bailables. Los sábados, las confiterías bailables eran rigurosamente para parejas; en general no se permitía la entrada de hombres o mujeres solos. Pero ese año se empezaron a organizar bailes en una confitería nueva, Chatarra, en 7, entre 42 y 43; también se hacían en Barravento, un subsuelo en 50 entre 8 y 9, y en alguna que otra más. Muchos años después, siendo ya adultos, Ruben me contaba que cuando iba a los hoteles alojamiento con una novia que tenía, se encontraba con parejitas de chicos de la edad de nosotros en aquel momento: dieciséis, diecisiete años. “Y pensar que nosotros nos poníamos contentos porque habíamos bailado con cuatro minas”, me contaba y se reía. Y esa era la medida de nuestro éxito: la cantidad de mujeres que aceptaban salir a bailar con nosotros. A veces eran varias y a veces ninguna; entonces volvíamos cabizbajos y derrotados, con un complejo de inferioridad agrandado por el despecho. Otros tenían más suerte y conseguían una cita para otro día y hasta algunos besos en la penumbra, cuando llegaba la hora de la música lenta, la música “para chapar”. Los más afortunados terminaban haciendo el amor en los asientos reclinables del auto del padre, en la escalera de algún edifico o en algún otro lugar incómodo y furtivo. Pero eran pocos, todavía la liberalización sexual no había avanzado tanto y la mayoría de las chicas de clase media cuidaba su virginidad y su imagen. Una mujer desinhibida era, todavía, una “puta”, incluso así no hubiese tenido ninguna relación sexual. Bastaba que se le conociera más de un novio para que su moralidad estuviera en tela de juicio. Era un deshonor ponerse de novio con una mina que antes había estado con otro y si habían sido más de dos, entonces ya no tenía salvación posible. La fantasía juvenil inventaba vampiresas vírgenes: de algunas compañeras de la primaria por ejemplo, solía decirse que tenían “más puestas de espaldas que Karadajián”. Algunos aseguraban haberlas visto con diez machos distintos. Ya de grande, tuve una corta relación con una de ellas y así me enteré que no sólo había sido virgen hasta los veinte años, sino que ni siquiera había tenido novio.
Otra de las diversiones de entonces era colarse en algún cumpleaños de quince o en alguna fiesta privada. Nosotros no teníamos cumpleaños de quince, porque teníamos pocas relaciones con mujeres y las compañeras nuestras no hicieron fiesta cuando llegaron a esa edad; salvo la gorda Silvia, que no nos invitó a todos, sino a los que ella consideró “dignos” de su nivel. Las otras chicas no estaban en condiciones económicas de afrontar una fiesta de esa envergadura, o tenían otros pruritos. Tampoco pudimos colarnos nunca en una fiesta de otros, así que nuestra experiencia a ese nivel fue paupérrima y eso nos hacía sentir desahuciados; porque en las fiestas de quince si uno no conseguía ninguna mina, por lo menos tenía asegurada comida y bebida en abundancia.
Creo que la única vez que pudimos colarnos en una fiesta ajena fue en el club Everton, cerca del Parque Saavedra. El Pato y Tortuga me sacaron de allí con un pedo de órdagos y me arrastraron hasta el centro, yo insistía que quería ir “a Papi…a verlo a Tito”. Papi era Papiros y Tito el mozo, mi pariente.
El Lacio
La injerencia más determinante en los cambios de la división tal vez haya sido El Lacio. Aunque eran muy amigos del Baby, porque habían hecho la primaria juntos y sus familias se frecuentaban, el carácter del Lacio era muy distinto. Compartía la intensa actividad timbera de un grupo de chicos “del centro”, que se pasaban horas y días jugando a las cartas por monedas y yendo al bar Rivadavia a jugar a la bocheta o al billar. Pero a pesar de eso era el prototipo casi caricaturesco del intelectual. Flaco, alto, usaba siempre vaqueros de corderoy cortísimos, que le dejaban como veinte centímetros entre la botamanga y los mocasines. Tenía un mentón recuadrado en una cara de bebé perfecta, con ojos claros y un pelo rubio, largo y ferozmente ensortijado, casi afro, a pesar de su intento por domesticarlo con toneladas de gomina. De allí le vino el apodo de Lacio. El toque intelectual se lo daban los gruesos anteojos y un aire de distracción permanente, que lo llevaba a pasar por pedante; algunos se ofendían porque pasaba delante de ellos sin saludar, pero era que no los veía.
Lo que hacía del Lacio un intelectual prototípico no era sólo su facha de tragalibros anteojudo y ese aire de “profesor distraído”, sino también sus limitaciones. Su destreza física era la antípoda de la intelectual y su sensibilidad musical no sobrepasaba la de un ladrillo. Ni el himno nacional podía cantar el Lacio, ni los cantitos de la tribuna, desentonaba tan horrorosamente que solían decirle eso de “no tenés oído ni para tocar el timbre”. Debe ser la única persona en el mundo que canta peor que yo.
En el aula el Lacio era un alumno brillante y un genio de las matemáticas, pero además le gustaba leer a Nietzche, a Hegel y a todo lo que le cayera en las manos. Las discusiones, entonces, empezaron por el lado de la filosofía, con un moderado interés por la política. Un hecho importante de ese año fueron las elecciones en Chile; recuerdo que los dos simpatizábamos con la Democracia Cristiana, partido al que yo suponía mucho más cercano a mi ideal de cristianismo que a las posiciones de centro derecha que le descubrí después. La izquierda era todavía pecaminosa. Mi idea del comunismo hasta entonces estaba profundamente influenciada por la terrible propaganda anticomunista de los tiempos de la guerra fría. Una de sus fuentes eran las series de televisión norteamericanas con sus grotescos estereotipos: los rusos y los chinos que aparecían como personajes siniestros, empeñados en hacer el mal porque sí. Otra eran las Selecciones del Reader’s Digest, que de vez en cuando llegaban a mis manos. La posición de mi madre al respecto era la de una correcta profesora de Instrucción Cívica, materia que también dictaba en el secundario. Ella no decía que el comunismo fuera bueno o fuera malo, ella decía que era un régimen totalitario, a diferencia de la democracia que no lo era. Pero las discusiones con Alberto y con Joaquín me fueron ampliando el panorama. Con Rubén, en cambio, no había discusiones.
A mi Rubén (con acento en la e final) me resultaba raro, pero no por ser comunista, ni por ser judío, sino por ser del centro y por no gustarle el fútbol, igual que Claudio. A pesar de eso teníamos una buena relación, tanto que en segundo año llegamos a planear un viaje para recorrer todo el sur los dos juntos de mochileros y anduvimos averiguando precios de carpas y mochilas, pero nos quedamos con las ganas. Creo que en la división nadie tenía nada en particular contra él; pero estaba tan encerrado en su práctica militante que se daba muy poco espacio para compartir cosas con nosotros y ni siquiera participaba en las discusiones políticas. Él daba la sensación de estar en otra cosa y de que nada de nuestro mundo le importaba. Discutía con los profesores, oponiéndose a algunas posiciones retrógradas a las que los demás no teníamos elementos para cuestionar; pero tenía todo tan definido y tan sesgado que era difícil participar de sus ideas. A pesar de eso, recuerdo que llegó a invitarme a la primera gran concentración del Encuentro Nacional de los Argentinos, el ENA, propuesta que me había resultado interesante, hasta que Joaquín me dijo que en realidad se trataba de un encuentro del Partido Comunista, lo que me hizo desistir de cualquier acercamiento. No por macartismo, sino por mi independentismo a ultranza.
Ya para esa época las discusiones con Joaquín empezaban a ser más políticas. Si bien no compartía con él las salidas, como con Julio y con el Pato, porque decía que nada de eso le interesaba (en realidad le daba vergüenza asomarse a ese ambiente), teníamos largas charlas cuando lo acompañaba hasta la esquina de la casa. Allí yo me tomaba el sesenta y uno y terminaba llegando tardísimo a almorzar, pero siempre igual la abuela me tenía algo cocinado o algo había para sacar de la heladera. Guillermo también había entrado al Nacional pero ya no nos íbamos y volvíamos más juntos, como en la primaria, ahora cada uno tenía sus tiempos y los míos eran caóticos. Aunque me levantaba a las seis de la mañana para leer el diario, igual llegaba todos los días tarde y volvía también tardísimo. Guillermo, mucho más metódico, no estaba dispuesto a dejarse arrastrar por mi despelote.
El Mundial del Rey
Este párrafo en principio lo había comenzado con una frase que dice “Era el año setenta y en el aire había una dulce efervescencia”. Pero me puse a pensar y la verdad es que uno no percibía en ese momento que las cosas fueran diferentes, mejores o especiales. Uno vivía las cosas como las vive ahora, sólo que con otra intensidad, con toda la intensidad que se pueden vivir las cosas a los dieciséis años. Por eso me doy cuenta que es cierto que “todo tiempo