de ellos. En esas circunstancias, mostrarnos los preservativos era oscilar entre el exhibicionismo y la docencia. Era una demostración pública de machismo y poder por parte de “los grandes” del barrio y también una forma, quizás involuntaria, de empujarnos a ser adultos. Los “grandes” no eran mucho mayores que nosotros. La barrera la establecía la escuela primaria, sin importar demasiado la edad que uno tuviera. Después empezaban a cambiar los hábitos y ya no disponíamos de toda la tarde para ir a jugar. El que terminaba la primaria iba a estudiar o a trabajar, y el fútbol quedaba relegado para los sábados a la tarde. Ese era el día de los “grandes”. Los “grandes” eran los padres de algunos de los pibes, los vecinos cuarentones y cincuentones que todavía se animaban a correr atrás de la pelota, y toda una franja que iba desde los trece o catorce años a los treinta y pico. Pero cuando éramos chicos, los “grandes” eran, sobre todo, los que iban a los bailes y los que ya habían debutado con una puta barata en algún kilombo secreto. Aunque ellos aseguraban haberse acostado hasta con Miss Universo y contaban proezas donjuanescas, descomunales y falsas. Eran también los que sabían de otras cosas, o no sabían pero las inventaban y lograban que les creyéramos. Cuando jugábamos entre nosotros o contra otro barrio se paraban atrás de un arco para armar el equipo y dar instrucciones tácticas que nadie cumplía. Para divertirse arbitraban nuestras peleas y a veces hasta las fomentaban, aunque eran siempre los encargados de cuidar que no traspasaran un límite, como para que ninguno saliera lastimado. Se reunían a la noche en las esquinas para contarse las conquistas del fin de semana o para inventar alguna joda, tomando de punto a los giles del barrio. En verano una de las jodas preferidas era entrar a mi casa a robar ciruelas en la quinta de mi abuelo. Un robo que tenía como único sentido el placer que da comer algo robado, porque había tantas ciruelas que mi abuelo las regalaba, le hacían un favor llevándoselas. Pero robadas tenían otro sabor.
Unos estudiaban, otros trabajaban, pero cualquiera podía aparecer un día con el pelo rapado con la cero y un birrete incrustado en la charretera de un uniforme caqui. El servicio militar se los llevaba del barrio durante un año, a veces más, y los devolvía bastante cambiados; casi siempre más serios y responsables, aunque en algunos casos también más cínicos y perversos.
A los “grandes” les dábamos autoridad para opinar sobre todo: la música, las mujeres y el fútbol eran los temas más tocados; aunque también opinaban sobre tecnología, ciencia ficción, religión. Pero desde hacía un tiempo algunos habían empezado a ponerse llamativamente serios, un tema nuevo y absorbente había aparecido en el barrio, la política empezaba meterse en todos lados.
En mi barrio los grandes eran el Esteban, el hijo del bicicletero de la esquina, al que admirábamos porque había llegado a jugar en la cuarta de Independiente, pero no había trascendido más por falta de contracción al entrenamiento y exceso de contracción a la joda; el Vicente, el hijo del zapatero, un muchacho con más aspecto de intelectual que de laburante: costaba creer que tuviera alguna relación con ese tano viejo y cerrado, que martillaba tachuelas envuelto en el humo de su tabaco denso, tan impenetrable como ese dialecto que apenas se abría para nombrar dificultosamente los tacos y las mediasuelas; el Hugo, que vivía al lado de mi casa y salía con mi primo cuando venía de allá de la Patagonia; el Sapo, que no podía jugar al fútbol por haber padecido una enfermedad muy grave de chico y entonces se contentaba con relatar los partidos desde arriba de un árbol, por eso le habían puesto Saporiti, como el famoso relator de la década del 50, y terminaron diciéndole Sapo; el Pelusa, que unos años después se mató tirándose en paracaídas; los hijos de la Chona y un montón de nombres más, dispersos en la memoria.
La Chona
La Chona no es, todavía hoy, una vecina; la Chona es, ella misma, el barrio. Un elemento tan inherente a su existencia como las mismas calles, como los árboles y las casas. Aún más, tal vez sin los árboles, sin las casas y hasta sin las calles el barrio podría subsistir igual; pero no podría subsistir sin la Chona. Ella encarnó siempre el prototipo de la vecina indispensable; prácticamente no había casa por la que no pasara con cualquier excusa. Así se enteraba de vida y milagros de todos los vecinos, cuyos avatares pasaban automáticamente a convertirse en tema de murmuración general. Todos se enteraban de que fulana se había peleado con el marido, de que la hija de zutano parecía que estaba embarazada, de que mengano andaba en malas compañías, de que la señora de perengano parecía que lo engañaba con el carnicero de la otra cuadra, de que a don José lo estaban por operar de la próstata. Algunos la acusaban de chusma, pero quien más quien menos todos debieron recurrir a ella. Su generosidad rayaba en el heroísmo: estaba siempre lista también para dar una mano cuando había que llamar a un médico de urgencia; o conseguirle a la vecina de la esquina el botón para terminar el vestido de la sobrina; o averiguarle a don Pedro el precio del maíz en la pastería o para ponerle las ventosas a algún enfermo o para cualquier gauchada, sin calcular costos ni conveniencias. Como esa tarde, ya en mis tiempos de militante, cuando se dio cuenta de que me seguían y me abrió la puerta de su casa para salvarme la vida.
El Clavo
Si la Chona era una institución en el barrio, Ricardito, el hijo, no lo era menos. Pero Ricardito era Ricardito nada más que para ella, para ella y los de la casa: para don Ricardo, el padre; para Osvaldo, el hermano, y para don Gilberto, el tío. Para los muchachos del barrio, Ricardito era el “Clavo ´e techo”. Rubio, alto y flaco, tanto que cuando le tocó la colimba lo pusieron como granadero, era la contracara del hermano. A Osvaldito, más bien petiso y morrudo, le decían “Tachuela”, era el prototipo del muchacho al que los vecinos tomaban de ejemplo: serio y responsable, tenía una gran vocación por la mecánica y por el trabajo, aunque poco apego a las disquisiciones intelectuales. El Clavo, en cambio, era el prototipo del tiro al aire. En el barrio, todos lo tomábamos para la joda. Porque él mismo vivía de joda. A duras penas había cursado el secundario y le tenía alergia al trabajo. Cascarrabia y escandaloso, cuando jugaba al fútbol armaba unos kilombos bárbaros reclamando fules y penales que existían sólo en su imaginación. Si no, estaba inventando alguna joda en la esquina o desarrollando teorías filosóficas descabelladas sobre los temas más variados. Pero el Clavo era inteligente y tenía una visión del mundo mucho más profunda que la mayoría, por eso a veces no le creían lo que decía y por eso también lo tomaban para la joda. Aunque la volvía loca a la madre con su vagancia, tanto que desde nuestra casa se escuchaban los gritos que le pegaba cuando se mandaba alguna cagada, había heredado de ella por lo menos dos cosas: la generosidad y la pasión por la política. La Chona era peronista fanática y tenía un hermano que había sido anarquista y perseguido. El Clavo, sin embargo, era (y lo sigue siendo) un antiperonista acérrimo.
Cuando formamos la agrupación en el barrio, intentamos incorporarlo, charlamos varias veces y tuvimos una larga reunión en Plaza Moreno. Pero se mantuvo en una posición irreductible “Perón es un demoliberal burgués” era su sentencia inapelable; por eso siguió inclinado hacia el trotzkismo, aunque en una organización muy chica pero bastante coherente, porque al menos tenía unos cuantos trabajadores, no como otras que se proclamaban partidos obreros y no habían visto una fábrica ni en las fotos. Si hasta el Clavo mismo terminó convirtiéndose en un trabajador, mucho mejor que yo, por ejemplo. Y mucho más coherente, sobre todo, que muchos de quienes se reían de él.
El Clavo sigue siendo el Clavo y eso es lo maravilloso: no ha cambiado en lo sustancial, en alguna esquina del centro siempre me lo encuentro haciendo su trabajo, rezongando y riendo como en la esquina del barrio. Y con una altura más imponente de la que tenía; su consecuencia hizo que a la estatura del cariño, uno le agregara la de la admiración.
La escuela
Oración a la bandera
Nosotros no cantábamos Aurora, siempre me dio cierta envidia de grande, porque yo ni siquiera conocía la letra de la canción, bahh, ni siquiera sabía que existía. Nosotros recitábamos la oración a la bandera, esa que dice “Bandera de la patria, celeste y blanca/ sublime enseña que el cielo nos legó/símbolo del honor y de la fuerza/ con que nuestros padres nos dieron independencia y libertad…”. A la hora de entrar, a la mañana temprano, en el patio de la escuela, la maestra elegía a los que