Jorge Pastor Asuaje

Por algo habrá sido


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la derrota dolía en los huesos casi tanto como el hambre. Saverio Demarco ya no era rico, ya no era importante. Después de tanto añorar el regreso a la patria amada, ahora se convencía de que era mejor dejarla: ya tenía otra patria, su patria era Helena, su patria era Juana, su patria eran ellas. Una patria andante que cruzó el océano entre los llantos de la despedida y la ilusión de un mundo nuevo.

      Los parientes contaban maravillas de la Argentina; en una época en que la prosperidad de las naciones se medía por el tamaño de los bifes que servían los restaurantes y por los metros de tierra que podía comprar un inmigrante. A Saverio, sin embargo, no lo obsesionaba el sueño de la casa propia que desvelaba a la mayoría de sus paisanos. Más que la codicia por los bienes materiales, pesaba la ilusión de ver cumplido en un hijo el frustrado sueño de “dotore”; en Italia la educación secundaria y, más aún, la universidad, era todavía un privilegio de las clases altas, y de la clase media de las grandes ciudades. En su opción por el fascismo había, como en muchos otros, un dejo de resentimiento. El marxismo, además de cuestionar el estado de cosas y la acumulación de riquezas, tenía el defecto de ser una teoría muy compleja, sólo podían entenderla bien los ilustrados, los que tenían algo más que una simple escuela primaria. Al menos, eso pensaban muchos campesinos y pequeños burgueses de pueblo, como Saverio. Por eso, en vez de desesperarse por comprar un lote y levantar paredes, poniendo a toda la familia a trabajar de sol a sol para acumular la riqueza en ladrillos, prefirió convertirse en un inquilino crónico. Uno de los primeros destinos fue una pieza a una cuadra de la plaza Sarmiento, la salud de Helena ya empezaba a ser delicada y su principal preocupación fue instalarle una pileta para que pudiera lavar la ropa, escapando a la tiranía del fuentón de lata. En esa época, más o menos, se agrandó la familia: el hijo varón, el continuador de la estirpe, el que haría realidad los sueños familiares, por fin había llegado. A partir de allí en la casa había un nuevo rey.

      Entre el rigor de un padre que quería hacer de él un gran hombre y los mimos de una madre de carácter sereno y espíritu firme, Ambrosio Francisco Demarco creció con toda la felicidad que podía tener un pibe de barrio, en un hogar sin abundancias ni grandes privaciones. Saverio, aunque añorando siempre sus tiempos de bonanza calabresa, se resignaba con cierta satisfacción a la rutina diaria de los dos trabajos: obrero en la metalúrgica y pañolero en la escuela de policía de la provincia, donde su ideología no tenía que hacer grandes sacrificios para amoldarse. Los Demarco no se daban lujos, ni siquiera salían de vacaciones, pero la plata alcanzaba para que Helena se quedara en la casa y los hijos tuvieran la mejor educación. La de Juana no importaba tanto, ella se casaría y si conseguía un muchacho bueno, con tener cualquier título secundario era suficiente; pero la de Ambrosito si, tenía que ser la mejor. Y la mejor secundaria, lo decían todos, era el Colegio Nacional. Además, el Pelado y Velazco también querían ir, así que no iba a estar solo. Pero el examen de ingreso era muy difícil, eso decían.

      Cuando se enteró de que Ambrosito había entrado, Saverio sintió entonces que todos los sacrificios hechos desde la partida de Calabria tenían sentido.

      Un pedazo de Italia

      Las tardes nubladas de invierno en la casa del Pato parecían escenas de una película del neorrealismo italiano. Porque hasta la casa se parecía por dentro a las casas que aparecen en esas películas, con la cálida austeridad de los muebles de madera y los tejidos de crochet adornando las mesitas. En la Argentina había, y todavía quedan, muchas casas así, en las que vive un pedazo de la tierra lejana adentro; sobre todo en las quintas, en las casas de campo, porque allí los inmigrantes pudieron aislar esa recreación de la patria. Tanto que cuando uno sale piensa que se va a encontrar con un huerto piamontés o con una playa mediterránea y lo que está es la pampa, anónima y eterna, extendiéndose más allá de las parras y los frutales.

      Helena nos preparaba el té con tostadas y miel, nos sentábamos a comer y nos hablaba de Italia. Helena era como las aldeanas que aparecen en las viejas películas italianas. Vestía un luto sempiterno y caminaba dificultosamente con dos piernas delgadísimas, magulladas por una enfermedad inclemente. Pero nos hacía viajar: nos hacia recorrer sus pueblitos calabreses y el ancho mar que la separaba de la casa natal. Aunque de joven también había adherido al fascismo, era mucho más abierta que Saverio y no se cerraba en la discusión.

      A medida que nuestra relación con el Pato fue creciendo en afecto, y cuando ese cariño se fue galvanizando en el compromiso de la militancia en común, mi relación con la familia del Pato también fue aumentando, hasta que llegó a convertirse en mi segunda familia. Después de caer preso por segunda vez, cuando ir a la casa de mi vieja se tornó inseguro, adquirí la costumbre de ir todos los domingos a almorzar con ellos y cada vez que iba y venía de su casa, caminando por las calles desiertas, dormidas en el descanso dominical, me envolvía un ataque de lirismo. Sentía estar caminando hacia la eternidad, como si la relación con ellos no tuviera una frontera en el tiempo. Caminaba pensando en el pasado de los De Marco y en el futuro que nos esperaba, en un futuro en el cual serían los felices abuelos de un dirigente de la revolución, como seguramente lo sería algún día Ambrosio, y como lo sería, obviamente, también yo. Eso los redimiría de sus sufrimientos pasados y de los que estaban por venir. La revolución sería la panacea para todas las enfermedades del cuerpo y del alma: Helena podría caminar bien y hasta se sacaría el luto, Saverio se convencería de que el socialismo era lo mejor para los trabajadores e incluso Juana, la hermana del Pato, siempre tan callada, tendría un lugar protagónico en la nueva sociedad que nos esperaba, era cuestión de unos años, nada más. La idea de un futuro distinto ni se me ocurría. Ni se nos ocurría. La tragedia, como única salida, no estaba en los cálculos de nadie.

      El año del Cordobazo

      Por una cuestión geográfica, ir al Nacional era una forma de acercarse a la política. El colegio está pegado a la facultad de Ingeniería y atrás están Arquitectura y Ciencias Exactas, que antes estaba dividida en Química, Farmacia y no sé qué más. El patio de recreo daba al anfiteatro de Ingeniería, donde se hacían las asambleas estudiantiles más combativas; por los ventanales de calle uno solíamos ver los carros de asalto de la policía, preparada para reprimir las manifestaciones. Y ese año hubo muchas, a fines de mayo estalló el Cordobazo y en todo el país los universitarios salieron a la calle con la consigna “Obreros y estudiantes, unidos y adelante”. Era la misma simbiosis del Mayo Francés, pero con otro contenido y otros objetivos. No era “La Imaginación al Poder”, sino el poder para la clase obrera y el pueblo para la construcción del socialismo. A nosotros todavía, sin embargo, no nos había empezado a interesar; lo veíamos de lejos, como espectadores neutrales de un juego cuya finalidad no entendíamos ni nos importaba. Aunque, de alguna manera, nos estuviésemos acercando. El Baby me mostraba el otro día una nota, firmada por alumnos de otra división, designando delegados al Centro de Estudiantes que se estaba gestando.

      Segundo año no fue muy distinto, pero tuvimos posibilidades de acercarnos un poco más, al menos entre los varones, y no todos. Omar y el Pato, sin cruzarse una palabra, siguieron viajando en colectivo juntos, aislados del resto de la división. Joaquín se mudó al departamento de calle diez, enfrente del Teatro Argentino, y así obtuvo cierta aceptación social entre los del centro y eso le permitió integrarse un poco más. El también empezó a sentirse más seguro al ver convertida su casa en el punto de reunión de los grupos de estudio y en objeto de admiración. El departamento, que sigue igual que entonces y seguramente lo seguirá por cien años más, ocupaba el piso entero, con una proliferación asombrosa de habitaciones y baños y un balcón enorme que daba al viejo teatro, esa maravilla de la arquitectura de principios de siglo arrasada primero por el fuego y después por el mal gusto de los militares. Llegaron también el Vasco, Alejandro y Henry, a quien el Pato bautizó de entrada como “el Chino” por sus ojos tan orientales. Así se reforzó el bloque gimnasista de la división, principalmente por el Vasco, que era muy ingenioso y me volvía loco con las cargadas. Tanto que cuando Estudiantes perdió con Gimnasia al otro día falté al colegio. La única vez en los seis años que falté. El resto fueron todas faltas por llegar tarde.

      La baulera

      Me hacían acordar