la misión de pedirle que nos dejara escuchar el partido (la televisión vía satélite todavía no se usaba). Se lo planteé de una manera tan solemne y ceremoniosa que toda la vida me cargaron por eso: “No quisiéramos pecar de irrespetuosos…” dicen que dije. Siempre fui vueltero para pedir las cosas. Hasta a la profesora le pareció exagerado. Como agarramos la transmisión empezada, la incertidumbre era terrible, habíamos escuchado el grito del gol de Verón, pero nos costaba creerlo; por otro lado llegaban versiones de afuera; que Polletti se había atajado un penal, que lo habían echado a Bilardo…El relato radial le da siempre a la acción más emoción de la que tiene; el oído trata de adivinar lo que no puede ver la vista y cada inflexión de la voz es una señal para acercar o alejar el corazón de la angustia; a medida que pasan los minutos la ansiedad se transforma en desesperación. Alrededor de una radiecito a transistores estaba toda la división acurrucada: los de Gimnasia sufriendo porque íbamos ganando y los de Estudiantes sufriendo más todavía, porque había que aguantar hasta el final.
Los ingleses se venían con todo su orgullo herido: Bereford y Withelocke renacían para invadir el área estudiantil, el almirante Nelson cañoneaba el arco pincharrata desde Trafalgar, la reina Victoria despachaba a los lanceros de Bengala contra los muchachos de Zubeldía, Ricardo Corazón de León galopaba con sus cruzados delante de Pachamé, Francis Drake prometía colgar a Bilardo del palo mayor de su barco, Montgomery comandaba a las tropas del desierto para morir masacrados en la trampa del offside, Paul MaCartney le pegaba a Medina con la guitarra eléctrica y Ringo Starr le tiraba a Malbernat con los palillos de la batería, Sean Connery recibía la orden de asesinar a Madero y Jack el destripador prometía destazar a Aguirre Suárez; pero el tiempo pasaba y Estudiantes resistía. Medina enlazaba las piernas de Morgan con sus boleadoras tucumanas. Malbernat empapaba en aceite hirviendo a George Best, Togneri estaqueaba a Bobby Charlton en el medio de la cancha, Aguirre Suárez deshacía a machetazos los avances de Denis Law, Pachamé ensartaba con la chuza a los volantes, y cuando todos parecían desbordados, Madero hacía enrojecer de envidia a lores ingleses: en el medio del lodazal de la batalla surgía con su frac impecable, su galera negra y su bastón de marfil, llevándose la pelota con la gracia de quien saca a bailar a una dama en palacio, tomándola con un suave movimiento de su blanco guante izquierdo.
La Copa del Mundo brillaba acariciada por la neblina húmeda de Old Trafford; Muñoz gritaba que le habían pegado y el reloj marcaba que faltaba un siglo divido en cinco minutos, un poco menos, sesenta años, sesenta y tres, esa era la edad que tenía Estudiantes en ese momento.
Salvo las épocas de gloria de la delantera de los profesores en el 31, cuando llegó a ser tercero, y la época dorada de Antonio, Infante y Pellegrina, en la que estuvo varias veces entre los primeros, desde entonces se había debatido siempre entre la mediocridad de la mitad de tabla y las turbulencias del descenso. Cuando yo me hice hincha, una maniobra inconfesable de la AFA lo había salvado de irse a la B. Una tarde del 66, Muñoz relataba el Mundial de Londres y despotricaba contra Nobby Styles; un volante inglés petiso, provocador, tramposo y protestón, que siempre estaba presionando a los árbitros; aunque no hacía falta que a esos árbitros los presionaran para favorecer a Inglaterra. Entonces pensé “qué lindo que a éste lo agarrara Bilardo”. Era casi un imposible, Estudiantes no había salido nunca siquiera campeón argentino y pensar que algún día fuese a jugar la copa del mundo era un delirio. Sin embargo, en el 67 fue campeón Metropolitano y a mediados del 68 Campeón de América; el equipo de Nobby Styles, por su parte, ganó la Copa de Campeones de Europa. El encuentro impensable se produjo: en el primer partido Bilardo consiguió hacerlo echar a Nobby Styles y Estudiantes le ganó uno a cero al Manchester en la Bombonera. Parecía muy poca diferencia para aguantar de visitante; que le iban a hacer cinco, que le iban a hacer diez. Pero pasaba la hora y seguía ganando otra vez uno a cero. Apenas unos minutos lo separaban de un objetivo que no habían conseguido ni las libras esterlinas, ni los marcos alemanes, ni los francos franceses.
Ya habían pasado más de cincuenta años de aquellos cinco minutos finales, el enésimo centro cayó en el área de Estudiantes y Morgan recobró de pronto todo el conocimiento en emboscadas, engaños y triquiñuelas que había aprendido su famoso antepasado, tres siglos antes en las Antillas: bajó la pelota con la mano de manera casi imperceptible y desde una clara posición fuera de juego convirtió el gol del empate. En un minuto el mundo podía derrumbarse. Y ese minuto si duró cien años, o tal vez más, toda la distancia entre el abismo y la gloria. Y fue la gloria. ¡Campeón del Mundo! Estudiantes era Campeón del Mundo Cuando terminó nos fuimos a festejar a calle siete, hasta los de Gimnasia fueron. Nunca la calle siete estuvo así en todo el siglo: repleta y eufórica desde Plaza Italia a Plaza Rocha. Y, quien sabe, tal vez nunca más vuelva a estarlo. Por suerte, mi abuelo pudo verlo.
El Pato
“¡Helena, Helena!… ¡Saverio, Saverio!…” la paz campesina de Acquaformosa se deshizo en dos gritos. “Saverio e morto” alcanzó a decir o a pensar Helena. Durante esos tres años había querido acostumbrarse a la idea pero no había podido. Se lo decía a veces en vos baja para ella misma, repitiendo lo que decían a sus espaldas las vecinas del pueblo y lo que le decía alguna amiga para convencerla de que era tiempo de rehacer su vida. Helena era joven y simpática y había conocido a un joven de Lungro que la había deslumbrado con su personalidad avasallante y su sonrisa irresistible. Las camisas negras desfilaban por todas las aldeas de Calabria y decidieron casarse para formar un hogar próspero y lleno de hijos. El “Duce” prometía un futuro de abundancia a todos los italianos; los izquierdistas, aseguraba, eran los responsables de que Italia no ocupara el lugar de gran potencia mundial que le correspondía desde los tiempos de Julio Cesar. Fascista convencido, Saverio salía por las noches con los grupos de choque de la aldea y la infaltable botella de aceite de castor, porque el comunismo más que un problema ideológico, más que un problema mental, era un problema intestinal. Con un cuarto litro de aceite alcanzaba para que los bolcheviques, los socialistas, los anarquistas y todos esos que tenia ideas raras evacuaran hasta la última gota de rebeldía y pudieran ingerir la sustanciosa doctrina mussoliniana, la única que podía salvar a Italia y al mundo, poniendo las cosas en su lugar: las putas en los burdeles y las vírgenes en sus casas; la mujer cuidando los hijos y el hombre en el trabajo; los obreros en las fábricas y los patrones en la oficina; los pobres abajo y los ricos arriba, como había sido siempre, como debía ser. Y en Acquaformosa Saverio De Marco estaba arriba, era un hombre importante. Estaba todo lo arriba que puede estar un comerciante de aldea y era tan importante como puede serlo el cantinero del pueblo, el dueño del lugar al que todos los varones de la aldea deben concurrir en algún momento del día.
Cuando a Saverio le tocó alistarse en el ejército, se fue con el entusiasmo y la confianza de los vencedores. La guerra, más que un peligro inminente, era la posibilidad de dar un salto hacia delante en la escala social, volviendo al pueblo con el pecho lleno de medallas y un alto grado militar en las hombreras. Pero la guerra se hacía larga y las noticias cada vez más escasas, las potencias del eje se batían en retirada y los italianos eran la carne de cañón de una alianza que ya solo se mantenía a fuerza de coacción. Hubo una carta con muchos besos y abrazos, la promesa de muchas cartas más y un pronto retorno a la aldea, pero fue la última. Habían pasado más de tres años y la guerra ya había terminado; ahora volvían a flamear en el pueblo las banderas rojas y Helena no sabía si vestirse de negro o seguir alentando la frágil llama de la esperanza.
- ¡Helena, Helena!, los gritos la sacaron de la concentración en la costura.
- ¿Cosa sucede?. Helena salió al balcón alarmada. Todos los días desde aquella última carta, cada minuto, cada segundo, había estado esperando un grito, ese grito, pero ahora no podía reconocerlo. El miedo a la decepción la llevaba a pensar en cualquier otra cosa, a no pensar en nada.
¡Saverio, Saverio e tornato!
Helena estiró los ojos, estiró el alma. Entre la turba eufórica que avanzaba por la calle alcanzó a ver el brillo de esos ojos, el tímido avance de la calvicie en la frente despejada. El milagro se consumaba. En sus brazos estaba el hombre amado, tres años de prisión habían quedado en Alemania.
De la felicidad del encuentro a los pocos meses nació una niña; le pusieron Giovanna,