Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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nada mal, no se desesperaba por patear una pelota. Pero justo ese año, el 68, el de nuestro ingreso al secundario, fue el de la gran campaña de Estudiantes en la Copa Libertadores y mucha gente acomodada de la ciudad, profesionales, comerciantes exitosos, funcionarios, se prendieron como espectadores y la siguieron como turistas. Al padre de Alfredo se le despertó un fanatismo tremendo y empezó a ir a todos los partidos y a todas las canchas. Y eso significó para mí la posibilidad de ir a la cancha acompañados por un mayor, para que la vieja se quedara tranquila.

      Esas coincidencias incrementaron mi amistad con Alfredo que durante un verano estuvo centrada en un ataque agudo de Metegol. Nos lo pasamos buscando metegoles por toda la ciudad con la misma ansiedad que un timbero buscaba garitos o un burrero buscaba una fija. Alfredo había dado bien el ingreso al Liceo y yo al Nacional. Nos habíamos preparado con otro compañero de clase, quien fracasó en su intento por entrar al l Comercial y se retrajo de cualquier tipo de diversión. A media cuadra de la casa de él, había un almacén de los antiguos, de esos con persianas largas y ventanas altísimas, de ladrillos sin revocar. La hija del almacenero nos preparó con un rigor espartano y los resultados fuero más que satisfactorios

      En la primaria Alfredo había hecho varios malones en su casa y creo que fue allí donde me animé a dar los primeros pasos de baile. Con paciencia y generosidad sus hermanas me ayudaron a iniciarme en algo para lo que me sentía naturalmente inhibido. Todo lo que estuviera relacionado con la sexualidad era traumático para mí, y el baile era la forma de estar más cerca de una mujer, sobre todo cuando en el tocadiscos sonaban los boleros de Los Panchos, de Altemar Dutra o de Javier Solís. La separación de mis padres y la actitud de mi madre ante todo lo que tuviera que ver con la pareja, ese resentimiento que sin querer nos transmitía, me hacía actuar de una manera muy contradictoria con las mujeres. Yo quería acercarme, pero tenía miedo a ser rechazado, y para disimular mis temores adoptaba actitudes de rechazo o de desprecio.

      Los bailes

      En los dos últimos años de la primaria hubo varios malones, se empezaba siempre bailando las pegadizas melodías de Palito Ortega y se terminaba con las canciones melosas de Raphael. Había una en particular “Laura”, que a mí me gustaba mucho. Pero éramos chicos todavía para ir a los bailes. Ese año en carnavales las hermanas de Alfredo nos llevaron a Universitario y, a pesar de mis temores, me encantó. Mirá vos, un club que no tenía equipo de fútbol, ¿y que otro sentido podía tener la existencia de un club sino el fútbol? ¡Las cosas que uno empezaba a descubrir! Pero la verdad que me gustó, con sus jardines, con su casona y sobre todo con unas mujeres que, sin ser más lindas ni más feas que las de Estudiantes, Gimnasia, o el Deportivo La Plata, se parecían más a eso en lo que se estaba convirtiendo uno: un chico de clase media acomodada. Acomodada nada más que por ir al Nacional, porque por lo demás la situación económica no había mejorado en absoluto. Pero uno se iba dando cuenta de que ir al Nacional daba cierto prestigio, que hacía que lo miraran de otra manera. Eso era ostensible sobre todo cuando uno sacaba a bailar a una chica o cuando lo presentaban en otro lado. Ser del Nacional daba un crédito ante la audiencia femenina que yo, lamentablemente, nunca supe explotar.

      “La negrada”.

      Cuando salió la propuesta de ir a los bailes yo lo comenté con mi prima Mirta, que me ofreció llevarnos al Deportivo La Plata. En la pileta del Nacional se lo dije una tarde a Alfredo y él me preguntó preocupado:

      - ¿Estás seguro que ahí no habrá mucha negrada, porque mis hermanas dicen que al Deportivo La Plata va mucha negrada?

      - No, si ahí va siempre mi prima, le contesté yo para tranquilizarlo, sin darme cuenta que para la escala social de la familia de Alfredo, mi prima era parte de la negrada. Y si no fuera porque era amigo de Alfredo, yo también estaría en esa categoría.

      Sin darme cuenta, estaba haciendo mi iniciación cultural en la clase media.

      Pero más allá de la cuestión social, con Alfredo la amistad se fue haciendo cada vez más fuerte, Los dos éramos un desastre con las mujeres, él era extremadamente tímido y yo era más audaz, pero desubicado. A través suyo me hice amigo de sus compañeros de división del Liceo; tanto o menos cancheros que nosotros, a pesar de estar en un colegio donde más del setenta por ciento de los alumnos eran mujeres.

      El Nacional

      Joaquin

      -¿Cuánto mide un área?

      - Mil metros cuadrados.

      Esa respuesta, susurrada en el silencio del aula, fue como el pacto de sangre de una amistad que duraría toda la vida, aunque su vida haya sido una vida demasiado corta y la mía, tal vez, demasiado larga.

      Nos habíamos conocido hacia apenas un par de horas, esperando el momento del examen. Estábamos en una de las galerías que dan al patio y nos tocaba dar en la misma aula; los cientos de aspirantes se distribuían por orden alfabético, él era Areta y yo Asuaje, los dos nos sentíamos extraños en aquel lugar y el destino quiso que nos encontráramos.

      Joaquín era en ese momento petisito y serio, tenía el pelo casi rubio y lacio, peinado para el costado, a la gomina, bien aplastado. La cara ovalada, llena de pecas y un par de dientes amarillos que le sobresalían levemente en el medio de la boca,”cara de vizcacha”, le diríamos jodiendo, ya en tercer año. Pronto descubrimos que teníamos varias cosas en común. A los dos nos faltaba algo muy importante en nuestras vidas: a él la madre, a mí el padre. Su mamá había fallecido hacía unos años, al dar a luz al último hijo, Rosarito, la primera mujer después de cinco varones. Mi papá se había ido hacía cuatro años y recibíamos noticias suyas muy de vez en cuando.

      A los dos nos gustaba también mucho el fútbol y los dos éramos hinchas de Estudiantes, pero él no era de La Plata, era de un pueblo de Corrientes llamado Monte Caseros, a la orilla del rió Uruguay, enfrente de Bella Unión. Eso de alguna manera también nos unía: teníamos afectos muy lejos, los de él en Corrientes, los míos en Venezuela, los dos éramos un poco “extranjeros”.

      La primera conversación se extendió hasta la tarde, cuando nos tocó el turno del examen de Lengua. Me enteré que él jugaba de número cinco y que allá se jugaban unos partidos bárbaros contra los otros pueblos y a veces hasta contra los uruguayos. Yo le conté que estaba por entrar en la novena de Gimnasia y le hablé también de los países donde había estado. Ese día nos contamos todo.

      Como la preparación había sido buena, yo no tuve problemas en hacer todos los ejercicios de matemáticas y me dio el tiempo para “soplarle” algunas cosas a Joaquín; pero en un punto me preguntaba cuanto medía un área, y eso yo no lo sabía, no lo habíamos estudiado. Y Joaquín me salvó. Porque cuando uno está en un momento tan difícil, cuando se juega tanto, una ayuda vale mucho más que un valor numérico; sirve para no sentirse solo, para sentirse respaldado; seguro de sí mismo y de lo que está haciendo.

      Sin su ayuda a mi igual me hubiese alcanzado para entrar sin problemas, y sin mi ayuda él también hubiese entrado, porque dimos muy buenos exámenes, pero lo importante fue el gesto, al ayudarnos los dos nos arriesgamos por el otro, nos podrían haber anulado el examen, y sin embargo lo hicimos, a pesar de que recién nos conocíamos. Desde entonces asumí el papel de “protector” de Joaquín, lo veía como desvalido, tan chiquitito, tan lejos de su casa y sin una madre para cuidarlo. Cuando empezaron las clases nos tocaron comisiones distintas y pedí cambiarme a la suya, yo era su único amigo en todo el colegio y no podía dejarlo solo.

      Años después, las cosas cambiarían, la altura de él aumentaría y la mía se quedaría estancada, pero la estatura de nuestra amistad seguiría creciendo y en más de una oportunidad el se transformaría en mi “protector”.

      El examen de ingreso era muy exigente, aunque el colegio era muy grande, eran muchos más los aspirantes que las vacantes disponibles. Para muchos, ingresar era casi una cuestión de vida o muerte; se jugaban las ilusiones propias y las de los padres, que en algunos casos pesaban como una carga abrumadora y asfixiante. Sobre todo cuando las expectativas no estaban