lacio”. Al Baby ya lo conocíamos, en realidad todo el mundo conocía al Baby. Con una carita angelical y una sonrisa permanente, el Baby era un pequeño burgués prototípico, un perfecto platense del centro: venía de la Anexa, sus padres estaban relativamente bien económicamente y vivía en el Barrio Norte, que era ya entonces una especie de remedo, reducido y adaptado, del Barrio Norte de capital. Pero el Baby, sin embargo, tenía un abanico de relaciones que no reparaba en prejuicios de clase ni en todas esas aprensiones de los chicos “del centro”. Se daba con todos y siempre estaba contento. Se convirtió, así, en una especie de nexo entre los grupos de la división y de toda la división hacia fuera. Sus amistades más cercanas frecuentaban un bar en calle ocho entre cuarenta y nueve y cincuenta que se llamaba “Papiros”, donde se concentraban algunos grupos del Nacional y chicas del Liceo que se habían hecho la rata o tenían hora libre. El ambiente de Papiros era “selecto”, pero el Baby no era selectivo, y no tenía problemas de aparecer acompañado por cualquiera de nosotros. A través de él fui conociendo más de cerca ese mundo de los “chicos del centro” que hasta entonces me había parecido tan distante. Con los temores del marginado que aspira a integrarse, me convertí en un cuasi “habitué”, a la espera de que esa llave me permitiese abrir la puerta de ese mundo; con sus fiestas y sus mujeres, que eran, en definitiva, lo que más me importaba. En mi afán de integración indiscriminada intenté arrastrarlos hasta allí al Tortuga y al Pato; pero el Pato tenía las fronteras de clase muy claras y no estaba dispuesto a hacer concesiones. Él sentía que no tenía nada que hacer ahí, entre esa gente. Mucho más pragmático, Tortuga iba si tenía ganas.
Papiros era distinto al Troas, mucho más “selecto” y superficial. Sus habitués no tenían, ni llegaron a tener, otra preocupación más que la de guardar las apariencias; para tener éxito con el sexo opuesto y prestigio entre los pares. Los de Papiros, en cambio, casi todos terminaron acercándose a la política. Los temas de conversación en las mesas fueron cambiando lentamente, y llegó un día en que nadie hablaba de otra cosa.
Tortuguitas
Con el Tortuga y el Pato ya habíamos empezado a salir juntos a bailar. En algún momento, en ejercicios físicos, el Pato lo había bautizado a Julio como “Tortuga”; porque antes de venir a La Plata había vivido en Tortuguitas y como Julio, además, era muy parsimonioso, el apodo se le aquerenció enseguida. Ese año conocimos su casa, como no era muy expresivo no sabíamos demasiado de él; pero estaba claro que no era de los “del centro”. La casa de Julio quedaba un poco lejos y estaba bastante aislada; el padre de Julio era jefe en los talleres del Ferrocarril Provincial, en una época en que la actividad era desbordante. Había llegado de Santa Fe con la promesa de un mejor horizonte para una familia que para entonces era sólo un proyecto. Un proyecto compartido con una mujer menuda y vivaz, con la que podía verse muy de tanto en tanto; hasta que las condiciones se dieron para establecer el hogar en Buenos Aires, allá en Tortuguitas. Cuando ya eran cinco, le ofrecieron a don Ramón el trabajo de capataz en los talleres de La Plata y esa casa, estrecha pero sólida, a un costado del enorme predio. Totalmente paralizados, ahí están todavía, esperando un milagro que les vuelva a dar vida, los viejos galpones altísimos y como cuarenta hectáreas de yuyales donde en ese entonces el ritmo de trabajo era febril (si lo sabré yo). Todos los días entraban y salían vagones para la reparación y unos años después se instaló la planta de recuperación de rieles más moderna del país. Sobre la cincuenta y dos, a un costado de ese terreno, estaba la casa. De ese lado de la calle era la única casa en diez cuadras a la redonda; enfrente había algunas casas, raleadas, con cuyos habitantes los hermanos no tenían prácticamente ningún contacto. La presencia del barrio, que para el Pato y para mí era tan fuerte, en Julio estaba ausente; tal vez por eso se replegaba en la familia y era tan parco. A través de Julio lo conocimos a Carlos, su hermano mayor; también si hizo amigo nuestro y comenzamos a salir todos juntos en la “Batata”, un viejo Isard 700, rural, bautizado así por su color y su forma. Completaba la familia Claudio, el más chico un galancito con una pinta bárbara y una despreocupación total por el futuro.
El hermetismo del Tortuga poco a poco fue cediendo y aunque no se convirtió en un jodón terrible, pudimos entrar en confianza y nos sentíamos cómodos con su familia. Las salidas a bailar los viernes y los sábados a la noche fueron también una novedad de ese año. Durante la época de clases ni Estudiantes, ni Gimnasia ni Universitario organizaban bailes, la única posibilidad era ir a Deportivo La Plata o a algún otro club de barrio, donde el ambiente era mucho más pesado. Si uno no era de la zona lo miraban con cara rara y hasta podían correrlo a cuchilladas, las minas eran un patrimonio cultural del barrio y ningún forastero tenía derecho a venir a pescar en aguas reservadas. El más pesado de todos en esa época era el Uriburu, donde las grescas eran un complemento